Capítulo 14: La última misión
El patio central del Museo Arqueológico había sido
ambientado de tal modo que el cuerpo gélido y profundamente dormido de Borja
Montero era su epicentro. Toda el área rectangular se remitía a su sarcófago
criogénico. Era un patio techado, con columnas bordeándole que imitaban las
viejas columnas del original en la ciudad madre. El antiguo músico había
atraído a un gran número de personas que en esos momentos, en torno a él, se
debatían entre hacerse con copas y canapés o bien mantener conversaciones que
repetían los conocimientos sobre Borja Montero que habían adquirido con las
noticias sobre él publicadas los últimos días. En la calle había más personas
dispuestas a entrar, esperando pacientemente en una cola, y poder ser parte de
aquello. Iban entrando lentos pero sin pausa bajo carteles que mostraban la
cara del barbudo cantante con gafas tocando su guitarra eléctrica.
El historiador M. Basterra estaba en esos momentos
hablando con Ana Cañas, la Directora de las Relaciones Públicas Entre
Mundos de Indonesia, sobre los detalles más precisos y puntillosos sobre la
exposición. Como buen comisario de exposiciones, como historiador y como
valedor de las pertenencias del señor Yogui, Basterra estaba altamente atento a
todas las pequeñas cosas que hubieran podido quedar colgando. Le preocupaba
sobre todo que algo no se ajustara realmente a lo que se suponía que podía ser
aquella persona durmiente y sus lazos originales con la auténtica Alcalá de
Henares, de la que Alcalá de Henares D.F. era una hija que deambulaba por la
galaxia. Miguel Ángel Rodríguez, el cónsul empresarial de Galaxia Eléctrica, se
acercó a aquella conversación. Poco a poco se iban formando grupos. La
Directora de Asuntos Turísticos de la ciudad, Ma Ría Ría, hablaba aparte con el
señor Yogui y el abogado Juanca López. Grupos de niños iban y venían
descuidados de sus madres, que también iban y venían con sus parejas observando
el sarcófago y leyendo en aparatos electrónicos explicaciones que se
acompañaban con pequeñas músicas dirigidas individualmente a los aparatos de
comunicación estándar de cada ciudadano que las solicitaba. Los corrillos de
gente crecían según llegaba gente. A diferencia del pasado encuentro deportivo,
la exposición atraía a más alcalaínos interesados en su pasado remoto que a
indonesios, a los que ese pasado les era indiferente, salvo para algunos,
siempre curiosos de los eventos sociales. El ambiente estaba ya cargado de un
sonido permanente de conversaciones flotando por toda la sala. Habían abierto
para la ocasión las puertas principales que daban a la sala de recibimiento,
haciendo así una unión forzada y no muy útil en cuanto al material expuesto de
los dos espacios, aunque ciertamente ayudaba a que pudiera ir entrando más
personas.
Una
mujer no muy alta se acercó al grupo de conversación del historiador. Era una
conocida de la ciudad, aunque no mucha gente se la tomaba en serio. Se trataba
de la escritora Raquel Hernández Luján. Tenía un especial interés por hablar
con M. Basterra. Ella decía escuchar el pasado, motivo por el cual era un
personaje entre la mofa y los crédulos. Lo cierto es que no era incierto.
Realmente escuchaba el pasado, pero con ayuda de un pequeño secreto: la
ciencia. Hacía muchos años atrás que había comprado siendo muy joven un pequeño
aparato que era capaz de rastrear ondas transmitidas por aparatos de
comunicación. El invento era algo ya un tanto viejo y olvidado. Sólo en los
confines de la Federación lo seguían usando en sus versiones más ultramodernas
algunas de las naves exploradoras de nuevos mundos. Dentro de la zona de la
Federación esos aparatos eran meros entretenimientos, salvo aquellos modelos
militares que se usaban para el espionaje. A decir verdad, poco se espiaba ya,
al menos oficialmente. Mayor verdad aún era que el común de la gente no
sospechaba los altos niveles de espionaje que seguían existiendo a pesar de
estar todos los mundos habitados conocidos “unidos”. Los aparatos comerciales
eran muy limitados. Captaban las codificaciones de las transmisiones antiguas,
muy básicas en sí mismas, y eran capaces de descodificar antiguas imágenes en
movimiento o transmisiones escritas de otras épocas ya un tanto lejanas.
