viernes, mayo 09, 2014

NOTICIA 1339ª DESDE EL BAR: EL AMANCEBAMIENTO DE BLASI Y VIVIEL (capítulo 5)

EL AMANCEBAMIENTO DE BLASI Y VIVIEL



Capítulo 5: 13 de Julio de 1772.

El cocinero del Colegio de Lugo era joven, algo altanero, de mirada pasional, moreno de pelo y se adivinaba que era también de buen cuerpo desnudo. Allí estaba entre las ropas de la cama. A la penumbra de unos pocos rayos de sol que pasaban por la ventana entornada, María Viviel se subió a esa cama con él. Con dulce suavidad desvistió sus miradas menos ingenuas, le quitó sus calcetines, y el resto de la ropa, le desarmó. Le amasó como barro, le guió por sus arenas, le otorgó la copa de sus senos, se apropió de sus fuerzas. Su piel era tersa, escondía sus desgarros, mentía con sus roces, le hacía creer lo que no era. Y la voz de ella tan fina, tan dulce, y la suya tan grave, tan profunda, pactaban el pacto que todo lo funde, como la nieve que todo lo cubre y luego inunda. El mundo era bien cierto que era bien falso el mundo. La historia de ellos era toda parte de un mismo cuento. Las monedas descansaban en la mesita cercana a la cama.

Esto ocurría en aquella habitación del hostal de Pedro Bordari, mientras en su planta baja había a esas horas de la tarde mucho alboroto. Bordari era un italiano con cierto gusto por vestir con múltiples bordados en su ropa, algo inusual en aquel lugar castellano. Su fondo de armario era como el muestrario de una especie de tienda de bordados coloridos e imaginativos, una especie de “bordería” o “bordaduría” en voz de sus clientes, que vestían menos finos, más del campo, con telas más austeras, pero más fuertes para el sol, la lluvia, el viento y los terruños. Claro que Pedro Bordari también era un experto bordador de historias, bordaba todas aquellas que le hacían ganar dinero, sobre todo con su vino, al que a veces se le podía creer con agua. Corría el vino en su negocio y corrían más monedas aún cambiando de mano en mano. Una mujer bailaba mientras alguien cantaba al ritmo de una guitarra. Había una comparsa de otros bebedores en torno a ellos. Cerca sonaban las voces de unos juegos de dados, y no faltaba un hombre que con unos cartoncillos pintados contaba una historia a la que escuchaba alguna persona.

-El Rey ahorcó a un hombre oscuro y negro, quedó tendido en el patíbulo según quitaron la trampilla y cayó –recitaba mientras marcaba el dibujo correspondiente-. Retiraron la mirada los viejos, los jóvenes le miraron en círculo, él se retorcía, pero cayó. Era un hombre oscuro y feo, una desmigajada venta de prostíbulo, un orín negro entre la sangre y la hez, que caía, y cayó –y remarcaba el mismo dibujo inicial-, que cayó, que caía. Un resorte, eso era, sin bisagra, perdida de sus pies, a su sombra el Rey ahorcó.

La gente reía y le daban unas pocas monedas más. No paraban de circular.

Llegó entonces de sus ventas Antonio Blasi. Entró por la puerta sudado y se alejó pronto de las brasas que habían encendido por esa zona para asar unos pedazos de carne. Fue directo a Pedro Bordari para pedirle un vino tinto. En ese breve camino le cogió por el brazo uno de los jugadores de dados. Tanto le insistió en jugar que se sentó con ellos. La noche anterior habían perdido algún dinero contra él, pretendían recuperarlo. No eran los dados un juego permitido, pero dentro del hostal aún se lo permitían ellos mismos. Hacía varios días que las autoridades entraban y salían reclamándole orden en su casa a Bordari, pero eso no les era obstáculo, también de los dados nacía el dinero para Bordari.

Eran cuatro hombres a la mesa, y con Blasi cinco. El primero ya había lanzado sus dados antes de que el piamontés se sentara con ellos. No había tenido mucha fortuna, había sacado un uno y un dos, pero aceptó la llegada del italiano ante la insistencia de sus compañeros de juego. El segundo jugador ya tenía los dados en el cubilete cogido en su mano, las normas de cortesía en el juego no escritas implicaban que se viese obligado a tirar él, pese a la llegada de Blasi. Un ligero golpecito en la base del cubilete contra la mesa y dejó caer los dados volcando un poco el mismo. Un cinco y un cuatro. No era mala jugada. Al lanzar Blasi salieron dos seises. La partida y el dinero volvían a ser suyos. La jugada fue recibida con humor, pero no así las siguientes. Indefectiblemente Blasi ganaba. Los dados estaban con él. Tan con él estaban que el buen humor de sus contrincantes dejaba de estar en la mesa con ellos. La partida iba subiendo de tono al mismo nivel que la bolsa del piamontés iba creciendo de monedas. Todas las combinaciones altas parecían estar del lado del italiano. También las voces del juego subían de tono. El vino se caía cuando las manos nerviosas en el perder se precipitaban sobre la mesa de juego y tropezaban con los vasos. Pedro Bordari, el dueño del hostal, venía a limpiar la mesa y reponer el vino. Las palmas sobre la mesa abrían más alboroto. Antonio Blasi parecía tener la suerte totalmente de su parte. Ante el malestar de sus contrincantes, sus risotadas eran como leña para el fuego.

