Me gusta disfrazarme, ya lo mostré en la Noticia 906ª en unos pocos disfraces. Y también en el Carnaval del año pasado. De todos los disfraces de mi vida, donde también están los de Sandokán y mosquetero francés, aunque esas fotos no están públicas, quizá el personaje que más se ha repetido es el de un personaje del Oeste norteamericano del siglo XIX, aunque nunca el mismo.
Este año me apetecía disfrazarme de pistolero forajido, un renegado de
los años inmediatamente posteriores al final de la Guerra de Secesión
Norteamericana (1861-1865), de los que aún conservaban una parte de su
uniforme. Y para ello me compré a un precio muy barato una gorra
confederada de soldado raso de caballería, que me enviaron de Estados
Unidos. Es curioso que las compras nos salgan más baratas exportándo las
mercancias así que comprándolas en nuestro propio país, con algunos
discos y películas me ha pasado lo mismo en el pasado. Nuestros
comerciantes deberían pensarlo y replantearlo. Quizá sea porque estuve
viendo Django, de Tarantino, y Lincoln,
de Spielberg, y que revisé algunos clásico más del Oeste estas semanas,
que estos pasados carnavales no sólo decidí este tipo de personaje,
sino que además convencí a una amiga mía, María Gómez,
para que nos disfrazaramos en conjunto. Así fue. Ella aceptó y eligió
libremente qué tipo de personaje sería que pudiera cuadrar con mi
compañía de veterano confederado reconvertido en forajido tras la
guerra. Ella se disfrazó de una mestiza comanche, aunque bien le pegaba
ser más una de esas niñas raptada y criada por los indios tras una
razzia en las praderas con alguna caravana de blancos hacia el Oeste.
Así pues, éramos dos personajes típicos de frontera de los que
existieron de verdad en la década de 1860, ya que los comanches, no
todos pero sí muchos, pasaron a ser forajidos cuando se pusieron en
guerra guerrillera al mando de Cochisen primero y Gerónimo después. Sea
como sea, nos he escrito un relato breve en una prosa poética. Os lo doy
a leer a continuación. Espero que lo disfrutéis.
DE ENTRE EL FUEGO
Es
extraño atravesar el viejo puente de piedra sobre el cauce del río que delimita
el pueblo. Pero hay que hacerlo, porque al otro lado, pese al viento que hacía
que hubiera de agarrarse el sombrero para que no cayera a la corriente y se lo
llevara el agua, estaba el pequeño cementerio cuyas lápidas eran comidas por la
hierba larga y el moho húmedo.
Algunos niños no recordaban ya quien era ella, aunque es cierto que quizá nunca tuvieron capacidad para recordarla cuando la vieron por primera vez hace años. Su aspecto les llamaba la atención, por eso la siguieron varios metros por detrás de ella, parándose a ratos, corriendo a otros ratos, siempre curiosos y desobedientes a sus madres, viudas que aún la recordaban.
Marian vestía con uno de aquellos sombreros altos de copa que tanto habían gustado a los hombres de ciudad de prósperos negocios, o, como el fallecido presidente, de trabajadas carreras políticas deseosas de respetabilidad. El suyo no se veía tan bonito y elegante. Sus alas estaban desgastadas y el resto estaba viejo y poco lustroso, incluso sucio del polvo de largos caminos a caballo a lo largo de las praderas del país, tal vez del lejano desierto. No era eso tan sólo lo que llamaba la atención a los ojos de los niños. Marian, rubia y de ojos azules, tenía la piel tostada por el sol, vestía una casaca oscura y una camisa blanca sobre la que diversos abalorios iban saltando a cada paso, colgados de su cuello. Vestía un cinturón muy colorido, indio, y lleno de tiras de cuero, pistola, bolsitas y cuchillo. Era todo esto de por sí muy llamativo, pero todavía más lo era que vestía pantalones y botas de hombre. Había llegado al pueblo en caballo, la vieron todos, pero sólo los niños la siguieron con atención. A sus madres no les gustó, pero es que en aquel sombrero había algo demasiado llamativo para sus curiosidades e imaginaciones inocentes, dos formidables plumas, o al menos lo fueron, de aspecto tan polvoriento como el sombrero, quizá más desordenadas al gusto del viento que su pelo.