Imágenes y textos de gente tal vez muerta, o ya demasiado anciana, y lejana,
lejana también en el espacio. Deseaba comentarle a M. Basterra sobre algunos de
sus hallazgos. Cada vez que se producía uno su imaginación volaba y la invitaba
a escribir libros. Incluso tenía en esos momentos una revista electrónica
bastante popular en la ciudad flotante. Sin embargo, sabía que muchos de
aquellos testimonios del pasado podían tener un valor historiográfico. Tenía
uno en concreto que la tenía sumida en una gran alteración, tal, que necesitaba
confesárselo a aquel hombre que le parecía fascinante en sus conocimientos. El
señor Basterra había recibido correspondencia electrónica de ella desde que
había llegado. La había ignorado por sistema. Le molestaba conocer admiradores.
Estaba, además, inmerso en el montaje de aquella exposición temporal que ese
día, en ese momento preciso, estaban inaugurando. Al final, fastidiado, se dejó
coger por el brazo de ella, que le apartó para confesarle sus confesiones
profesionales.
Gran
parte de la gente interesada en la inauguración había entrado ya o estaba a
punto de hacerlo, cuando se subió al escenario el grupo de música. Extrañamente
sonrientes y abrazados los tres de la cintura, llamaron la atención del
público. Ante ellos, mirándoles como si ellos fueran el espectáculo y no el
hombre que dormía congelado, con un grito de saludo alzaron en su mano una
planta desmejorada y una bolsa de la que rebosaba polvo amarillo.
-¡Vamos
a contaros la verdad! –gritó Tamara Rojas.
El
público pensó que aquello era parte de la puesta en escena de aquel divertido
acto. Se giraron a observarles. Los grupos se pararon en su deambular,
expectantes. Todos salvo don Juan Manuel, que, con John Snow, aprovechó aquello
para, como Raquel con Basterra, tomar del brazo a la alcaldesa Anna Guillou y
llevársela muy diplomática y discretamente por una puerta lateral que llevaba a
través de un pasillo privado a una pequeña sala de trabajo donde, en otras
ocasiones, ya habían tenido otras reuniones. No había en la ciudad un lugar
público al que no estuviera acostumbrado el ceniciento capo mafioso.
-Ahora
vamos a hablar –dijo seco don Juan Manuel mientras John Snow cerraba la
puerta-. John, ofrécele un asiento.
-Sí,
debemos hablar –dijo la alcaldesa negándose a sentarse-. Nuestros negocios han
pasado unos tiempos complicados.
Don
Juan Manuel la miró cara a cara y la empujó con violencia haciéndola caer sobre
sí, sentándola de golpe sobre una mesa a la que rodeaban varias sillas.
-No
me importan sus negocios –dijo el capo sin alterar la voz-. Pero sí que me
obedezcas.
Anna
Guillou iba a levantarse ayudándose con sus manos sobre la mesa, John Snow
movió la cabeza en negación. Sin siquiera ninguna palabra, la alcaldesa supo
que debía permanecer sentada.
-Ya
no tienes que intentar matarme… Enrique Bermejo no está.
-Querida
Anita, hay dos cosas que has dicho mal. Una: no me importa qué hayas hecho con
Bermejo, eran vuestros asuntos. Yo voy a
recibir mi parte igualmente. Para mi el dinero no tiene nombre. Ignoro cómo lo
has hecho. Pero la segunda cosa en la que te has equivocado es que no voy a
intentar matarte, voy a matarte.
Anna
Guillou tragó saliva, debía ganar tiempo. No habían hablado entre ellos desde
el intento fallido de su asesinato en el ayuntamiento, pero estaba claro que
aquella “reunión” no podía ser fácil.
-No
hay ya motivo –le dijo-. Bermejo no está en el juego. No importa lo que te
pagara, ya no te pagará, ni él podrá gobernar la ciudad. Me necesitas si
quieres seguir siendo parte de estos negocios. Es ridículo que quieras seguir
adelante con este encargo, y sé que no lo vas a hacer. Bermejo tiene
políticamente su cabeza cortada, aunque regresara ya no podría ejercer. Tengo
contactos, poderosos contactos. Más que los suyos, Más de los que tú puedas
tener sin mí.
