miércoles, febrero 17, 2010

NOTICIA 750ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (17)

Capítulo 17: jurisdicciones.

La Capitanía General de Santiago de Cuba recibió a los evacuados de Miami con gran pereza. Ni siquiera dejaron desembarcar a la gente del barco. Su mayor preocupación en esos momentos consistía en mantener a raya tanto a los filibusteros de la Hermandad de la Costa en el mar, como a los propios españoles cubanos que traficaban con ellos secretamente en tierra. Era una administración demasiado sobrecargada de problemas de defensa, tanto militar como económica, llena de corrupción por otro lado. Tomaron la decisión de mandar el barco a la Gobernación y Capitanía General de La Habana. Allí se dirigió el barco. Por ello Patricia de Santamaría se encontraba ahora en una mazmorra de las fortalezas de La Habana. Insalubre y húmeda, llena de suciedad y ratas en la penumbra; la dama se encontraba allí en un mutismo tal que era como si no se encontrara.

El Gobernador y Capitán General de La Habana, don Francisco Riaño y Gamboa, había aceptado a los evacuados de Miami, pero tenía los mismos problemas acuciantes que el Capitán General de Santiago de Cuba. No deseaba entretenerse en el caso enmarañado de una mujer desquiciada cuyo crimen se había producido muy lejos de la isla de Cuba. El expediente de pleito criminal al que se dio inicio ya tenía en su comienzo varios folios, rellenados sólo intentando dirimir qué autoridad debía instruir la causa. En los últimos tiempos su gobernación no sólo tenía problemas con toda especie de piratería o con los traficantes y contrabandistas de entre los propios españoles de la isla, las guerras en Europa cada vez tenían más consecuencias en el Caribe. Hasta los portugueses, se rumoreaba, podían terminar siendo un peligro en ese momento. Eran demasiadas preocupaciones de Estado para sumarle un inconveniente y enmarañado caso penal. Era un regalo envenenado de Miami, plaza a la que ni siquiera se le podía devolver a la prisionera. Nadie confiaba en que se pudiera mantener aquel lugar para finales de año. Finalmente, varios meses después de la llegada a La Habana de aquella mujer encerrada en las mazmorras de la ciudad, el Gobernador y Capitán General de La Habana decidió darle poderes a un corregidor de la ciudad, Juan Manuel Jordán, para llevar el caso.

Juan Manuel visitó a Patricia de Santamaría en su mazmorra. Volvía de ella a su casa en un carro de mano llevado por dos siervos negros suyos. Le costó bajar de ella. Hacía un par de semanas que creía tener gota. Le costaba caminar un poco, pero no se lo había comentado a su esposa. Precisamente había regresado de la fortaleza que retenía a la dama española de manera precipitada hacia su casa cuando le hicieron llegar la noticia del nacimiento de su nueva hija en esos momentos. Cuando entró en su casa, renqueando un poco, su ama de llaves le recibió con un gran recibimiento de felicidad. Subió la escalera principal hacia el dormitorio matrimonial, donde estaba Ana Pescador, su esposa, con la recién nacida Araceli en sus brazos. Las comadronas salieron cuando él entró, todas sonrientes y dándole sus felicitaciones.

-¿Cierro la puerta? –preguntó Cristina Luna, el ama de llaves.
-Sí, pero quédese, por favor –le contestó el corregidor acercándose a su esposa intentando disimular su cojera.

El ama de llaves cerró la puerta mientras él se sentaba en una silla colocada cerca de la cabecera de la cama. Ana Pescador le acercó con ternura a la pequeña Araceli, que había dejado de llorar tiempo antes de la llegada de su padre al hogar. Juan Manuel Jordán la cogió en brazos con gran cuidado. Sus movimientos torpes, afectados por el efecto de los dolores al caminar para haber llegado hasta su esposa e hija, se dejaron llegar hasta sus brazos. El ama de llaves se acercó a ellos y le ayudó al corregidor a coger en brazos a la niña. Ana Pescador no había tenido tiempo para sospechar de los dolores de su esposo, pero hacía días que todo el servicio de la casa tenía la intuición de su existencia.

