FESTINA,
MOX NOX (“apresúrate, pronto será de noche”).
-El
hombre social de hoy, adulterado por la morbosa adaptación al capital, viene a
ser una mezcla extraña de civilización y barbarismo.
-¿Quién
dijo eso? ¿Lenin?
-No,
no, Sasha –dijo Yuri Bogdánov-. Es de una revista española. Lo dijo un médico
llamado Ramón y Cajal.
-¿Es
que los médicos hacen política ahora también? ¡Cómo están los tiempos!
Alexandr
Semiónov y Yuri Bogdánov salieron de la casita. El cielo estaba encapotado
aquel atardecer. Oscurecería antes que otros días sobre el pueblo. Quizá
lloviese o quizá nevase. No habían terminado de torcer el final de la calle
cuando Yuri Bogdánov, el hombre joven y enfermizo, se volvió de repente sobre
su rumbo.
-¡Ay!
–se quejó Alexandr Semiónov-. ¡Me has pisado!
-Perdóname,
Sasha. Ha sido sin querer. Es que he recordado que no he cerrado la ventana de
mi dormitorio.
-¿A
dónde vas? Para. No vuelvas a casa. Trae mala suerte. Y deja que te pise.
-¿Cómo
puedes creer aún en esas supersticiones? –dijo Yuri Bogdánov a su antiguo
maestro, con el que ahora convivía en su hogar.
-Vamos,
pon tu pie.
Yuri
dejó pisarse suavemente por aquel hombre de tripa redonda y poblado bigote
blanco. Se conformó con no regresar al hogar para cerrar la ventana y siguieron
su camino. Su viejo profesor había declarado a favor de su incapacidad para ir
a la guerra. La enfermedad que poco a poco le destrozaba los pulmones también
había sido certificada por los médicos. Desde entonces aquel hombre le había
dado una habitación y múltiples cuidados, a pesar de que no era un hombre de
temperamento fácil. Sus padres le habían encomendado con él. El viejo profesor
les había prometido cuidarlo a la par que le daría un oficio y evitaría que
fuera al ejército para servir al zar. Así estaba siendo. Hacía ya dos años que
el joven y pajizo Yuri Bogdánov trabajaba en su casa como si fuera una extraña
mezcla de asistente personal y a la vez el hijo que jamás tuvo aquel hombre. No
había sido el mejor alumno de su escuela de niño, tampoco el más obediente, y
sin embargo le había tomado un cariño casi familiar.
-¿Desde
cuándo lees prensa extranjera? –le preguntó el viejo maestro con su voz
engañosamente huraña.
-No
lo hago, me lo leyó un oficial de permiso que viajó a España. Me regaló la
revista donde estaba. Se llama “Escuela libre”, pero era un número antiguo,
de 1911.
-Nunca
me cuentas nada a tiempo. ¿Sigues teniendo la revista?
-Sí,
en mi cuarto.
-Me
gustaría leerla. Me importa un rábano las opiniones marxistas de ese médico,
pero si la revista tiene por nombre “Escuela libre” quisiera saber qué dicen
sobre la educación al otro lado de Europa.
-Pero
está en español. No está siquiera en cirílico.
-Llevamos
ya dos años de guerra, leería cualquier periódico que no hable de muertos y
batallas. Estoy tentado de suscribirme a una gaceta agrícola –el profesor
siempre hablaba con un falso tono de mal humor.
Los
dos hombres encaminaron varias calles cortas. Atravesaron la plaza que daba
acceso a las últimas calles del pueblo, justo las que llevaban al camino
leguminoso cuyo único sentido era adentrar a las personas en el cementerio
donde descansaban generaciones y generaciones de las gentes de allí, con sus
vidas sepultadas bajo lápidas donde los nombres mostraban los muchos lazos de
unión entre las pocas familias de aquella población de hombres del campo. Iban
dejando atrás las casas en dirección a la verja del campo santo, mientras
algunas bandadas de pájaros volaban bajo y alborotadas. Pudiera ser un presagio
de lluvia. Se les cruzó una mujer enlutada que venía del cementerio. Era la
vieja Marina Gólubeva acompañada de su sobrina, regresaba de poner flores en la
tumba de su hijo mayor. Había muerto en combate ensartado en la lanza de un
ulano cuando la caballería austriaca asaltó a su batallón en Galitzia. Habían
enviado su cuerpo a su pueblo natal, donde le dieron sepultura según los ritos
ortodoxos en aquel lugar donde descansaban los huesos de sus abuelos, de sus
bisabuelos, de sus tatarabuelos, y, en fin, de tantos de sus antepasados que
habían llevado hasta entonces vidas tranquilas, apegadas a la tierra y sus
rudezas, no sin haber pasado todos ellos grandes necesidades, pobreza y
hambres. Ahora también todos ellos estaban igualados bajo un mismo suelo.