-Déjame
que te cuente una historia, querida Anita. A mí me la contaron de niño. Me la
contó mi padre, un buen hombre. Sabía de negocios. Ya que estamos en este lugar
tan… lleno de Historia, es un buen momento para recordar este cuentecito. Fue
hace mucho tiempo, en La Tierra, en nuestros orígenes como humanos. Hubo una
vez una guerra muy larga, muy, muy larga. Fue por culpa de la belleza de una
mujer, que competía con la de aquellas viejas diosas. En realidad debió ser uno
de esas cuestiones de poder, ¿no cree alcaldesa? La guerra fue realmente larga.
Combatieron en ella muchos hombres. Y murieron muchos hombres. Las batallas se
desarrollaron acosando una vieja ciudad de muros altos y fuertes. Los
asediadores eran incapaces de atravesarlos. Tenían la protección de los dioses.
Pero los asaltantes tenían la protección de otros dioses. ¿Ves? Una cuestión de
poder. La cosa es que los dioses de los asaltantes eran más poderosos que el de
los defensores, y les merecían respeto. Con un engaño inteligente se metieron
en la ciudad fingiendo que se habían ido y abandonaban un enorme caballo de madera.
Los de dentro, demasiado felices con un triunfo que no habían merecido porque
jamás hicieron otra cosa que defenderse, metieron el caballo en su ciudad, no
sabían que estaba premiado de guerreros que por la noche les abrieron la puerta
a sus ejércitos compañeros. Arrasaron a todas aquellas gentes, que estaban por
sus calles borrachos de un júbilo que se transformó en la noche más fúnebre
para ellos. La cuestión es que una de las hijas del rey de aquella ciudad fue
hecha prisionera. Los ejércitos ganadores la deberían haber rendido honores
acordes a su estatus, pero se había pagado un precio de sangre tan alto, que abusaron
de ella para transformarla en una miserable esclava. ¿Sabes qué hizo la joven?
Se suicidó. La gloria de su padre merecía estar antes muerta que esclava.
Anna
Guillou le miró con un leve gesto de no comprender el sentido del cuento.
-Debe
ser duro ver morir a un padre. Pero es bastante más duro cuando un padre ve
morir a su hijo, carne de su carne, su sangre, su descendencia… y con su muerte
se van todas sus esperanzas y su futuro. Aquella joven podría haber vengado a
su padre de algún modo, pero en lugar de eso, hundió con su daga todas las
esperanzas de su gente -prosiguió el capo.
Anna
Guillou seguía sin entender nada.
-¿Dónde
está Grisóstomo? –preguntó el capo.
-Murió…
-dijo desconcertada la alcaldesa.
-Le
mataste.
-No…
murió.
-¡Le
mataste! –gritó don Juan Manuel.
Anna
Guillou comprendió de repente el único hilo suelto de su tela de araña. Un
error, un extraño error que ella no podía explicar por no tener respuestas,
estaba a punto de acabar con sus planes de gobierno.
-Escúchame
–le dijo la alcaldesa intentando reconducir la ira contenida del mafioso-, yo
no maté a Grisóstomo. Murió en un accidente. Si pudiera enseñarte el registro
de…
-¡Cállate!
–volvió a gritar don Juan Manuel y John Snow, como un resorte instantáneo
apretó con una mordaza la boca de la alcaldesa que inútilmente intentaba
librarse de las fuertes manos del matón.
Hubo
un silencio interrumpido por los forcejeos en vano.
-Escucha
esto –dijo el capo-. El silencio. La galaxia está llena de silencio. Debería
gustarte el silencio. Debes acostumbrarte a él, alcaldesa. ¿Sabes qué me duele
también? Al principio creía que Paul Helldog… pobre chico, también.., creía que
Paul había fallado su disparo en los negocios que nos atañen a ambos. Pero el
pobre era un campeón olímpico, querida Anita. Él mismo no sabía cómo pudo
fallar. Me enfadé mucho con él y le mandé a que por lo menos matara a tu perro
ejecutor, Código. ¿Cómo pudo fallar? Bueno, somos humanos, ¿no?... –don Juan
Manuel le arrancó de un tirón su anacrónico parche del ojo aún sin reparar,
dejando al descubierto los circuitos averiados por la bala de Paul Helldog-.