-Se parece a ti, Ana –dijo el corregidor después de besar a su hija.
-Aún es muy pequeña para parecerse a nadie –Ana le cogió de la mano sin inducirle a soltarla del bebé-. Nuestra pequeña Araceli en muy guapa… ¿se llamará Araceli, verdad?
-Sí, te lo prometí. Se llamará como tu hermana.
-¿Dónde fuiste? No estabas en casa.
-Me llamó el Gobernador para que instruya un caso en su nombre.
-Eso fue ayer. ¿Por qué no estuviste hoy?
-Ana, me hubiera gustado estar. Mírala, parece que supiera que no tiene nada que temer con sus padres, ¿has visto como se acurruca en mis brazos?
-Acaba de nacer.
-Sí…

Ana miró a su esposo con cierta ternura mientras él miraba a la niña, queriendo rellenar su autoestima ante el prodigio de la vida dijo:

-Seguro que ya sabe que su padre es la ley.
-La ley… la ley es delicada, Ana –dijo el corregidor cambiando de postura con un ligero gesto de dolor.
-Permítame, señor –dijo Cristina Luna cogiendo a la pequeña Araceli al comprender que su señor no lo estaba pasando bien-. Si me permiten los señores voy a lavarla bien. Es hora de su primer baño.
-Sí, ves –dijo Ana desde la cama.

Cristina Luna abandonó la habitación con la niña, dejando que así pudieran hablar.

