jueves, febrero 18, 2010

NOTICIA 751ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (18)

Capítulo 18: la hidalguía de un crimen.

Camacho era un hombre joven y alto. Tenía media melena rubia. Ojos claros. Con una barba igualmente rubia. De modales intachables y refinados. Hijo de una modesta familia de nobles. Era un hombre que trabajaba como alcaide de la prisión de Veracruz. Pero en esos momentos no se encontraban en aquellos pasillos de muros gruesos y celdas de las que venían los olores de los excrementos de los presos, si no que se encontraba en una de las torres donde el gobernador de Veracruz solía alojar a sus visitas, entre ellas al Virrey de México. En lo más alto de aquella, habían albergado a la prisionera más recientemente llegada, la hidalga doña Patricia de Santamaría, extraditada por doble asesinato desde la Gobernación y Capitanía General de La Habana.

La mujer era joven y bella. Camacho, quería que se sintiera a gusto. Por ello la había hecho traer varios trajes, peines, algunos polvos para la cara, un espejo, incluso él mismo le había regalado una mantilla con tela de China que había comprado para otra dama que, en esos momentos, ya nunca la recogería de sus manos. Aún más, había puesto a su servicio a dos camareras que eran hijas de la aya que él tuvo de niño, Laura y Silvia Vega. Así, Laura solía encargarse de las cuestiones de la cámara más propiamente, como era poder hacer la cama, limpiar el suelo, mantenerla aireada, limpiar la ropa de la dama y otras cuestiones de este estilo, mientras Silvia ejercía en la cámara con unas funciones más cercanas a la propia Patricia de Santamaría, la vestía y desvestía, la preparaba y traía las diversas comidas de día, preparaba sus baños, incluso hubiera entregado su correspondencia si Patricia hubiera creído que le quedaba alguien en Veracruz a quien poder mandar una letras. Sin embargo, cerrar la puerta con llave y cerrojos era tarea de Camacho.

Desde que se había instalado a la dama allí se había interesado por su bienestar. Preguntaba por ella con frecuencia e iba a verla cuando tenía tiempo. Para él no había duda de que se trataba de una mujer de sangre pura y azul. Sin embargo, bien sabía de qué se la acusaba. Precisamente ese día la propia dama española le vio llegar a su torre prisión desde su ventana acompañada de un hombre de piel seca y enjuta, pelo cortado con gran esmero y ojos vivos, más inquietantes. Le conocía bien, era el juez especial para asuntos de la nobleza al que habían asignado su caso, don José Luis de Cardenete, caballero de la Orden de Alcántara. Era este un hombre de gran prestigio social, su nombre causaba respeto no por miedo, si no porque no había nadie en Veracruz que le encontrara tacha alguna en su contra. Era hombre respetabilísimo, aunque seco en su trato, franco con todo el mundo. Corría el rumor en la ciudad que decía que en caso de problemas bien valía tener a este hombre como testigo a su favor, pues sólo su palabra derrumbaba cualquier prueba que se pudiera aportar. Respetado al sumo, se decía, era el hombre que más menores de edad tenía a su cargo. Todo aquel que moría temprano sin demasiados medios en su vida, solía dejarle a él a cargo de sus hijos, como curador ad litem, y a todos los había aceptado bajo su amparo.

Camacho abrió la pesada hoja de madera doble de la cámara donde alojaron a Patricia de Santamaría. Asomó primero él por la puerta, mostrando los vivos colores verdes y rojos de su traje, seguido por el austero color negro del traje de Cardenete, clara señal, aquel oscuro color, de ser hombre de muchos caudales y poder. Saludaron a la dama con una pequeña reverencia de cabeza y haciendo el gesto de besar su mano. Camacho salió de la estancia, dejando a solas a la mujer y a su juez.

-Ya he llegado el día, señora, en el que sabremos quién es vos –dijo respetuoso, y tan austero como el negro de su traje, aquel juez.
-No me inquieta. Soy hija de mi querido y difunto padre. Hidalga.
-Así os avalan desde Cuba. No tengo porqué dudarlo más de los necesario en este caso. Pero su muerte, la de Patricia de Santamaría, se anunció en esta ciudad hace mucho tiempo. Por ella murió don Patricio de Santamaría.
-Mi padre murió por una insidiosa negligencia, por una fatal mentira de alguien infame. Yo soy yo, Patricia de Santamaría, y estoy en Veracruz.
-Si lo sois lo veremos en breve después de tantos días encerrada en este feo lugar. Siempre es feo el lugar donde uno no está libre, ¿no cree?
-Llevo tanto tiempo sin ser libre… -Patricia de Santamaría se sentó en una pequeña butaca de detalles cuidados de artesanía.
-Si sois quien decís, desde hace más de dos años.
-Yo soy.
-Aún con todo, si sois doña Patricia, aún quedará pendiente dilucidar sobre vuestros crímenes.
-Vuelvo a confesar: sólo maté a un hombre, no era mi marido. Aquel era un hombre vil y falaz…
-Ya, lo sé. Tengo su confesión escrita en su causa criminal. Yo mismo estoy ejerciendo de escribano en este caso. Si todo es cierto está en buenas manos, no se preocupe. Soy juez especial para asuntos nobiliarios, pero también abogado de los Reales Consejos de las Audiencias de su Majestad. Creo que sobre el segundo crimen que os imputa las declaraciones del padre jesuita Alejandro García y del comandante de la plaza de Miami, Raúl Armenteros, así como el informe trasladado del corregidor de La Habana, don Juan Manuel Jordán, con firma del gobernador y Capitán General de ese lugar, no tiene base. Ni siquiera sé porqué han pretendido juzgaros por algo que se basa en suposiciones. No me cabe duda, por la dignidad social de esas personas y por la cantidad de sangre que se dice que había en el bote, de que se salvo con ustedes una tercera persona que murió. Pero no sé de qué ni cómo murió. Así que estoy dispuesto a dejar fuera de vuestra mano ese crimen. Sin embargo, cerca de una decena de soldados españoles, más un jesuita, declararon y firmaron haber visto como mataba a un hombre de una forma brutal. De ese crimen no os puedo eximir.
-Pero ese hombre era mi raptor… era un hombre brutal… fue él quien… -Patricia de Santamaría ahogó sus palabras, a su mente vino el recuerdo de la lancha cuya existencia ella se negaba a querer admitirse a sí misma. No podía decir algo que la ahogaba en su ser reconocerla.
-Fue él quien ¿qué? –dijo interesado el juez acercándose a donde ella estaba sentada.
-Nada… Los holandeses me entregaron a los ingleses y este portugués, no sé porqué, viajaba con ellos… estaba en su barco, era un pirata.
-No era eso lo que iba a decir sobre él. Diga, declare. Sálvese.

