Bueno, pues me animo a colgar el relato que no ganó Jóvenes Creadores de Alcalá de Henares 2008, a sabiendas que una vez publicado ya no se puede volver a presentar a ningún otro concurso. Pero prefiero que lo lea quien desee leerlo. El relato es totalmente ficción aunque haya usado imágenes inspiradas en mis viajes por Cataluña. Un saludo y que la cerveza os acompañe.
Troya
La gente se daba baños con su piel llena de moluscos incrustados, se caían en el fragor del combate del barco. Hacia ningún rumbo se caían, y no nadaban por no ir a la deriva. Las facturas de sus casas, de sus coches, de sus familias, lo que se dice más o menos de sus vidas, les ahogaban. Eran como un ejército de cangrejos, trabajadores en retirada de todo aquello que fue esperanza. Lo material ganó camino a los sentimientos y quién no se ahogó en el mar lo hizo en el desierto de la sociedad. Miles de niños se suicidaban siguiendo el ejemplo de miles de padres. Miles de madres callaban. Se llenaban las calles de vehículos arrastrados por demasiados despertares de madrugada. Paseíllos que ametrallaban a los más despiertos en las cadenas de producción de los bares y las fábricas. Eran los colegios los lugares de distorsión de la inocencia por la utilización. Las bandearas ondearon por hacer jirones de masas contra masas a este mundo de desolación. Cinco hombres mataron a cinco hombres y cinco mujeres culparon a cinco mujeres. Y en el fondo de todo, la culpa era de las máquinas de hacer dinero, personas que, por las grandes casas donde vivían, sus muros no les dejaban ver las pequeñas y caras casas. Corría la sangre por los ríos de la vida, alguna se secaba, otra zigzagueaba, otra hubo desbocada, y otra recta en la obediencia del surco de años en la tierra, y aún alguna era ennegrecida, pero todas eran, en el origen, sangre humana. Eran los engranajes los que hacían la máquina, era el tren el que se hundía en las aguas donde los raíles descarrilaban y las cigarreras se vendían. Nada nació para sembrar cizaña, salvo algunas miradas, y era la de ella tan atractiva como el humo del fuego de las más selectas plantas. “Bebe”, dijo, “de mi copa”, y todos bebieron y todos se embriagaron y embriagados de ella, todos se ahogaron.
Los taburetes altos estaban colocados a lo largo de la barra del bar de forma desorganizada. Sobre la barra los servilleteros acompañaban, mal ladeados, algunos vasos y copas con posos de bebidas, junto a platillos con servilletas de papel arrugadas y con grasa. Al fondo tres obreros fumaban con sus cervezas medio vacías mientras hablaban, allá, donde acababa la barra. El ventanal con el nombre del bar, al otro lado de la barra donde estaban los obreros, sólo mostraba la oscuridad de la noche. Iluminaban el local las bombillas eléctricas y los fluorescentes reflejados en los espejos con marcas de manos, acompañados de la música de un programa de televisión.
El hombre del ventanal daba tragos y daba sorbos. Al mediodía muchos inocentes perdieron su trabajo y con ello ganaron grandes incertidumbres en sus vidas, mientras un jefe, no un jefe, sino un patrón, un encargado de un patrón en su renegada realidad de encargado de patrón y sus imaginadas fantasías de jefe director, se iba haciendo cada vez más y más culpable, mientras daba finiquitos y se finiquitaba.
Se marchó a Troya, no quiso volver a Ítaca, no preguntaron por él, estaba harto. Atravesó el pantano oscuro llamado La Noche. Las ballenas pasaron lamentándose a su lado separadas de él por un cristal… Eran como camiones de combustible y transportes pasando demasiado cerca de un autobús. Las tripas de su ballena de cristal eran oscuras y llenas de gente. Ante sus ojos había imágenes de guerra intergaláctica… que ya había visto demasiadas veces. Comandos especiales matando gente con su espada, mientras todo acabaría con dos ejércitos solucionándolo todo con las armas más sofisticadas. No parecía una guerra con víctimas civiles, pero las tendría… se intuyen en un planeta explotando. La tripa de la ballena le escupió con sus compañeros de tripa de ballena por un momento y un argentino se afanó en buscar un bocadillo. Le guió… Pero la ballena les comió y les durmió en sus tripas hasta las seis de la mañana, cuando le volvió a dar por vomitarles.