-Buenas
tardes, Marina Gólubeva –saludaron el maestro y el protegido mientras se
quitaban sus sombreros en señal de respeto.
-Buenas
tardes –respondió la mujer bajando la cabeza un poco en señal de saludo.
-Le
di mucho pan blanco a Mijail para usted cuando supe lo de su hijo mediano –dijo
respetuoso el profesor.
-Gracias,
señor Alexandr –contestó ella con un pequeño sollozo. Recordaba aquel regalo
que le trajo su hijo menor.
-No
pretendía hacerla llorar.
-No
se preocupe, es normal. Esta segunda muerte está aún muy reciente.
-¿Y
sabe ya cuando llegara el cuerpo al pueblo?
-La
semana que viene, me han dicho.
-Al
menos los dos hermanos no han sido enterrados en fosas comunes lejos de los
suyos. Lo siento mucho, señora Marina Gólubeva. ¿Cómo está su esposo?
-Tiene
que trabajar –dijo con algunas lágrimas en los ojos-. El mundo sigue y no queda
otra.
-Sí.
-¿Va
a la sepultura de su esposa?
-Sí,
como cada día.
-Su
enfermedad fue horrible. Pero ya descansa –Marina Gólubeva reparó en que era el
amarillento Yuri Bogdánov quien acompañaba a Alexandr Semiónov y añadió con
cierto deseo de salir del paso-. Afortunadamente los médicos saben ya muchas
cosas para nuestros males.
Yuri
Bogdánov asintió con la cabeza. Aunque la mujer no le había mirado directamente
a él sabía que se lo decía a él. Su enfermedad iba a ser curada, al menos eso
le habían dicho en sus últimas revisiones, pero su tratamiento era lento. Años
antes hubiera muerto irremediablemente. Era una prodigiosa suerte que tuviera
aquellos tratamientos que en buena parte pagaba su protector. Muchos médicos
habían sido movilizados para ir al frente. Allí apenas tenían tiempo para curar
realmente a los heridos, ejercían más de aserradores de miembros que de
regeneradores. La ciencia médica era en esos momentos una gran escuela de
mutiladores, y por ello era una suerte que él pudiera gozar en aquel pueblo tan
alejado de las balas de un médico que conocía tanto como todo aquello que él
necesitaba para no morir por el mal de sus pulmones. Él sabía de la mucha
suerte que la vida le estaba brindando en aquellos años. Era el único varón
joven que quedaba en el pueblo, así pues también el resto del pueblo sabía de
su suerte. Era no sólo el hijo de sus padres, o el hijo no tenido del viejo
maestro de la escuela, era el hijo querido de todo el pueblo. No había madre
que no viese en él a su hijo. Todas le trataban como si trataran a su hijo, al
menos como a ellas les gustaría que estuvieran tratando a sus hijos en aquellos
momentos críticos. Sus hijos probablemente yacían en esos momentos en los
campos de combate, o quizá habían muerto de frío y hambre. Pero eso, muchas,
aún no lo sabían. Sólo sabían que allí quedaba un joven tan joven como su
propio hijo, y todas le querían, pues todas querían a su hijo.
Marina
Gólubeva acarició la cara de Yuri Bogdánov. Siguió su camino con su sobrina y
dejaron marchar hacia el cementerio al profesor con el joven Yuri.
-Una
mezcla extraña de civilización y barbarismo –dijo pensativo el viejo profesor
al acercarse a la puerta del cementerio-, ese médico español no será Lenin,
pero sabe de lo que habla.
El
cementerio estaba construido en una superficie plana en pendiente hacia arriba.
Las cruces ortodoxas de las tumbas eran blancas, contrastaban con el cielo
plomizo de esa tarde y el color pardo de los pasillos de tierra y moho entre
las fosas. Algunas piedras de los enterramientos más antiguos tenían hongos que
les daban cierta solemnidad. Sólo entrar en aquel lugar implicaba asumir un
respeto silencioso sin reflexionar siquiera su porqué, aunque todo el mundo al
entrar conocía perfectamente su porqué.
