Capítulo
3: En un carromato.
Antonio
Blasi y María Viviel llevaban ya bastante tiempo viajando por España en busca
del esposo legítimo de ella. De ese modo habían llegado en Cuenca hasta
Honrubia. Hacía cierto calor. Se detuvieron a descansar cerca de la Ermita del
Santo Rostro antes de buscar una posada donde alojarse esa noche. Era un
edificio nuevo de mampostería, cuyo techo con tejas estaba inclinado, aunque
desde la entrada principal lo ocultaba una alta espadaña con dos campanas y un
reloj. Tenía una portada con un arco de medio punto entre dos columnas dóricas
bajo un frontón partido por una ventana enrejada. El sol había pasado el
mediodía hacía poco. Lo inundaba todo. Apenas había sombras incluso buscándolas
cerca de las paredes de aquella ermita.
Blasi
paró su carromato en aquel lugar. El toldo que llevaban les era suficiente sombra
en ese momento. No había nadie por allí, ni siquiera un perro. Si acaso había
alguna cigarra que se delataba con su sonido constante que no hacia otra cosa
que acentuar la sensación de calor. Era un calor seco, su única humedad era la
sudoración corporal. El piamontés pasó del asiento del conductor al interior
del carromato con su fingida esposa española. Ella se apartó un poco dejándole
sentarse al lado de ella frente a frente. Hacía bastante calor y el tramo de
camino recién realizado había sido largo. Dentro del toldo del carromato olía
fuertemente a sudor. Las pesadas telas de la ropa de María Viviel, no tenía
otras prendas, había humedecido todo su cuerpo desde hacía unas horas. Amplias
manchas de sudor marcaban los colores en sus sobaqueras. El pelo negro y
grasiento se le pegaba en la frente. Blasi se sentó frente a ella con las
piernas muy juntas a las de ella por encima de sus faldones. María le ofreció
un pequeño pellejo lleno de agua. Antonio Blasi lo cogió. Mirándola, bebió de
él alzándolo por encima de su cabeza.
-¿Hacia
dónde iremos? –le preguntó ella.
-A
Alcalá de Henares. Allí puedo hacer algunos negocios. Necesitamos dinero –dijo
él dejando el pellejo de agua en las manos de ella, que lo volvieron a dejar en
su sitio.
-¿Y
luego?
-Tal
vez allí alguien sepa de tu marido. Allí hay mucha gente, y mucha gente de la
Corte y de los ejércitos. Alguien ha podido cruzarse con él.
Ella
le miró.
-Podrías
vender algo aquí.
-Podría
–Blasi la miraba-. Incluso podríamos no ir a Alcalá de Henares.
-Has
dicho que allí podrían saber de él.
-No
le necesitamos.
-Yo
no te necesito a ti, a él sí.
-Entonces
sigue sola el camino.
-Sabes
que no te quiero.
-Bien
que te has acostado conmigo.
-Por
dinero.
-Bien
que viajas conmigo.
-Por
él, y por mi padre.
-Pues
vete.
María
Viviel se inclinó ligeramente hacia él.
-Sabías
que no podía ser de otro modo.
-Eres
puta, tu marido se fue por eso porque no lo sabía. Yo me he quedado a tu lado
sabiéndolo. ¿Quién crees que te quiere?
Como
un acto reflejo María Viviel fue a abofetearle con fuerza. Antonio Blasi la
agarró rápidamente por la muñeca con su mano contraria.
-Conmigo
siempre serás mi esposa. Si por él fuera le pediría a Carlos III separarse de
ti, pero no sois nobles. Él es un soldaducho y tú una puta. Pero conmigo puedes
ser toda una mujer.
Ella
le escupió a la cara soltando con un
gesto brusco su mano.
-Ya
soy toda una mujer –le miraba profundamente a los ojos.
Él
la abofeteó y la zarandeó. Forcejearon entre ambos. Ella trataba de arañarle la
cara. Él era más corpulento. Agarraba sus muñecas con fuerza y la impedía toda
resistencia. Ella sólo jadeaba tratando de crear y sacar fuerzas con ello. Él
logró tumbarla sobre el suelo del carromato mientras se caían algunos pucheros
de bronce y un reloj. Pronto la inmovilizó con su cuerpo.
-Con
todo el sentido del honor que tiene tu hombre, en tu vida no habrá pasado nunca
más hombre de verdad que yo. Más honorable es quien respeta a su mujer amada
amándola, que apartándola por no sentirse amado.
Blasi
acercó su cara a la de ella para besarla. Viviel ladeó su cara. Él sólo la besó
en la mejilla sudada, que palpitaba al ritmo de la respiración profunda de su
pecho. Blasi buscó con su cara los labios de ella, quien tras unos escarceos de
lado a lado, y unas narices esgrimidas como espadas, al fin cedió y le miró
frente a frente. Antonio Blasi se aproximaba, ya su pecho respiraba también profundamente
al compás del de ella, bien dispuesto sintiendo sus senos aplastados contra su
pecho de hombre, el pecho de ella realizaba un esfuerzo físico, duro, de
respiración honda. Sus labios se buscaron. Y sus labios se encontraron. Húmedos
los de él, hasta que se deslizó el líquido rojizo de su sangre ante el mordisco
de los duros y agresivos dientes de ella. Blasi apartó la cara como un resorte.
Ella tenía algo de sangre suya en las comisuras de su boca, y él goteaba algo
de sangre sobre esas comisuras. Ella le miraba profundamente a los ojos.
-Yo
soy la mujer de Francisco Desancourt –le dijo desafiante, desfogada en su
respiración. Valiente en su opresión.
Blasi,
sin parar de mantener aquella mirada de desafío, que tantas veces había
sostenido cuando ambos se gozaban, apretó sus labios y liberando una de las
manos de ella le levantó la falda y los faldones, bajó sus propios calzones, y
teniendo su mano en aquellas alturas, donde ahora sus cuerpos se tocaban en sus
zonas más íntimas, la acarició el interior de uno de sus muslos, subiendo hacia
su sexo. Ella, con su mano liberada, mirándole desafiante, con las comisuras de
sus labios manchadas de la sangre de él, liberó lo que pudo su pecho de la
opresión de su corpiño. Respiraba hondo y acompasada con él. Bajó su mano hacia
el trasero de Blasi desnudo, apenas mal cubierto por el bajo de la camisa
liberada de los calzones. Empujándole con un toque de suavidad le guió en
dirección hacia su sexo femenino. Él se dejó guiar. La liberó la otra mano y
puso ambas suyas a los costados de ella, quien deslizó su mano recién liberada
también hacia el trasero de él.
Se
bamboleó aquella carroza donde ella no le amaba y le amaba y ambos buscaban un esposo que
la abandonó.
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