No, parece que alguien no lo es. Me llegó la información hace poco, querida
Anita. Yo quería matarte por la muerte de mi hijo, pero ahora además sé que
eres una… ¡medio robot de mierda con la que he tenido el deshonor de hacer
negocios! ¡Me has engañado como a un idiota, eh! Pero no, no lo has hecho. Aún
hay buenas personas que velan por la moralidad de esta ciudad, por sus
costumbres, por su esencia humana, maldita robot. Me importa una mierda cuánto
de humana quede en ti, porque hoy ya no va a quedar nada de ti.
Don
Juan Manuel levantó los dedos índice y corazón de su mano derecha y le hizo un
gesto a John Snow. El matón rompió el cuello de la alcaldesa Anna Guillou como
si hubiera sido lo único a lo que se hubiera dedicado toda su vida, si es que
acaso no fue así. Dejó caer el cuerpo sobre la mesa y esperó nuevas instrucciones
de don Juan Manuel. Para él aquello era algo normal, parte de su vida. No había
motivo de remordimiento. Hacía mucho tiempo que John Snow obedecía las órdenes
sin valorar sus implicaciones. Sólo era trabajo. Incluso, el cuerpo muerto de
la alcaldesa, era allí ya un objeto, un objeto más en la sala de trabajo. Un
objeto del que el frío se apoderaría por siempre.
Don Juan Manuel emitió una breve señal por su comunicador
personal. En pocos minutos entró a la habitación el cónsul empresarial de
Galaxia Eléctrica Miguel Ángel Rodríguez.
-Trabajo entregado –le dijo don Juan Manuel.
Miguel Ángel Rodríguez asintió.
-¿Ustedes no han registrado… esto?
-No –dijo Miguel Ángel Rodríguez-. Se lo prometimos. Esta
actividad no ha sido controlada por nuestros observadores secretos.
-Y esos observadores…
-No volveremos a hablar de ellos –la voz de Miguel Ángel
Rodríguez era más serena, pero más inquietantemente amenazadora que la del
capo.
-Entonces, ¿ahora trabajo para ustedes? –preguntó don
Juan Manuel.
John Snow desde la espalda sorprendió a su jefe
apretándole el cuello con un fino alambre. Don Juan Manuel se llevó
instintivamente las manos al alambre, intentando aflojarlo en vano, como
minutos antes había hecho la alcaldesa. Era inútil.
-No, no trabaja para nosotros –le dijo Miguel Ángel
Rodríguez mientras John Snow apretaba más y más el fino alambre que iba
penetrando en la carne.
La cabeza se ponía roja. Pataleaba. Un reguero de sangre
comenzaba a salir. Sus ojos parecían también desorbitarse. Snow le colocó
mirando de espaldas al cónsul mientras seguía apretando. Al fin una arteria
cedió y saltó la sangre como un
manantial que revienta una pared de granito y sale impulsado a chorro
vivo. La sangre impregnó buena parte del cuerpo de la alcaldesa y de la mesa.
Don Juan Manuel dejó de patalear.
-Límpialo todo, nosotros haremos que los accesos a esta
zona estén sellados –le dijo el ejecutivo de Galaxia Eléctrica-. Cuando
termines ven a por tu dinero. Te lo pagará mi abogado, el señor Juanca López en
concepto de…
-De entrega de paquete –dijo John Snow-. Luego me iré de
esta ciudad.
-Te proporcionaremos permisos especiales para que te
lleves una nave. La Federación nos proporcionará otra sin problemas. Galaxia
Eléctrica agradece sus servicios, señor Snow. Como sabe, esto ha sido una
misión confidencial. Nuestros ojos llegan a numerosos mundos, cualquier palabra
suya inconveniente…
-No suelo hablar inconvenientemente –dijo John Snow
colocando los dos cuerpos en el suelo uno al lado del otro.