-Nada
debe haber más espantoso en nuestros días que morir ensartado en un palo largo
–dijo el viejo maestro rompiendo el silencio-. En otras épocas era una forma
normal de hacer la guerra, pero en las nuestras se tendría que haber superado.
Ya hay aviones y cañones y ametralladoras… Y luego está lo de los caballos,
¿qué culpa tendrán esos seres inocentes? Porque también mueren los caballos.
¡Oh, sí! También lo hacen. Aunque si te digo la verdad, Yura, las armas de
ahora son más criminales que las de antes. Esos gases asfixiantes… ¿desde
cuándo es noble matar a tu enemigo así, sin darle oportunidad de defenderse,
sin que pueda saber quien le ha matado? Y esas bombas… Ojalá no tengas que ver
esas bombas, Yura. Pobre Marina Gólubeva. ¡La guerra es un crimen!
-Aquí
está la sepultura, Sasha –dijo Yuri Bogdánov cuando llegaron a la tumba de la
esposa del profesor.
-Lo
sé, lo sé. ¡Diablos! Vengo todos los días desde que murió. ¿No voy a saberlo?
–Anda ve a presentar nuestros respetos al hijo de Marina Gólubeva, déjame un
rato a solas con Olya.
Yuri
Bogdánov dejó allí a aquel hombre con su esposa. La tumba del hijo de Marina
Gólubeva estaba algo más lejos. El cementerio no era muy grande, pero contaba
con una cripta en su centro. Pertenecía a la única familia acaudalada del
pueblo. La entrada a la cripta tenía una pequeña capilla de ladrillo rojo
rematada por una cúpula bulbosa. Detrás de aquella estructura coronada por otra
cruz de doble aspa estaba la tumba de aquel soldado. Se había llamado Dmitry.
Yuri lo había conocido. Habían sido compañeros en la escuela del señor Alexandr
Semiónov. Dmitry había sido uno de los alumnos más aplicados. Había sido el
primero en aprender a leer, también había sido el chico más acertado cuando había
que solucionar problemas matemáticos. Su modesta familia se hubiera podido
plantear enviarlo a San Petersburgo a estudiar. Ahora la ciudad se llamaba
Petrogrado, porque el nombre de Petersburgo les recordaba a los rusos un
parecido demasiado grande con los alemanes. Así que el Gran Padre, el zar
Nicolás II, había eliminado el nombre de San Petersburgo, pero para que pudiera
seguir advocada a San Pedro le puso aquel nombre de Petrogrado. Sin embargo,
Petrogrado estaba muy lejos, y las posibilidades del futuro de Dmitry se habían
quedado allí, en aquel pueblecito, bajo la tierra de los suyos, gente sencilla
que no había conocido tampoco en toda su vida las grandes construcciones de
aquella ciudad que regía los destinos de sus vidas. Esa era la realidad actual,
aunque la realidad exacta es que un ulano austriaco a caballo había matado con
su lanza a Dmitry en Galitzia, justo cuando este huía despavorido corriendo
junto al resto de sus compañeros. La gran mayoría de aquellos chicos habían
aprendido también matemáticas y habían leído las poesías de las que se
enorgullecía la lengua rusa, pero los austriacos les habían segado la vida. Uno
tras otro, o quizá a todos a la vez.
La
tumba de Dmitry marcaba comienzos de septiembre de 1914 como la fecha de su
muerte. Ahora enterrarían a su lado a su hermano. En esa nueva cruz se
escribiría 1916. En dos años Marina Gólubeva había perdido a sus dos hijos
mayores, sólo le quedaba ya su hijo menor, pero Mijail entraría en edad
suficiente para ser llevado con las tropas dentro de muy poco tiempo. Era una
familia con una gran tragedia encima. Durante generaciones se habían preocupado
de cultivar su tierra y vender los productos de su trabajo. Ahora, toda una
estirpe de gentes del campo corría el riesgo de extinguirse en aquellos tiempos
cruciales en los que el emperador luchaba contra otros emperadores. La mayor
riqueza de la tierra yacía en la tierra enterrada, como siempre había hecho.