-¡Italiano del Diablo! ¡Haces trampas! –le gritó su oponente de la izquierda levantándose de golpe y arrastrando la mesa bruscamente hacia su delantera derribando definitivamente todo lo que había en ella.
-Calmaos –dijo con una sonrisa Blasi.
-¡No me calmo! ¡A mí nadie me hace trampas!
-A mí nadie me llama tramposo –contestó sentado.
-Pues parecéis un tramposo –le espetó otro jugador que se levantó seguido del resto de los presentes.
-Tenéis mal perder –Blasi estaba sentado ante ellos sin siquiera la mesa como intermediaria.
-¡Devolvednos el dinero! –le gritó el segundo que le había llamado tramposo.
-¡Tramposo! –le gritó el primero que se lo había llamado.

Un cuchillo de una palma de largo y tres dedos de ancho salió a relucir al aire de la pechera de uno de los mal perdedores.

-Antonio, ten cuidado que este por honor ya acuchilló al amante de su esposa cuando les descubrió en su habitación al venir de la venta de aceitunas en Torrejón –le dijo Bordari a su amigo, de italiano a italiano.

Antonio Blasi se levantó lentamente.

-Señores… -y no bien empezada la frase el piamontés en un rápido gesto le pegó una patada en los cojones a quien sostenía el cuchillo-, damos por terminada la partida.

El cuchillo fue recogido por Pedro Bordari con celeridad, mientras en el suelo se retorcía el español que lo había blandido.

-Blasi –le llamó apretando los labios el primero que le llamó tramposo-, tendrás suerte en el juego, pero tu esposa es una puta. Vete a recaudar todo tu dinero de hoy a su cuarto.

Antonio Blasi le miró conteniéndose. El hombre escupió en el suelo manteniéndole la mirada.  El piamontés se volvió rápido para subir las escaleras que llevaban a su cuarto. Se oía sin duda gemidos profundos a través de la hoja de la puerta. Abrió con brusquedad para descubrir con sus ojos lo que ya sabía con sus oídos. El cuerpo desnudo de su esposa, apoyada sobre sus codos y rodillas sobre la cama, era embestida sexualmente por un joven moreno de pie a sus espaldas con las manos sobre sus caderas. Sorprendidos por el ruido abrupto del golpe de la madera de la puerta contra la pared al abrirse súbita, pararon y se despegaron como un  resorte. Ella trataba de cubrirse con las sábanas, él trató de hacerse con sus pantalones. Blasi entró como un ciclón en medio de los gritos y golpeó al joven con contundencia hasta hacerle salir desnudo y a gatas de la estancia. Cerró el piamontés con un portazo y se dirigió a ella. Tomó el dinero de la mesa de al lado de la cama y se lo arrojó a la cara como si fueran piedras. La abofeteó.

-¡Puta! ¡Puta! ¡No necesitamos este dinero, puta! –le gritaba sin dejarla de abofetear.
-¡Déjame! –trataba ella de parar sus golpes desde la cama.
-¡Puta!
-¿Con qué vamos a vivir si no?
-¡Con lo que yo vendo, puta!
-¡Déjame, no eres mi esposo!
-¡Puta! ¡Puta! –seguía pegándola.
-¡No eres mi esposo! ¡Déjame! ¡Basta! ¡No eres mi esposo! ¡No lo eres!
-¡Y qué hay de nuestro hijo! ¡Estas premiada de mí, puta! ¡Puta!
-¡No eres mi esposo! ¡No lo eres! –se trataba de defender ella agitando su vientre ligeramente curvado por una nueva vida.

La puerta se abrió de golpe de nuevo golpeando la pared. Dos agentes de la ley armados entraron teniendo detrás de ellos a toda la gente del hostal. Agarraron a Antonio Blasi de los brazos y le separaron de su mujer a quien le dieron un vestido para vestirse. Las fuerzas de la ley ya habían atendido otros escándalos públicos en aquel lugar recientemente. Comenzaba a ser un lugar reincidente, lo que para Pedro Bordari era un problema. María Viviel y Antonio Blasi, ambos detenidos, fueron sacados del lugar a la fuerza en medio de una gran agitación mientras, en la parte baja del hostal, les vieron arrestados con regocijo los que en aquello no tenían más parte que una partida de dados. Era verano en la ciudad universitaria y algunas cigarras cantaban en la calle.

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