Miguel Ángel Rodríguez asintió y salió de la sala. Pasó
el estrecho pasillo y volvió a entrar en el patio cubierto de la exposición de
Borja Montero. Los tres músicos seguían en el escenario abrazados de la cintura
y sonrientes, mientras los asistentes estaban besándose o abrazados, hablando
con sonrisas interminables, como atontolinados, ignorantes de su desgobierno,
preocupados en tener contacto físico unos con otros, los más tímidos ocupados
en encontrar la ocasión sobre su pareja elegida, los más atrevidos, yéndose aparte.
Una canción de Borja Montero sonaba ahora por todas las frecuencias
individuales. Los músicos apretaron los botones de la máquina que lo
administraba y la pararon. Tomaron sus instrumentos y, con el nombre de
Pandora, comenzaron a tocar una vieja canción de Borja Montero. La gente bailó
feliz.
Miguel Ángel Rodríguez atravesó el lugar y se fue
acompañado de Juanca López. Había que comenzar una nueva etapa. Ma Ría Ría iba
a ser la nueva alcaldesa, aunque ella no lo sabía. Tardaría en hacerlo, pues ella
se entregaba en esos momentos a los brazos de Yogui. Galaxia Eléctrica debía
velar por todos, o por todo.
En la Plaza de la ciudad flotante, presidida por el
hombre de bronce silencioso, con su gola y sus calzas, con su pluma en la mano,
Código estaba meditando, ajeno a los hechos recientes. Casi no había nadie por las calles, casi
todos estaban yendo hacia el Museo Arqueológico. Vio pasar el vehículo del
cónsul empresarial. Debía aburrirle aquella fiesta, pensó. Iba con prisa. De
pronto, ante él, apareció Esther Claudio. Fue algo fortuito.
-Tú –dijo Código.
-Yo soy –dijo la bella Esther Claudio-. He de volver a
Indonesia, pero debía encontrarte.
-¿Volver?
-Volver, sí. Ya no puedo hacer nada aquí. Transportáis un
peligro, pero ya no puedo hacer nada.
Las palabras de la joven le recordaron a Código las del
eremita.
-Eso me dijeron en Indonesia…
-Lo sé.
-La planta…
-No.
-El polvo amarillo…
-Yo debo irme por él. Debía parar su expansión, pero
definitivamente no ha podido ser. Toda la ciudad va a estar infectada en poco
tiempo. Lo llevaron a aquella fiesta. Debo irme rápido…
-Pero tú lo portaste.
-Sí, por accidente. Escúchame, iré a Indonesia y daré la
alarma viral. La ciudad será desorbitada del planeta por la Federación. No
seréis enviados muy lejos. No conviene. Pero es mejor que mantengáis una
cuarentena.
-Pero si no es peligroso…
-O tal vez sí.
-¿Eres de la Federación?
-No. No lo soy.
-No puedes irte.
-¿Por qué no?
-Porque –Código no sabía exactamente porqué, pero no
quería que se fuese.
-Me iré. Mi idea no era encontrar esta situación ni su
propagación.
-Pero... –Código se acercó a ella, ella dio un paso atrás,
siempre huidiza.
-Detente –Código intentó besarla.
-Has debido ser contaminado. Para. Yo soy bella, pero
¿acaso mi belleza da pie para que el amor que me dais os lo tenga que devolver
recíprocamente? –dijo Esther Claudio apartándole bajo la mirada del hombre de
bronce-. ¿Es que por ser mujer hermosa debo querer a alguien? ¿Debo besaros a
todos? Si realmente me queréis todos, ¿por qué me forzáis a elegir querer lo
que no quiero? ¿Qué deseas? ¿Que me quede en esta ciudad galáctica? ¿Contigo? O
sea, que he de hacer mi vida acorde con la vida de quien dice que me quiere
bien. Pero si me quisiera bien ese alguien me dejaría elegir libremente lo que
deseo. Como si deseo no corresponder jamás a nadie. No. Esto es producto de ese
polen. La planta en sí no es mala, pero no debiéramos forzar nuestra voluntad,
si por nuestra voluntad no deseamos algo. Os entorpece la razón. Yo debo irme,
Código. He de hacer lo que he de hacer. Aún no estás totalmente infectado,
quizá debieras irte tú también, o quizá debieras ir a alguna zona sellada. En
breve toda la población sólo tendrá razón para entregarse al amor. Nada más le
preocupará. No durará por siempre, pero sí por una temporada. La Federación
deberá intentar administraros para que no muráis de abandono de vuestros
asuntos. Debo irme.