Muy lejos de todo aquello estaba Petrogrado, sus palacios, templos, los mítines
ilegales que los obreros daban por las calles y la guardia, siempre la guardia,
con sus fusiles con la bayoneta calada.
Comenzaba
a aumentar el frío. Una niebla bajaba del monte anunciando un atardecer
prematuro. Yuri tomó unas florecillas que habían depositado en otra tumba para
dejarlas sobre la tumba de su antiguo compañero de colegio, pero las volvió a
dejar donde estaban de manera rápida, apenas las había levantado unos
centímetros de su sitio. No era correcto robar a los muertos. A pesar de que no
creía en las supersticiones ni en los misticismos, ya no, salía de su interior
no honrar a unos robando a otros. Arrancó unas flores salvajes que crecían en
la base de la pared trasera de la cripta y las acercó hasta la tumba de Dmitry.
El montón de tierra que sepultaba su ataúd era gredoso.
Allí
permaneció en pie pensando sobre la muerte. Comenzaba a sentir un cierto dolor
en el pecho. Sacó un pañuelo de su bolsillo y tosió. Había unos restos de
sangre, pero ahora ya no eran tantos como antes. Miró la sangre, dobló el
pañuelo blanco y volvió a meterlo en el bolsillo. Debían bajar a la casa antes
de que la niebla ocupara todo el pueblo. El viejo profesor se tomaba su tiempo.
Hablaba con la tumba de su difunta esposa. A veces habían estado una hora allí.
Probablemente le hablaba a un montón de tierra, como mucho a unos restos, pero
aquel hombre estaba convencido de que no era así, hablaba con su esposa. Le
ponía al día de todo. En estos últimos tiempos, de haber tenido oídos útiles,
ella ya sabía con todo lujo de detalles sobre quien era él y sobre su relación con el
que fue su esposo. Pasaron veinte minutos. La niebla ya era bastante espesa,
aunque aún no era totalmente profunda. Había que bajar. Aquello no podía ser
bueno para sus pulmones. El profesor lo sabía. Yuri Bogdánov se había sentado
frente a la tumba de Dmitry, apoyando la espalda en la pared de la cripta de
donde había cogido las flores.
-Eram
quod es, eris quod sum –sonó la voz del viejo Alexandr Semiónov apareciendo
sus pies al lado de él-. ¿Qué he dicho?
Yuri
Bogdanov se levantó, comenzaba a temblar de frío y los tosidos habían
aumentado.
-No
lo sé, Sasha.
-Sigues
sin hacer tus ejercicios de latín. Serás el mismo mendrugo de siempre en la
vida si sigues así. He dicho: yo era lo que tú eres, tú serás lo que yo soy.
Te he encontrado muy pensativo frente a la tumba del pobre Dmitry. Era amigo
tuyo en la escuela. Lo recuerdo.
-Sí,
Sasha, éramos amigos. Pero ahora él ya no está.
-Mors
ultima linea rerum est. De Horacio. La muerte es el límite final de las
cosas. Pero te equivocas, como se equivocaba Horacio. Querido Yura, hay
algo más.
-Si
lo hubiera no nos dejaría morir –dijo Yuri tosiendo de nuevo.
-Te
equivocas, Yura. No nos deja morir, nos abre la puerta a su Reino. Sé que no
crees en la vida del Más Allá, pero tú, y los que te han hablado de estas
cosas, os equivocáis. No estamos aquí por nada. No sabemos muy bien porqué
estamos, pero estamos.
-Pero,
Sasha, ¿no es absurdo creer en todo esto? Esa creencia en otra vida mejor sólo
nos adormila para que aceptemos vivir tan miserablemente como vivimos mientras
otros viven a costa de nosotros. Es la misma creencia que nos lleva a estas
guerras que ahora están llenando de sangre los suelos. Dmitry ha muerto
engañado, como tantos otros. Ni el zar es un gran padre, ni Dios bendijo su
muerte. Cientos de soldados lo comprenden y abandonan los frentes, vuelven a
sus pueblos, porque es aquí donde realmente se hacen las cosas importantes,
cultivando las tierras, cuyos frutos dan la vida. Sus frutos alimentan más que las
misas.
-¡Eres
un descreído y un insurrecto, Sasha! ¡Para qué te estoy educando, descarado! Post
mortem nihil, ipsaque mors nihil. Esa, esa es la frase que a ti te gusta
más. Las viejas palabras de Séneca, después de la muerte nada; y la misma
muerte no es nada.