La nueva ciudad estaba allí, entre el sueño y el despertar.
Vomitado en una ciudad donde nunca estuvo. Donde no conocía a nadie. Una ciudad donde era de día ya, pero todo el mundo dormía.
La torre cambiaba de colores según se movía él y la luz del Sol incidiendo en ella de distinto modo a cada paso que daba en torno a la torre. Es ovalada y alta, reciente en el tiempo, famosa en las más modernas fotografías y postales. Colocada como si fuera un guía para los viajeros de la Estación del Norte, no deja olvidar que su piel de cristal y metacrilato encierra entrañas enmarañadas en los billetes y las monedas que atrapan en espiral a sus habitantes por horas asalariadas. Invita a atravesar el parque de la Estación del Norte e invita a mirarla, coqueta en su mutar de brillos dispares. Una larga avenida la coloca en posición de enseñar el camino al templo inacabado. Aquel castillo de arena de playa medio deshecho en sus torres y agujas por el agua caída, por vertida sobre él, en su infancia.
Él compró un mapa en un quiosco de prensa, aún con todo, y lo encerró en su pesada mochila de viajero sin vuelta atrás. Encontró una franquicia de cafés y zumos y entró a desayunar mientras los camareros aún estaban preparando el local para el resto de clientes que, a diferencia de él, desayunarían para trabajar. No recibió una buena acogida, aunque su dinero era acogido igual que si lo hubiera tenido. Se introdujo en las entrañas de la serpiente suburbana y salió cuando serpenteaba bajo la Ciudad Universitaria. Entró en los servicios de la Facultad de Ciencias Económicas, se lavó y cagó. De vuelta a introducirse en las fauces de la serpiente suburbana, esta vez se dirigía a algún sitio del centro de la ciudad
Barcelona. No quedaba tiempo, se agotó en el reloj. La vida marchaba, entretanto, los autobuses pasaban. La gente le pasaba por delante. Troya era extraña. No, ya no había tiempo. No era él, lo parecía, pero no era él. Alguien le dijo adiós, lo agradeció; le clausuró. Colón apuntaba al Mediterráneo. Las Ramblas le apuntaban a él. Barbas largas, extranjeros llenos de alcohol. Pintores de cuadros. Puestos de flores. Mimos parados esperando unas monedas. Soledad en el bullicio. Vagabundos. Los periódicos anunciando nuevos tanques en viejas guerras.
Él llegó al centro de la ciudad sin problemas, pero perdido. Un nuevo comienzo puede ser un nuevo trabajo, pero en lugar de eso, a veces es el final de la calle Sant Pau. No por el cuartel donde la guardia civil aparcaba sus coches, si no por las mujeres que atravesaron el Atlántico y se combinaban con las que atravesaron las montañas. Esperaban combinadas a la pesca de incautos que, creyéndose dominadores de la situación, son necesitados de ser dominados.
Los vagabundos de perros sucios ofrecían comprar drogas que se puedan consumir en sueños góticos. Él pasaba desapercibido entre su propia suciedad. Pronto llegó a la estatua del hombre que señala un lugar en el horizonte, mientras sus pies se aferran a Las Ramblas
En la pensión todas las habitaciones gemían, tal vez resentidas por su suerte como habitaciones de pensión.
Tibidabo. Un bosque lleno de turistas. Jabalíes rodeados por caminos de paso. El camino hay que buscarlo, sin planteárselo. Subidas y bajadas de montaña Tibidabo.
Gerona. Otras nubes, otros montes, las calles nocturnas resintiendo ecos de voces en las calles góticas que llegaban al balcón de aquella habitación del tercer piso casi mano con mano con el del otro bloque de casas de al lado. A veces se gana y a menudo se pierde.