Esther Claudio, la polizón llamada Marcela, se fue
corriendo hacia una de las entradas a los subterráneos de la ciudad flotante,
hacia los hangares de las naves. Volvía a Indonesia. Código ni siquiera pudo
reaccionar para seguirla. La había tocado, y eso le había dejado un buen
recuerdo que le anulaba la capacidad de tomar la decisión.
Ella se iba y desaparecía por los subterráneos mientras
aparecían ante él M. Basterra y Raquel Hernández abrazados.
-Señor Código –dijo Raquel-. Quizá le interese esto. Creo
que vivimos ante un peligro. Una voz del pasado me lo dijo. Si no ponemos
remedio, vaticino que acabaremos siendo los primeros en ser una nueva especie
de esclavos.
La escritora le entregó un pequeño dispositivo de
holograma. Código lo cogió aún sin coordinar bien los sucesos tan rápidamente
acaecidos.
-¿Tiene gracia lo de esclavos, verdad? –le dijo el
historiador tiernamente a la escritora-. En una lengua muerta esclavo era…
-Lo sé… Ssshhhh…. –le mandó callar ella poniendo un dedo
en sus labios.
Se fueron.
Código conectó el aparato. Un holograma le trajo una
imagen, Grisóstomo, el amigo muerto. Un azulado letrero inicial indicaba que el
holograma era el borrador de un mensaje nunca enviado. El espectral holograma
de Grisóstomo, hasta ese momento paralizado, se movió cuando las letras
desaparecieron y se oyó una voz del pasado.
-Padre –le decía un muerto al otro-, he descubierto algo
sorprendente. Los negocios familiares se podrían alterar. Ahora podrás decir
que he aprendido bien lo que me querías enseñar. He vigilado bien nuestros
intereses y he aprendido. Las peleas entre los alcalaínos y los madrileños por
la cuestión federal es apenas algo que nos deba preocupar lo más mínimo. Creo
que debemos comenzar a reorientar nuestros asuntos a Galaxia Eléctrica. Habrás
notado una ligera bajada de las temperaturas. Como sabes el control real del
gobierno de esta ciudad, de cualquier ciudad, está en manos de quien tiene los
medios para mantener a su sociedad. Da igual quien ocupe o desocupe los
asientos consistoriales, mientras haya alguien que siempre ocupe un mismo
asiento con suficiente poder de influencia para decirles a aquellos lo que han
de hacer y deshacer. Esa es también la base de nuestros negocios de
familia. Hoy por hoy, Galaxia Eléctrica
controla la producción y administración de la energía. A través de eso
controlan prácticamente todas nuestras actividades y nuestro entorno. También
tienen las comunicaciones, administran mucho de ellas. Nos creemos poseedores
de nuestra información, de la que nosotros mismos generamos, pero en realidad
los botones siempre fueron suyos. Botones que dan órdenes para dar accesos o eliminarlos,
para controlar contraseñas o cambiar los cifrados, para configurar los
mismísimos contenedores de la propia información que generamos. Sé desde hace
poco que nos controlan desde hace un tiempo en todos nuestros movimientos.
Hasta nuestra preferencia más simple la conocen. Sinceramente, padre, hemos
errado la perspectiva creyendo que debíamos confiar nuestro futuro y nuestros
esfuerzos a manos de un gobierno administrativo, cuando el gobierno lo
proporcionaban siempre estos nuevos señores, dueños materiales de nuestro mundo.