Patricia de Santamaría ahogó en su garganta también el recuerdo de aquel portugués forzándola, violándola, vejándola, destrozando su vida quien se suponía que apareció en ella para llevarla a reconstituirla en Veracruz.

-Calla, sólo calla. No parece que se dé cuenta de la gravedad de su posición –dijo el juez Cardenete.

-Aquel hombre me tenía raptada… Decía que iba a traerme, pero quería extorsionar a mi padre… Era un pirata… y me hizo mal… mucho mal.
-Le hizo mal… -dijo el juez pensando la gravedad del tono de la voz en la última frase de ella-. ¿Sabe?, yo conocí a su padre. A vos no, no siendo consciente de sí, era vos una niña muy pequeña, demasiado pequeña, pero a su padre sí lo conocí bien. Hace muchos años. Ya no nos tratábamos, nos distanciamos, pero nunca tuvimos nunca afrenta el uno con el otro, simplemente la vida, a veces… puedes apreciar a alguien y por circunstancias de la vida dejar de ver a ese alguien sabiendo que si te lo encontrases sería como si fuera ayer… Somos ingenuos pensando así, pensando que te encontrarás a alguien mañana, la Muerte es taína, nunca sabremos cuando llegará. Era un buen hombre… Creo que Patricio no la criaría mal… su madrastra… No sé qué ocurrió e aquel bote donde llegó a Florida. Pero si usted es quien dice que es, yo mismo la avalaré para que sea libre. La muerte de aquel portugués la firmaré como un acto de necesidad para liberarse de un raptor pirata que la forzó –el juez inventó esta parte sin saber lo acertado que estaba en ella en cierto modo. La miró y vio como ella le miraba fija y blanca, se convenció entonces de la inocencia de la dama española a raíz de que realmente la hubieran forzado.

Camacho entró en ese momento en la cámara anunciando la llegada del testigo que esa mañana debía dar final a aquella parte de la instrucción del caso.

-Al fin sabremos quién es vos –dijo el juez, y mandó a Camacho hacer subir al testigo a aquella cámara en lo alto de la torre-. Espero que seáis doña Patricia de Santamaría, mi ofrecimiento sólo está hecho para esa jovencita hidalga, no para otra persona.

Patricia de Santamaría permanecía sentada en la butaca, junto al juez Cardenete, cuando entró de nuevo en la habitación Camacho y una dama, doña Alana Chamorro, la segunda esposa de su padre, su madrastra. Patricia de Santamaría la observó vivamente. Sentía la sangre alborotada por dentro, sin moverse de su asiento. Sabía, por boca de aquel odiable portugués, que ella había impedido que al buscasen, ignoraba la razón, pero era su madrastra, ahora allí, no tenía más remedio que identificarla.

-No es ella –dijo tan sólo aquella mujer de piel cuidada y traje bello.

El juez le dio las gracias mientras se iba acompañada del alcalde Camacho. Tan sólo esos segundos de reencuentro familiar sirvieron para que Patricia de Santamaría no fuese Patricia de Santamaría. Para que se abatiese en su pequeña butaca, sin apenas exteriorizarlo. Para que se sintiese traicionada y condenada. Para que se encontrase perdida con un destino tenebroso.

-Lo lamento mucho, señora. No nos dijo la verdad, parece –dijo el juez asumiendo una respuesta que debía registrar en la causa de modo legal, mientras sentía en su interior que la expresión de la dama antes de llegar doña Alana Chamorro a la cámara ya se había hecho identificar por sí misma. Pero había un procedimiento que respetar.
-¿Qué me ocurrirá? –preguntó Patricia de Santamaría regresando a su mutismo-. ¿Me decapitaréis por asesinato?
-No –contestó el juez especial para asuntos nobiliarios-. La decapitación es una muerte rápida reservada a la nobleza. Os ahorcaremos.

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