-¿Por qué no estuviste en casa? –preguntó de nuevo Ana Pescador.
-Tenía que ir a las mazmorras… el pleito que me ha dado es especial.
-¿No es otro pirata o un ladrón?
-No. Es una mujer. Según un jesuita que la rescató del mar en Miami mató a su esposo y a otra persona que no conocemos.
-Una mujer… y en esas mazmorras llenas de…
-Ella también ha matado.
-Entonces no es un caso muy distinto, es una mujer, pero también es una asesina, ¿por qué tenías que ir a verla justo hoy? Hubiera querido que estuvieses aquí, esperando en la sala de al lado… o aquí, conmigo.
-¿Contigo? ¿Y qué haría yo con las comadronas?
-Nada, sólo estar conmigo.
-Ana –el corregidor besó la frente de su esposa cogiéndola mejor de la mano-, tenía que ir. No es normal encontrar mujeres asesinas. Además, ha servido de algo verla. La he reconocido. La vi hace muchos años, era muy joven, pero la reconocí, y ella lo confirmó. Y tú también la conociste, de niña.
-¿Y quién es?
-Doña Patricia de Santamaría.
-¿Patricia de Santamaría? Pero si estaba…
-Sí, muerta. Pero como ves no es así. He sido el primero en identificarla. Nadie más lo sabe aún, pero debo escribirlo. Daré fe esta noche, cuando me hagan llegar toda la documentación del pleito a mi despacho con el escribano.
-Le dijiste…
-Sí.
-Y…
-Mal.
-¿Qué ocurrió?
-Cuando dije su nombre ella se levantó y vino a la reja. Se agarró a ella y me miró. Dijo: “sí, soy yo”. Me presenté como me corresponde y la saludé como la dama que es, pues aunque sea una rea es noble y se la debe un respeto. Ella se veía ya libre, pero le dije las acusaciones que pesaban sobre ella.
-Claro…
-Confirmó que mató al hombre que iba con ella, pero no que fuese su marido. Tampoco confirmó la muerte de la persona del bote en la que se salvaron. En ese momento se perturbó, se mutó. Eso no es buena señal. He interrogado ya a muchos criminales, hijos de mala madre, y buena parte de ellos cambian así su carácter cuando les mencionas un crimen que al final se resuelve que realmente cometieron.
-Es una asesina, pues.
-Fue secuestrada por los piratas cuando iba a su casamiento hace algo más de un par de años. El hombre que admitió matar no podía ser su marido, sin embargo…
-Sin embargo…
-Sin embargo ese hombre no era holandés ni inglés, era portugués. ¿Qué hacía con un portugués? Tengo mis dudas. La liberaría por falta de pruebas y testigos. No sé quién era el portugués, pero lo cierto es que nuestras últimas noticias es que estaba raptada por los Jimis. Si esa mujer hubiese hablado más… Después de mutar su carácter al mencionar a la persona que murió en el bote, dijo que quería volver con su padre en Veracruz.
-Y se lo dijiste entonces…
-Sí. Le dije que un barco de Santiago de Cuba trajo hace mucho tiempo la noticia de su muerte a su padre y que este murió al conocerla. Entonces se fue al fondo de la celda, se sentó y no volvió a hablar ni ha hacer gesto alguno.
-Pobre.
-Deberías haberla visto. Era una auténtica alma en pena. Allí, en aquel lugar tan…
-Pero ahora estás conmigo y con Araceli –le dijo cariñosamente Ana besándole la mano.
-Me preocupa esa hidalga. Yo conocía a su padre.
-Indúltala.
-¿Indultarla? ¿Me has escuchado su historia y mis dudas?
-Indúltala. Hazlo como regalo para mí, por el nacimiento de nuestra hija. He leído que los antiguos Césares indultaban presos.
-Yo no soy César –dijo sonriendo el corregidor-. No puedo indultarla. El Imperio tiene sus leyes…
-¿Y qué es la ley si no contiene justicia? Dices que la conoces, y que conocías a su padre. Dices que la liberarías porque no crees que mató a su marido, piensas que ese portugués era su raptor. Y el otro crimen, no sabes nada sobre él y se lo imputas…
-Lo dijo un sacerdote.
-¿Y qué?
-Es un hombre de Dios.
-Y vos, mi esposo, y vos, y todos los días tomáis decisiones de justicia.
-Ana, estáis débil aún. Tú no conoces el funcionamiento preciso de nuestras leyes, no es tan fácil… Hay que aclarar muchas cosas, y todas llevan un proceso minucioso…
-Como os gusta a los hombres perderos en palabrerías y no observar las evidencias.
-No es eso… ni siquiera sé si corresponde a La Habana juzgarla, pero Miami no podría hacerse cargo de ella. Ni tan siquiera sé si yo tengo jurisdicción sobre ella, es noble y mi autoridad nunca ha llegado hasta ellos… sólo el gobernador.
-Pero el gobernador delegó en ti el caso.
-Sí, pero él no sabía quien era ella.
-¿Por qué no se lo dices ahora y que se haga cargo él?
-Debería, pero temo por esa dama si lo hago. Creo que quiere quitarse el caso lo antes posible de encima. Se podría cometer una injusticia.
-Ah, ah, ah… querido esposo, acabo de dar a luz y no paráis de marearme con vuestro trabajo.
-Pero si has preguntado tú…
-No para recibir sólo problemas y objeciones a todo lo que os propongo para ayudaros.
-Ana…
-No –Ana Pescador le soltó la mano-. Queréis dejar de quejaros. Acabáis de ser padre.
-Es cierto. No te enfades.
-No me enfadaré si nos hacéis un regalo a Araceli y a mí.
-Está bien.
-Ya que no podéis devolver a esa dama a Miami, ni queréis devolverla al Gobernador, y ya que es noble y dudáis de vuestra jurisdicción, extraditadla al único lugar al que podéis y dejad de preocuparos para disfrutar de vuestra familia.
-No puedo hacer eso…
-¡Ni siquiera habéis estado en casa mientras daba a luz a vuestra hija! ¡No me regateéis!
-Está bien, está bien –dijo el corregidor queriendo tranquilizar a su mujer y volviéndola a coger de la mano-. ¿Y a qué lugar os referís?
-Es hidalga de Veracruz. Mandadla a Veracruz.

Cristina Luna volvió a entrar en el dormitorio con un pequeño refrigerio en una bandeja de plata. Los esposos se lo agradecieron. Patricia de Santamaría volvería a Veracruz, donde ya no vivía su padre.

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