Nadie los elige, sólo el dinero los ha elegido. El dinero les otorga poder,
porque les hace inamovibles gracias a todas aquellas cosas que compra y
administran a su gusto y conveniencia. Bien sabes tú, padre, que una de las cosas
que mejor compra son voluntades. Quizá una de las cosas más preciadas y
valiosas en esta vida, pues son las voluntades las que harán funcionar aquellas
cosas que hacen funcionar a la ciudad. Hemos de poner nuestra voluntad en su
voluntad. Pero para ello, padre, debo prepararte y pedirte para algo
importante. Ellos son imparables. No podemos hacer mucho. Controlan demasiados
mundos. Apenas somos gotas de agua de una lluvia donde ellos son la nube de la
tormenta. Ellos, padre, no son humanos. Son máquinas. Robots. Sé lo que me has
enseñado, pero piensa que nos importa poco que nos gobiernen máquinas. Lo han
venido haciendo durante mucho tiempo. No les importamos, es cierto, en ello
llevas razón, no tienen capacidad para que les importemos, y uno no se puede
fiar jamás de aquel a quien no le importas. Lo veo tan claro como tú. Debemos
estar en guardia, padre, pero considera que sí les importa los beneficios que
les reportamos, mientras se los reportemos. Como toda máquina no sé si alguien
humano estará sobre ellas, pero, ¿qué nos importa tampoco a nosotros? Nos mantienen, nos
gobiernan, descartan a quien ya no les proporciona nada. Si tienen un complot o
no para quedarse con todo, ¿qué más nos da?. Quizá no lo hagan porque saben que aún
con todo nosotros somos más y podemos abrir los ojos. Pero ellos tienen el
dinero y tienen la producción, porque nadie les ha dicho que la producción se
puede producir sin necesidad de ellos. ¿Y qué nos importa? Hagamos negocios,
padre, negocios de familia. Hablemos con ellos. Tratemos con ellos. Tengámosles
como principales socios, en lugar de políticos que van y vienen y que no
permanecerán. Garanticemos nuestro futuro con esta gente que jamás se irá. No
es mi deseo ofenderte, padre. Pero piénsalo. A estas máquinas no les
importamos, pero les importa gobernarnos a su conveniencia, y en eso nosotros
les podemos ser útiles, pues allá donde la ley les frena, nosotros podemos
ayudarles.
Código estaba algo confuso aún entre las desaparición de
Esther Claudio y estas revelaciones. El gobierno de una comunidad humana por
robots era algo prohibido. Trataba de ordenar sus ideas en torno a ello.
Conocía bien los negocios mafiosos de don Juan Manuel y su antiguo amigo
Grisóstomo. Había sufrido un intento de asesinato reciente. Aquel holograma era
prueba suficiente para acabar con sus negocios, más ahora que no tenía el
escollo de su amistad, tras la muerte de su pupilo. También era una prueba
imprescindible para demostrar algo que iba a ser un escándalo en toda la
galaxia conocida, o al menos el comienzo de una enorme investigación. Los
robots tampoco tenían permiso para controlar mayoritariamente ninguna empresa
de infraestructuras, ni energéticas, ni de servicios imprescindibles para
humanos, ni de alimentación. Que Galaxia Eléctrica fuera un nicho de sus
negocios iba a ocasionar una de las grandes conmociones de la política de esos
momentos. Nada importaba la escandalosa declaración federal de la ciudad. Si
eso era así, probablemente lo era en los mundos a los que suministraba energía.
Su influencia en el gobierno federal era algo comprometido. La Humanidad tenía
en sus manos una tesitura. Una más a lo largo de su existencia, y él, un mero
servidor de una ciudad galáctica, tenía en sus manos el testimonio para
delatarlo.
Lo primero que debía hacer era irse de la ciudad como lo
había hecho Esther Claudio. Debía salir antes de que fueran declarados en
cuarenta. Pero era cierto que la gente comenzaba a aparecer por las calles,
entre besos y risas, de los brazos. Algunos un tanto perdidos. Todo parecía
normal, sólo que no era normal. Código se dirigió a la casa de Pat Patri, la
bióloga había sido la primera infectada y, si Esther Claudio dijo la verdad,
los efectos de la planta en ella debían estar remitiendo, más desde que no
tenía contacto con Grisóstomo. La sacaría de allí con él antes de que los
efectos de aquel polvo se expandiera por todos los rincones y de nuevo
estuvieran todos, incluidos ellos, altamente envenenados de aquel extraño amor.