Marian era comanche y también blanca. De niña olvidó que era blanca, de joven recordó que era comanche. La nación que le dio sus primeros entendimientos se hallaba en guerra en estos días que empezaban a ser años, pero ella se movía libremente librando sus propias guerras internas y sus batallas personales.
Pasó el puente de piedra dejando allí quietos a los niños, que eran llamados por sus madres ya con amenazas. Enfiló el camino de tierra delimitado con piedras con verdinas. La verja del cementerio estaba abierta. Gotas de Lluvia, ese era el primer nombre que recordaba haber tenido, buscaba a alguien.
Buscaba a Lobo Montañero. Así le había llamado en otra época. En realidad él se llamaba Daniel. No era indio. No había convivido con ellos. Se había criado en el Fairfax de Carolina del Sur. Cuando ella le conoció él tenía en sus ojos el fuego de las plantaciones y las enormes mansiones de los terratenientes ardiendo bajo enormes penachos de humo negro que lo invadían todo como las tropas de Sherman. Prendía en él el recuerdo de aquellos lugares por donde él vivió y que vio caer bajo el calor del castigo bélico. Caían cenizas de los cielos. Él no había tenido plantación alguna, ni venía de una familia con posibilidad de tenerlo, pero al grito del asalto a Fort Sumter había vivido en combate la muerte de muchos compañeros cuya lucha iba más allá del asunto de la esclavitud. Era Daniel un prófugo, un renegado que tras la guerra había viajado hacia el oeste perseguido por la ley. Con un guardapolvos y una pistola con la que vivir, cabalgó con un melancólico quepis confederado, más por aquellos que cayeron que por aquello por lo que se luchó. Tenía la barba tupida y negra, bien rizada, cuando Gotas de Lluvia le conoció, y pelo liso, castaño, greñudo, y siempre esos ojos, oscuros, muy dentro de sí, oscuros.
Muy lejos de allí, de aquel cementerio lleno de vida verde que trataba de apoderarse del gris de las lápidas, de aquel cementerio lleno de diminuta vida alimentada de la pasada vida, habían dejado juntos la huella profunda de su amistad. Hacia México, en El Paso, aún en tierras de Texas, los indios mescaleros les habían cobijado en su huída conjunta siempre hacia ningún lugar concreto. Allí lejos se conservaba su recuerdo más humano, en este otro pueblo del puente de piedra se guardaba su recuerdo más adusto. Las viudas lo sabían, y lo mascaban entre sus dientes mientras a empellones, no muy lejos de las lápidas, metían a sus hijos en casa, donde les esperaba largas regañinas llenas de razones que ellos no entenderían hasta muchos años después, cuando todo aquello sólo fueran imágenes en blanco y negro moviéndose sobre una sábana.
Aquellas películas que vieron los niños hechos adultos, tantos años después… Y aquel bandido disparando contra ellos, de largos bigotes y sombrero. La bala nunca llegaba. Veían el disparo contra ellos, pero nunca llegaba la bala. Atrapada en el blanco y negro, era un recuerdo más o menos divertido tras el primer susto y toda su emoción. Más atrapados tenían otros recuerdos que no eran recuerdos, si no más bien pensamientos de toda una vida vivida con las historias de sus madres en aquel pueblo del que un día emigraron. Y una sensación de un robo más profundo que el robo de un tren.
