Os escribo hoy un relato breve que he escrito.
Horizonte
La madrugada mostraba la extensa pradera con las vacas ya despiertas aunque aún no puestas todas en pie. No podían salir aún en marcha todavía, el rocío en la hierba podía reblandecer sus pezuñas y una marcha prolongada podía causarles rajas y graves daños. Como cada día, simplemente, esperaba a que avanzara un poco la mañana mientras la cuadrilla preparaba un desayuno rudimentario.
El trabajo se iba perdiendo. Los grandes ganaderos estaban apostando por transportar sus reses en los trenes. Llegaban más rápido a sus destinos y descubrían nuevos mercados que pedían por telégrafo cada vez más carne de manera más inmediata. Las vías de tren eran largas flagelaciones sobre la tierra.
Los ladrones de reses lo tenían más difícil también con los animales dentro de esos cajones sobre ruedas que eran los vagones. En poco tiempo era posible que su oficio fuera una rémora de otros tiempos que para él fueron, fundamentalmente, su juventud.
Le dijeron que Pete había dejado todo esto el verano anterior, ahora era revisor en uno de esos trenes que recorría América de este a oeste una y otra vez. Si los chicos de Harry Humbert lo hubieran sabido, se preguntaba si se hubieran dejado matar, como lo hicieron, en aquel otoño donde Humbert perdió la mitad de su ganado.
–¿Por qué Viejo Bill escupe siempre sobre la tumba de la entrada del cementerio de Cuervo? –le preguntó el joven Sanders acercándole una taza de hojalata con un café que era agua sucia calentada.
–¿Qué importa? Son sus asuntos. ¡Cielos, Sanders! Seguís sin tener maldita idea de hacer un café.
–¿Pero tenemos café? Creía que era achicoria.
–Llevo treinta años bebiendo mierda. No hay ni un puñetero vaquero que sepa lo que es un buen café.
–Bueno, tal vez Pete.
–Pete ya no es vaquero.
Varias vacas mugieron levantándose para ramonear algún hierbajo.
–Parece que el sol está más alto.
Tiró el contenido de la taza en un reguero largo, como alejándolo de sí, mientras Sanders miraba con él el extenso prado pensando en la jornada.
–¿Cuándo llegaremos a Cuervo?
–Al final del día. El Viejo Bill escupirá al anochecer.
–No hace calor.
–No.
Los dos hombres vislumbraron a lo lejos una pequeña nube negra que poco a poco extendía una línea a modo de penacho que enmarcaba en paralelo el horizonte azul y despejado, empeñándolo en una forma más oscura y compleja.
–¿Crees que irá Pete ahí? –preguntó Sanders.
–Qué vaya donde le diga el diablo.
El joven Sanders sacó su revólver y disparó hacia el penacho creyendo que eso agradaría al viejo, pero el viejo no pareció inmutarse.
–Guarda eso y dile a los demás que se vayan preparando.
Sanders obedeció. En su ida se cruzó con Viejo Bill, que se acercaba al viejo amigo.
–¿Qué diablos ha sido eso?
–Es joven.
–¿Es idiota?
–No, es un poeta.
El Viejo Bill se rió.
–¿De qué coño hablas? Ese no sabe leer más allá de la firma de su nombre.
–Intentaba matar al dragón que viene a matar su vida. Disparó al humo de su fuego, pero jamás podrá matarle.
–Cojones, llevo treinta años escuchándote hablar como un maestro escuela entre mierda de vaca.
–El tiempo pasa, Bill.
–Sí –hubo un silencio–. ¿Crees que habrá justicia?
–No.
Hubo un silencio prolongado mientras la cuadrilla iba preparando los caballos. Los dos hombres permanecían al lado, en el conocimiento de las vidas mutuas que, malogradas o no, habían hecho juntos a lo largo de décadas de grandes ganados cuya propiedad no era suya. El sueldo mísero se gastaba en los pueblos en vicios. Poco tenían que dejar. Su mayor sueldo había sido siempre ir y venir por los campos donde los sheriff y el gobierno no terminaban de existir. Ellos tenían un respeto por aquellos animales saludables, no los amontonaban en espacios cerrados donde a veces alguno moría asfixiado apretado contra los otros animales sin poderse siquiera tumbarse durante largos viajes de horas, a veces de uno o dos días. No existía mucha recompensa en una vida construida principalmente sin familias, la mayoría de los vaqueros trashumantes no habían consolidado ninguna relación estable, llenaban sus días con salones de bar, alcohol, juego y mujeres de bailes. La camaradería en la pradera era estacional, a menudo aquel trabajo eran aventuras con cierto grado de violencia que se amenizaban en los pueblos con mercados, donde las diferentes cuadrillas competían entre sí demostrando sus habilidades en juegos de rodeo.
El penacho de humo negro parecía extenderse por casi todo el horizonte, como un incendio lejano que se acercaba.
–¡Eh, mirad! –les gritó Sanders.
Un pequeño grupo de cuatro jinetes se acercaba lentamente. Era un viejo indio acompañado de tres más jóvenes. Poco a poco se dibujaban acercándose por el lado del horizonte por donde aún no había llegado el penacho de humo. Tenían la piel curtida por el sol, tostada, gastada, llena de arrugas la del hombre viejo. Los jóvenes tenían un fuerte olor a grasa, con la que posiblemente untaron sus coletas negras, una de ellas coronada de una pluma, el anciano llevaba dos.
Sanders puso su mano en la culata de su revólver al cinto. El viejo vaquero le quitó la idea moviendo la cabeza levemente en negación.
El grupo de indios llegó a la altura de los dos viejos vaqueros y pararon a diez metros desde la altura de sus caballos. Los dos hombres y los indios se miraron. El anciano indio miró a los ojos al viejo vaquero sentado. En aquellos segundos el penacho de humo negro completó el horizonte. El anciano indio hizo un leve movimiento de cabeza asintiendo y silenciosamente siguió su marcha con sus jóvenes acompañantes. Se alejaban en paz siguiendo su camino.
El Viejo Bill dijo:
–Vámonos.
–Es la hora –dijo el viejo vaquero.
Y se levantaron para reunirse con la cuadrilla y reunir a las vacas hacia su larga marcha hacia tierras de pasto idóneas para la nueva estación del año que comenzaría.
El horizonte estaba lleno de humo.
Por Daniel L.-Serrano, “Canichu”.
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