-Me
acuerdo de una de las frases que me has enseñado, Sasha, ab una pendet
aeternitas: la eternidad depende de una hora –volvió a toser con el
pañuelo en la boca-. No quiero ofenderte querido protector, pero ya sabes cómo
pienso. Todo depende de una hora, de la última hora. Dmitry sin duda ya ha
alcanzado su eternidad. Será recordado por una lanza. Ninguna otra gloria,
salvo la de su madre, que le recordará a sus pechos y en sus primeros pasos.
¿Dónde estaba el zar entonces?
-Anda
vámonos, gran ateo. Estás tosiendo más. No sea que tu hora sea esta. Haremos
sopa caliente para comer. Además la niebla se está volviendo muy blanca y no
quiero que se cierre del todo en torno nuestra, que aún tenemos camino. Dame tu
brazo.
Yuri
le dio su brazo y Alexandr se cogió de él para iniciar la bajada del cementerio
para ir al pueblo. La niebla ya estaba espesándose bastante. Marcaba el camino
las cruces de doble aspa de cada tumba. Un gato les pasó corriendo por delante.
-¿Era
negro? –preguntó el viejo profesor.
-No,
creo que era pardo –dijo el alumno.
-Sigamos,
sigamos.
Dieron
unos pasos más y un nuevo golpe de tos les hizo pararse para limpiar la sangre
con el pañuelo.
-Será
mejor que vayamos más rápido para que estés caliente en casa. Yo haré la sopa, gran
descreído –dijo el profesor con un cariño oculto en tosquedad.
Llegaron
a la puerta de la verja del campo santo. El camino hacia el pueblo se veía ya
con una niebla bien formada. El atardecer había llegado antes definitivamente y
la noche se intuía adelantada. Atrás quedaban los muertos del pueblo, y por
delante el camino hacia el pueblo con los vivos. Dmitry descansaba en su
humilde tumba señalada por una cruz blanca detrás de la cripta de los más ricos
del pueblo. Descansaba con sus historias de balas zumbando y austriacos a
caballo. Muerto por ellos, luchando por él, huyendo por su vida. Pero aquel
soldado también descansaba con sus multiplicaciones infantiles bien resueltas a
lapicero y su rapidez para leer. Sus sumas y sus restas dormían eternamente
junto al aprendizaje para detonar bombas de mano y usar cuchillos para cazar
humanos. Yuri Bogdánov miró hacia el interior del cementerio. La niebla ya
impedía ver algunas hileras de tumbas, las más altas. Avanzaba rápida. Volvió a
ver al gato corriendo entre las cruces. Se perdió por detrás de la cripta, por
donde debía estar Dmitry. Allí la niebla tenía un aspecto extraño. Se había
formado como una columna más espesa. Blanca, flotando etérea. Tuvo otro golpe
de tos y al volver a fijar la mirada en aquel punto le pareció que la niebla llevaba un
uniforme pardo con su gabardina gruesa y su gorro de piel, una granada de mango
colgando de su cinto y el fusil al hombro. Dmitry, con los ojos ahuecados le
miraba triste antes de disolverse.
-Vamos,
Yura, no te pares –Alexandr le tiró del brazo para seguir el camino.
Yuri
Bogdánov, se frotó los ojos con una mano. Se fijó en aquel lugar otra vez. Sólo
había niebla, cada vez más espesa, ocultando las tumbas de los muertos.
-Sí,
vamos. Necesito entrar en calor –dijo el joven enfermizo.
Caminaron
hacia el pueblo.
-Ah,
el recuerdo de los muertos… Una vez fueron vivos, Yura, una vez fueron vivos.
Por
Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá de Henares, 20 de julio de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
Alcalá de Henares, 20 de julio de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
"Y como la ley que rige al hombre, a la familia y a las naciones, rige a su vez a los pueblos, ¿qué recuerdos legan estos a la posteridad, si sólo estribase su fama en la nobleza de sus hijos tan pasajera como la vida real?, ¿qué sería de ellos en día de decadencia, cuando todo aquello que les comunicaba cierto aspecto de grandeza y predominio ha desaparecido, cuando ya sus hijos no recuerdan lo que fueron sus antepasados y hasta su preponderancia se ve menoscabada cuando no usurpada?"
ResponderEliminar(Esteban Azaña, "Historia de Alcalá de Henares", 1880).