Gotas de Lluvia estaba allí, en el cementerio. Era su tiempo. Un tiempo confuso, de fracaso, pero de esperanza en algo que no se sabía porqué esperanzaba. La lápida de Daniel al fin estaba frente a ella, tras un paseo entre otras lápidas. Su encuentro no había sido como aquel otro, cuando en un paso de montaña le vio por primera vez, grisáceo, huyendo rápido gateando entre matojos enriscados, acosado por rastreadores que le disparaban sin apuntar. Un Lobo Montañero. Ella le dio cobijo bajo el resguardo de sus balas. Él se acurrucó en su cobijo sumando al silbido de sus disparos el de los suyos propios. Danzaron las balas de un lado a otro, risco arriba, risco abajo, hasta que al fin encontraron el modo de salir cabalgando de allí en el único caballo que ella portaba. Y cabalgaron por muchos caminos, en muchos cobijos. Cada senda fue una senda que marcó sus nombres. Y aquel pueblo, y después El Paso, y después, inevitablemente, magnéticamente, aquel pueblo de nuevo. Y el puente de piedra sobre el río que lo delimitaba. Siempre supieron que habrían de volver allí. Pese al calor de las hogueras nocturnas en caminos solitarios, pese a las mantas de viaje, pese a las serpientes a las que ahuyentar. Ningún lugar, ni tampoco ningún indio mescalero, sioux o comanche, ni tampoco ninguna promesa de libertad en una porción de tierra, apagaban el fuego brillante y oscuro de las cenizas de un pasado que viajaba con ellos, en los ojos de él, bajo la visera de ese quepis que a menudo ocultaban su cara, ayudada por la barba negra y oscura, rizada y cerrada, espesa, de un tiempo ya pasado.
Miles de hombres en el barro forjaron doce más, veintitrés para muchos, quizá en realidad siete.
La libertad tenía nuevos valores bajo el fuego eternamente ardiendo como en el Infierno, allá en Charleston. Los muertos se levantaban y le miraban. Pero ese día, cuando ella llegó al cementerio, los muertos dormían.
Ella trajo dos caballos, lo recordaban bien aquellos niños hechos mayores comentando la película sobre la sábana, una tarde que volvieron un día de acción de gracias. Ella trajo dos caballos, porque ellos los vieron. Salieron del cementerio dos personas. Una cripta estaba abierta. Lo supieron al otro día, porque aquel día, al atardecer, desde las ventanas de sus casas, ellos bien lo recordaban, más de uno miraba al puente de piedra sobre río que delimitaba al pueblo, y dos personas cabalgaban. Dos personas por las calles del pueblo, nadie más. Y se fueron aquella extraña mujer, y aquel hombre extraño de cara pálida, pómulos marcados, un guardapolvos, un sombrero y entre la mano caída que no sujetaba la brida, una vieja gorra que ya no se estilaba. Por allí marcharon sus recuerdos, que eran los de sus madres, y ella, no sabían muy bien si comanche, le guiaba.
Escrito por Daniel L.-Serrano "Canichu, el espía del bar"
Alcalá de Henares, 18 de febrero de 2013.Algunos niños no recordaban ya quien era ella, aunque es cierto que quizá nunca tuvieron capacidad para recordarla cuando la vieron por primera vez hace años. Su aspecto les llamaba la atención, por eso la siguieron varios metros por detrás de ella, parándose a ratos, corriendo a otros ratos, siempre curiosos y desobedientes a sus madres, viudas que aún la recordaban.
Marian vestía con uno de aquellos sombreros altos de copa que tanto habían gustado a los hombres de ciudad de prósperos negocios, o, como el fallecido presidente, de trabajadas carreras políticas deseosas de respetabilidad. El suyo no se veía tan bonito y elegante. Sus alas estaban desgastadas y el resto estaba viejo y poco lustroso, incluso sucio del polvo de largos caminos a caballo a lo largo de las praderas del país, tal vez del lejano desierto. No era eso tan sólo lo que llamaba la atención a los ojos de los niños. Marian, rubia y de ojos azules, tenía la piel tostada por el sol, vestía una casaca oscura y una camisa blanca sobre la que diversos abalorios iban saltando a cada paso, colgados de su cuello. Vestía un cinturón muy colorido, indio, y lleno de tiras de cuero, pistola, bolsitas y cuchillo. Era todo esto de por sí muy llamativo, pero todavía más lo era que vestía pantalones y botas de hombre. Había llegado al pueblo en caballo, la vieron todos, pero sólo los niños la siguieron con atención. A sus madres no les gustó, pero es que en aquel sombrero había algo demasiado llamativo para sus curiosidades e imaginaciones inocentes, dos formidables plumas, o al menos lo fueron, de aspecto tan polvoriento como el sombrero, quizá más desordenadas al gusto del viento que su pelo.