Ella abrió los ojos poco después, cuando ya no tenía más dinero que gastarse en las máquinas tragaperras y la ruleta francesa. Abrió la puerta de su casa y se fue a pasear a la rambla. Al principio había trabajado en una gasolinera, dando de beber a todos aquellos seres mecánicos que se empeñaban en ser sumisos a los humanos, hasta que enloquecían y se mataban como bien podían y con ellos mataban o malherían a sus amos, aferrados al mando que les otorgaba los volantes y las palancas de cambio. Luego trabajó en la barra de un bar, dando de beber a los amos de los seres mecánicos, que planeaban como matar a sus transportes más enraizados a sus pies y a sus manos. La soledad la llevó a jugar allá donde otros jugadores se arrinconaban a su lado. La compañía del lugar jugó su suerte y la arruinó. Ahora, sola como siempre (se engañó mientras jugaba), arruinada, abría la puerta de su casa y se iba a pasear a la rambla, pero se fue a Barcelona.
Barcelona. Otras Ramblas. Ella le vio a él. Se ofreció. Fueron a una pensión donde todas las habitaciones gemían resentidas por su suerte. Tibidabo.
Pasó la hora pagada, aunque habían terminado antes. Se habían quedado hablando. Ninguno de los dos era profesional en la venta y en la compra. Se conocieron atropelladamente. Se compadecieron, aún no se gustaron, pero se atraían demostrándose su falta de profesionalidad. Ella prefirió no vender, él hubiera pagado sin querer comprar. Un pequeño saltamontes entró por la ventana. Se posó en el pelo de él, ella quiso cogerlo. Él se quedó quieto. El saltamontes saltó al pelo de ella. Se fue. Era una señal. Se gustaron. Se miraron.
Aquello era Troya. Aquella era Helena. Las naves estaban quemadas o perdidas. Nadie quiso regresar a Ítaca. Troya.
El camino es largo, inexistente.
La gente se daba baños con su piel llena de moluscos incrustados, se caían en el fragor del combate del barco. Hacia ningún rumbo se caían, y no nadaban por no ir a la deriva. Las facturas de sus casas, de sus coches, de sus familias, lo que se dice más o menos de sus vidas, les ahogaban. Eran como un ejército de cangrejos, trabajadores en retirada de todo aquello que fue esperanza. Lo material ganó camino a los sentimientos y quién no se ahogó en el mar lo hizo en el desierto de la sociedad. Miles de niños se suicidaban siguiendo el ejemplo de miles de padres. Miles de madres callaban. Se llenaban las calles de vehículos arrastrados por demasiados despertares de madrugada. Paseíllos que ametrallaban a los más despiertos en las cadenas de producción de los bares y las fábricas. Eran los colegios los lugares de distorsión de la inocencia por la utilización. Las bandearas ondearon por hacer jirones de masas contra masas a este mundo de desolación. Cinco hombres mataron a cinco hombres y cinco mujeres culparon a cinco mujeres. Y en el fondo de todo, la culpa era de las máquinas de hacer dinero, personas que, por las grandes casas donde vivían, sus muros no les dejaban ver las pequeñas y caras casas. Corría la sangre por los ríos de la vida, alguna se secaba, otra zigzagueaba, otra hubo desbocada, y otra recta en la obediencia del surco de años en la tierra, y aún alguna era ennegrecida, pero todas eran, en el origen, sangre humana. Eran los engranajes los que hacían la máquina, era el tren el que se hundía en las aguas donde los raíles descarrilaban y las cigarreras se vendían. Nada nació para sembrar cizaña, salvo algunas miradas, y era la de ella tan atractiva como el humo del fuego de las más selectas plantas. “Bebe”, dijo, “de mi copa”, y todos bebieron y todos se embriagaron y embriagados de ella, todos se ahogaron.
Los taburetes altos estaban colocados a lo largo de la barra del bar de forma desorganizada. Sobre la barra los servilleteros acompañaban, mal ladeados, algunos vasos y copas con posos de bebidas, junto a platillos con servilletas de papel arrugadas y con grasa. Al fondo tres obreros fumaban con sus cervezas medio vacías mientras hablaban, allá, donde acababa la barra. El ventanal con el nombre del bar, al otro lado de la barra donde estaban los obreros, sólo mostraba la oscuridad de la noche. Iluminaban el local las bombillas eléctricas y los fluorescentes reflejados en los espejos con marcas de manos, acompañados de la música de un programa de televisión.
El hombre del ventanal daba tragos y daba sorbos. Al mediodía muchos inocentes perdieron su trabajo y con ello ganaron grandes incertidumbres en sus vidas, mientras un jefe, no un jefe, sino un patrón, un encargado de un patrón en su renegada realidad de encargado de patrón y sus imaginadas fantasías de jefe director, se iba haciendo cada vez más y más culpable, mientras daba finiquitos y se finiquitaba.
