Pues si el asesinato del archiduque austrohúngaro Francisco Fernando se produjo el 28 de junio de 1914, estamos a cuatro días del 28 de julio de ese mismo año, o lo que es lo mismo: de las declaraciones oficiales de guerra entre los países que nos llevaron a la Primera Guerra Mundial. En este cien aniversario de todo ello, en el undécimo relato que os he escrito en recuerdo, volvemos al escenario japonés, del que ya os escribió un precioso relato intimista Luis Abad en El Frío de Saipán y os hablé yo del contexto histórico. Hoy, esto otro, esta vez escrito por mí mismo:
EL
ÚLTIMO FULGOR
Qué
belleza se alcanzó cuando los arcos brillantes, en una parábola perfectamente
dibujada en un cielo oscureciendo sobre el mar, en ese preciso momento en el
que la luna se puede ver en lo alto a la vez que el sol, impactó en el barco alemán
con su pabellón blanco con la cruz negra. Aquella cruz negra con el águila
imperial en su centro, con sus alas desplegadas y sus plumas como puñales, con
su otra pequeña bandera en su esquina superior izquierda, negra, blanca, roja y
sobre ella otra cruz negra.
Como
un estallido tremendo y refulgente unas bellas llamaradas ascendieron al cielo
con un penacho negro de humo bailando en una danza rápida y llena de curvas
gruesas y como una brocha que pinta una estela que surca el azul del atardecer
con una línea negra, como la tinta que escribirá sobre la Historia. Y aquellos
hombres rubios, pero con su pelo tan escaso, tan corto, con sus uniformes
blancos lanzándose al mar mientras su barco gentilmente se inclinaba sobre las
aguas mansas, pero revueltas en torno a ellos. La gran belleza del aceite
flotando y ardiendo, y con él ardiendo los hombres que flotan, contorsionándose
como en una danza de ballet, como en un salto eterno de cabriolas, sin un lugar
donde asirse, sin que la gravedad de un suelo les asista, agua y fuego y carne
suya, carne empapada de aceite de máquinas y carne ardiente prometida al agua.
Y el sonido de la música de las explosiones en cadena de las municiones y los
torpedos que cargaban, acompañados por el ritmo mecánico y acorazado de la
sirena que proclamaba la belleza de aquella tragedia.
Las
lanchas partidas. Las lanchas abarrotadas por marinos que se ayudan y saturan
de peso su línea de flotación, y las lanchas donde se golpean con los remos
unos marinos a los otros del agua.
Y
nosotros observando. Se habían retirado de las islas como en un primer acto del
baile cuando se lo pedimos. Nosotros, los que movimos la batuta, los que
lanzamos aquel arco que les tocó como un dedo sagrado que señaló su barco. Han
pasado dos años de esta ópera, apenas hay en las aguas del Pacífico bailes como
estos. Su Majestad Imperial del Japón lo sabe y sigue escribiendo actos de
belleza suprema en las islas de la China. Nuestro baile es edificante. Y los
alemanes, cuando aparecen, cuando lo hacen sobre las aguas y no en las tripas de esos
barcos submarinos, monstruosos y irreverentes, pero bellamente metafóricos del
lugar de donde viene y a dónde va la muerte.
A
veces, cuando estoy en tierra, en el Nagasaki que me vio nacer, voy a verle. Le
veo de tarde en tarde. Su memoria no es la misma. Merma. Pero él me educó. Me
dio la vida, la que yo uso ahora en este 1916 como si fuese el año 100. ¿Quién
es más, Buda o el Emperador Taishō? Mi padre, mi padre el zapatero y su
desmemoria, o quizá las bombas de los cañones de estos barcos de metal que
surcan los mares modernos. Mirad como los alemanes tratan de nadar lejos de su
destino, pero su destino les reclama y se hunden arrastrados por el hundimiento
de su barco en las profundidades del agua. El honor nos llama a rescatar a los
más fuertes nadadores que supervivan a la muerte que nosotros les hemos
otorgado. Y su sangre roja, confusa con las aguas que en la noche serán negras,
llamará a los tiburones. Bailarán con los tiburones, pero los tiburones no les
guiarán a la próxima isla, como hacen con sus amigos polinesios, ni les huirán
como hacen ante nuestros grandes cazadores arponeros o con los australianos,
grandes amigos que también cazan alemanes. Bailarán los tiburones y bailará la
sangre en la noche.
Los
chapoteos que manchan mis hojas, la tinta corrida por las gotas deslizadas de
mí, y la policía secreta que bailará conmigo cuando algún día bailen en mi
camarote.
Arden
las aguas, que comen hierro, fuego y hombres. Qué lejos están de sus Nagasakis,
si es que Alemania los tiene.
A
veces le visito y su memoria merma. Merma y no me recuerda como hombre, pero
aún sabe de mis juegos infantiles y de mi mano pequeña abarcando uno de los
dedos de su mano. Qué indefenso, pequeño y frágil fui. Qué generoso fue mi
padre. Y ahora me hallo aquí, observando las aguas que se revuelven con los
metales y tragan. Gran bendición su desmemoria que no volverá a conocerme.
Por
Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá
de Henares, 24 de julio de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar,
con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial
(1914-1918).
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