Marian era comanche y también blanca. De niña olvidó que era blanca, de joven recordó que era comanche. La nación que le dio sus primeros entendimientos se hallaba en guerra en estos días que empezaban a ser años, pero ella se movía libremente librando sus propias guerras internas y sus batallas personales.
Pasó el puente de piedra dejando allí quietos a los niños, que eran llamados por sus madres ya con amenazas. Enfiló el camino de tierra delimitado con piedras con verdinas. La verja del cementerio estaba abierta. Gotas de Lluvia, ese era el primer nombre que recordaba haber tenido, buscaba a alguien.
Buscaba a Lobo Montañero. Así le había llamado en otra época. En realidad él se llamaba Daniel. No era indio. No había convivido con ellos. Se había criado en el Fairfax de Carolina del Sur. Cuando ella le conoció él tenía en sus ojos el fuego de las plantaciones y las enormes mansiones de los terratenientes ardiendo bajo enormes penachos de humo negro que lo invadían todo como las tropas de Sherman. Prendía en él el recuerdo de aquellos lugares por donde él vivió y que vio caer bajo el calor del castigo bélico. Caían cenizas de los cielos. Él no había tenido plantación alguna, ni venía de una familia con posibilidad de tenerlo, pero al grito del asalto a Fort Sumter había vivido en combate la muerte de muchos compañeros cuya lucha iba más allá del asunto de la esclavitud. Era Daniel un prófugo, un renegado que tras la guerra había viajado hacia el oeste perseguido por la ley. Con un guardapolvos y una pistola con la que vivir, cabalgó con un melancólico quepis confederado, más por aquellos que cayeron que por aquello por lo que se luchó. Tenía la barba tupida y negra, bien rizada, cuando Gotas de Lluvia le conoció, y pelo liso, castaño, greñudo, y siempre esos ojos, oscuros, muy dentro de sí, oscuros.
Muy lejos de allí, de aquel cementerio lleno de vida verde que trataba de apoderarse del gris de las lápidas, de aquel cementerio lleno de diminuta vida alimentada de la pasada vida, habían dejado juntos la huella profunda de su amistad. Hacia México, en El Paso, aún en tierras de Texas, los indios mescaleros les habían cobijado en su huída conjunta siempre hacia ningún lugar concreto. Allí lejos se conservaba su recuerdo más humano, en este otro pueblo del puente de piedra se guardaba su recuerdo más adusto. Las viudas lo sabían, y lo mascaban entre sus dientes mientras a empellones, no muy lejos de las lápidas, metían a sus hijos en casa, donde les esperaba largas regañinas llenas de razones que ellos no entenderían hasta muchos años después, cuando todo aquello sólo fueran imágenes en blanco y negro moviéndose sobre una sábana.
Aquellas películas que vieron los niños hechos adultos, tantos años después… Y aquel bandido disparando contra ellos, de largos bigotes y sombrero. La bala nunca llegaba. Veían el disparo contra ellos, pero nunca llegaba la bala. Atrapada en el blanco y negro, era un recuerdo más o menos divertido tras el primer susto y toda su emoción. Más atrapados tenían otros recuerdos que no eran recuerdos, si no más bien pensamientos de toda una vida vivida con las historias de sus madres en aquel pueblo del que un día emigraron. Y una sensación de un robo más profundo que el robo de un tren.