Se marchó a Troya, no quiso volver a Ítaca, no preguntaron por él, estaba harto. Atravesó el pantano oscuro llamado La Noche. Las ballenas pasaron lamentándose a su lado separadas de él por un cristal… Eran como camiones de combustible y transportes pasando demasiado cerca de un autobús. Las tripas de su ballena de cristal eran oscuras y llenas de gente. Ante sus ojos había imágenes de guerra intergaláctica… que ya había visto demasiadas veces. Comandos especiales matando gente con su espada, mientras todo acabaría con dos ejércitos solucionándolo todo con las armas más sofisticadas. No parecía una guerra con víctimas civiles, pero las tendría… se intuyen en un planeta explotando. La tripa de la ballena le escupió con sus compañeros de tripa de ballena por un momento y un argentino se afanó en buscar un bocadillo. Le guió… Pero la ballena les comió y les durmió en sus tripas hasta las seis de la mañana, cuando le volvió a dar por vomitarles.
La nueva ciudad estaba allí, entre el sueño y el despertar.
Vomitado en una ciudad donde nunca estuvo. Donde no conocía a nadie. Una ciudad donde era de día ya, pero todo el mundo dormía.
La torre cambiaba de colores según se movía él y la luz del Sol incidiendo en ella de distinto modo a cada paso que daba en torno a la torre. Es ovalada y alta, reciente en el tiempo, famosa en las más modernas fotografías y postales. Colocada como si fuera un guía para los viajeros de la Estación del Norte, no deja olvidar que su piel de cristal y metacrilato encierra entrañas enmarañadas en los billetes y las monedas que atrapan en espiral a sus habitantes por horas asalariadas. Invita a atravesar el parque de la Estación del Norte e invita a mirarla, coqueta en su mutar de brillos dispares. Una larga avenida la coloca en posición de enseñar el camino al templo inacabado. Aquel castillo de arena de playa medio deshecho en sus torres y agujas por el agua caída, por vertida sobre él, en su infancia.
Él compró un mapa en un quiosco de prensa, aún con todo, y lo encerró en su pesada mochila de viajero sin vuelta atrás. Encontró una franquicia de cafés y zumos y entró a desayunar mientras los camareros aún estaban preparando el local para el resto de clientes que, a diferencia de él, desayunarían para trabajar. No recibió una buena acogida, aunque su dinero era acogido igual que si lo hubiera tenido. Se introdujo en las entrañas de la serpiente suburbana y salió cuando serpenteaba bajo la Ciudad Universitaria. Entró en los servicios de la Facultad de Ciencias Económicas, se lavó y cagó. De vuelta a introducirse en las fauces de la serpiente suburbana, esta vez se dirigía a algún sitio del centro de la ciudad
Barcelona. No quedaba tiempo, se agotó en el reloj. La vida marchaba, entretanto, los autobuses pasaban. La gente le pasaba por delante. Troya era extraña. No, ya no había tiempo. No era él, lo parecía, pero no era él. Alguien le dijo adiós, lo agradeció; le clausuró. Colón apuntaba al Mediterráneo. Las Ramblas le apuntaban a él. Barbas largas, extranjeros llenos de alcohol. Pintores de cuadros. Puestos de flores. Mimos parados esperando unas monedas. Soledad en el bullicio. Vagabundos. Los periódicos anunciando nuevos tanques en viejas guerras.
Él llegó al centro de la ciudad sin problemas, pero perdido. Un nuevo comienzo puede ser un nuevo trabajo, pero en lugar de eso, a veces es el final de la calle Sant Pau. No por el cuartel donde la guardia civil aparcaba sus coches, si no por las mujeres que atravesaron el Atlántico y se combinaban con las que atravesaron las montañas. Esperaban combinadas a la pesca de incautos que, creyéndose dominadores de la situación, son necesitados de ser dominados.
Los vagabundos de perros sucios ofrecían comprar drogas que se puedan consumir en sueños góticos. Él pasaba desapercibido entre su propia suciedad. Pronto llegó a la estatua del hombre que señala un lugar en el horizonte, mientras sus pies se aferran a Las Ramblas
En la pensión todas las habitaciones gemían, tal vez resentidas por su suerte como habitaciones de pensión.