No era en esos momentos su principal preocupación, pero era una más. Debía
esquivar a los miembros de Galaxia Eléctrica, informar a la alcaldesa, sortear
a don Juan Manuel y a John Snow… Código lo ignoraba todo, a pesar de abrir los
ojos.
La casa de Pat Patri era un piso en un bloque alto.
Habitaba un ático que daba a un tejado ajardinado. Ella estaba en penumbra en
su casa, aún afectada en parte por los efectos de la planta, pero consciente de
sí misma y su realidad.
-Debemos Irnos Pat –le dijo Código entrando en tromba en
la casa en cuanto le abrió-. Recoge lo que necesites rápidamente. El polvo
amarillo se está expandiendo y yo tengo urgencia por cumplir con una nueva
misión.
-Código…
-No hay tiempo para explicarlo, Pat. Tenemos que irnos en
la Nereida, iremos a Indonesia y contactaremos con alguien de la Federación
allí. La polizonte existía, Pat. Yo…
bueno, ella existe.
-Código…
Código cogía las cosas por ella en una bolsa.
-Galaxia Eléctrica es algo gordo, muy gordo… No lo
imaginarás, pero no es lo que crees. Tengo que informar rápido –Código metió su
mano en el bolsillo donde había guardado el dispositivo de hologramas. No podía
enseñárselo, no sabía qué ocurriría si ella volvía a ver la imagen de
Grisóstomo. La necesitaba activa.
-Oye, Código, para –le dijo ella calmándole obligándole a
sentarse en una butaca con un suave empuje de sus manos sobre su pecho.
Ella se sentó
sobre sus rodillas frente a él, mirándole.
-No podemos parar, Pat. Vivimos engañados, nos están
utilizando. No sé muy bien para qué, pero esto podría ser el preludio de…
-Código…
-Ellos nos quieren gobernar.
Un mensaje le llegó a los transmisores oficiales de
Código.
-Código, debe personarse en el ayuntamiento. La señorita
Ma Ría Ría va a ser nombrada nueva alcaldesa, necesitamos que la traiga, no
responde a nuestras llamadas, se la ha visto con el señor Yogui en la
inauguración del Museo. El cónsul empresarial de galaxia Eléctrica nos informa
de que se está produciendo un vacío de poder. El nombramiento es de urgencia.
Ha ocurrido algo horrible. Creemos que la mafia ha asesinado a la alcaldesa Guillou.
Preséntese cuanto antes.
Código desconectó el transmisor, mirando como perdido
hacia Pat Patri.
-Código -dijo ella-, ¿qué más da?
-Es importante, Pat. No somos libres.
-¿Y qué podemos hacer, Código?
Los ojos de Pat estaban preciosamente brillantes. Su
toque de tristeza por la muerte de Grisóstomo dejaban en ella, tras bastantes
días, una sugerente invitación a abrazarla para que se sintiera protegida. La
sentía cercana. Su respiración movía su pecho acompasadamente, redundando en
aquel aura que la rodeaba de belleza frágil que pedía de él. Código la miró. La
miró profundamente a sus ojos, que eran las puertas a un alma que despertaba de
nuevo. Él pedía de ella. La miró a sus ojos con sus brillos extrañamente
amarillos, pero tan preciosamente atrayentes. Se dejó deslizar hacia el suelo
para sentarse de rodillas dejando que sus piernas rodearan las de ellas. Ella
le tocó las mejillas.
-Código, que ellos hagan sus guerras.
Y Código la besó y ella le besó y la ciudad flotante
siguió bajo las estrellas.
Hacía frío. El frío les acogía mientras los robots
caminaban entre los humanos. Se abrazaron para darse calor y se dieron calor.
No había nada más, sólo los alientos y unos labios húmedos, unas miradas y
calor. Toda la ciudad se besaba como ellos se besaban. Se besaban en cada calle, en cada casa. Desaparecían los unos en los otros. Nada había más importante. La ciudad que presidía
el hombre de bronce sobre su pedestal bajo las auroras galácticas, se besaba y
se daba calor. Sólo los robots desde sus despachos se preocupaban de generar frío. ¿A quién le importaba?
Relato completo por Daniel L.-Serrano "Canichu"
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