Gotas de Lluvia estaba allí, en el cementerio. Era su tiempo. Un tiempo confuso, de fracaso, pero de esperanza en algo que no se sabía porqué esperanzaba. La lápida de Daniel al fin estaba frente a ella, tras un paseo entre otras lápidas. Su encuentro no había sido como aquel otro, cuando en un paso de montaña le vio por primera vez, grisáceo, huyendo rápido gateando entre matojos enriscados, acosado por rastreadores que le disparaban sin apuntar. Un Lobo Montañero. Ella le dio cobijo bajo el resguardo de sus balas. Él se acurrucó en su cobijo sumando al silbido de sus disparos el de los suyos propios. Danzaron las balas de un lado a otro, risco arriba, risco abajo, hasta que al fin encontraron el modo de salir cabalgando de allí en el único caballo que ella portaba. Y cabalgaron por muchos caminos, en muchos cobijos. Cada senda fue una senda que marcó sus nombres. Y aquel pueblo, y después El Paso, y después, inevitablemente, magnéticamente, aquel pueblo de nuevo. Y el puente de piedra sobre el río que lo delimitaba. Siempre supieron que habrían de volver allí. Pese al calor de las hogueras nocturnas en caminos solitarios, pese a las mantas de viaje, pese a las serpientes a las que ahuyentar. Ningún lugar, ni tampoco ningún indio mescalero, sioux o comanche, ni tampoco ninguna promesa de libertad en una porción de tierra, apagaban el fuego brillante y oscuro de las cenizas de un pasado que viajaba con ellos, en los ojos de él, bajo la visera de ese quepis que a menudo ocultaban su cara, ayudada por la barba negra y oscura, rizada y cerrada, espesa, de un tiempo ya pasado.
Miles de hombres en el barro forjaron doce más, veintitrés para muchos, quizá en realidad siete.
La libertad tenía nuevos valores bajo el fuego eternamente ardiendo como en el Infierno, allá en Charleston. Los muertos se levantaban y le miraban. Pero ese día, cuando ella llegó al cementerio, los muertos dormían.
Ella trajo dos caballos, lo recordaban bien aquellos niños hechos mayores comentando la película sobre la sábana, una tarde que volvieron un día de acción de gracias. Ella trajo dos caballos, porque ellos los vieron. Salieron del cementerio dos personas. Una cripta estaba abierta. Lo supieron al otro día, porque aquel día, al atardecer, desde las ventanas de sus casas, ellos bien lo recordaban, más de uno miraba al puente de piedra sobre río que delimitaba al pueblo, y dos personas cabalgaban. Dos personas por las calles del pueblo, nadie más. Y se fueron aquella extraña mujer, y aquel hombre extraño de cara pálida, pómulos marcados, un guardapolvos, un sombrero y entre la mano caída que no sujetaba la brida, una vieja gorra que ya no se estilaba. Por allí marcharon sus recuerdos, que eran los de sus madres, y ella, no sabían muy bien si comanche, le guiaba.
Escrito por Daniel L.-Serrano "Canichu, el espía del bar"
(Este relato tiene registro de autor bajo licencia creative commons,
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Je je, por fin soy uno de tus personajes, eso sí, es pura ficción, porque entre mi miedo a los caballos y a las armas...pero eso es lo que tienen los relatos
ResponderEliminarPues bienvenida al mundo Canichu, me alegra que te gustara tu personaje. Un saludo y que la cerveza te acompañe. En breve espero poder escribir otros relatos, no sé si por esta bitácora o en otros lugares.
ResponderEliminarJajaja, Canichu, tú no te disfrazas, es que construyes el personaje y lo contextualizas. Pasar unos carnavales contigo debe de ser lo más parecido a un master. Eso sí, en el sentido de "instruir deleitando". Saludos cerveciles.
ResponderEliminar¡Saludos cerveciles, hombre!
ResponderEliminarBueno bueno, que yo soy experta también disfrazando a la gente...este lo elegí yo solita mirando fotos y fotos...
ResponderEliminarsaludos
Tú elegiste tu disfraz, como es obvio. Yo me hice el mío. Nadie ha dicho otra cosa.
ResponderEliminarMaría, te hago extensiva mi admiración. Mujer, es que al que ciberconozco es a Canichu, por eso sólo le echaba flores a él. Pero el binomio veterano forajido y mestiza comanche debió de ser letal, jaja. Saludos.
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