Tibidabo. Un bosque lleno de turistas. Jabalíes rodeados por caminos de paso. El camino hay que buscarlo, sin planteárselo. Subidas y bajadas de montaña Tibidabo.
Gerona. Otras nubes, otros montes, las calles nocturnas resintiendo ecos de voces en las calles góticas que llegaban al balcón de aquella habitación del tercer piso casi mano con mano con el del otro bloque de casas de al lado. A veces se gana y a menudo se pierde.
Ella abrió los ojos poco después, cuando ya no tenía más dinero que gastarse en las máquinas tragaperras y la ruleta francesa. Abrió la puerta de su casa y se fue a pasear a la rambla. Al principio había trabajado en una gasolinera, dando de beber a todos aquellos seres mecánicos que se empeñaban en ser sumisos a los humanos, hasta que enloquecían y se mataban como bien podían y con ellos mataban o malherían a sus amos, aferrados al mando que les otorgaba los volantes y las palancas de cambio. Luego trabajó en la barra de un bar, dando de beber a los amos de los seres mecánicos, que planeaban como matar a sus transportes más enraizados a sus pies y a sus manos. La soledad la llevó a jugar allá donde otros jugadores se arrinconaban a su lado. La compañía del lugar jugó su suerte y la arruinó. Ahora, sola como siempre (se engañó mientras jugaba), arruinada, abría la puerta de su casa y se iba a pasear a la rambla, pero se fue a Barcelona.
Barcelona. Otras Ramblas. Ella le vio a él. Se ofreció. Fueron a una pensión donde todas las habitaciones gemían resentidas por su suerte. Tibidabo.
Pasó la hora pagada, aunque habían terminado antes. Se habían quedado hablando. Ninguno de los dos era profesional en la venta y en la compra. Se conocieron atropelladamente. Se compadecieron, aún no se gustaron, pero se atraían demostrándose su falta de profesionalidad. Ella prefirió no vender, él hubiera pagado sin querer comprar. Un pequeño saltamontes entró por la ventana. Se posó en el pelo de él, ella quiso cogerlo. Él se quedó quieto. El saltamontes saltó al pelo de ella. Se fue. Era una señal. Se gustaron. Se miraron.
Aquello era Troya. Aquella era Helena. Las naves estaban quemadas o perdidas. Nadie quiso regresar a Ítaca. Troya.
El camino es largo, inexistente.
Por Daniel L.-Serrano, escrito en Marzo-Abril de 2008, presentado a concurso y posteriormente unido a un libro de recopilación de relatos cortos propio.
Siempre me ha gustado ese universo un tanto onírico y loco que alcanaste en prosa hace ya algunos años. Ya sabes que los concursos no miden el talento de nadie, aunque sea un flaco consuelo
ResponderEliminarMuy buen relato, aunque no te lo hayan premiado (soy de las que creen que generalmente los premios tienen sus dueños antes de que se presenten todos los concursantes).
ResponderEliminarEsos recorridos por Barcelona, los detalles de la ciudad, de sus bares, de sus Ramblas... qué bien intuiste lo que ahí está.
Gracias por compartirlo.
Un abrazo.
DOCTOR SPAWLDING: Sí que se sabe, sí... creo que fuíste testigo de como con un mismo relato perdí una vez cierto concurso de una importante asociación cultural alcalaína y a los pocos meses con ese relato vuelto a presentar ganaba otro concurso de la Universidad. Todo depende de los jurados. A los pocos años conocí a una de las mujeres del concurso aquel que perdí y comprendí que su gusto estaba en cualquier tipo de arte que expresara gustos regionales tradicionales. Asíque supongo que descartó lo no tradicional. No sé. Escribo, de todos modos, para que me guste a mí y para compartir con lectores, no tanto para concursos, aunque los presente y quiera ganarlos. Un saludo.
ResponderEliminarLILIANA: Este en concreto recoge imágenes del viaje como vagamundos de años antes y el de este año del encuentro de diversidad diacrítica. Un saludo.
"Al mediodía muchos inocentes perdieron su trabajo y con ello ganaron grandes incertidumbres en sus vidas"...Me encanta cómo describes la figura de un perdedor o más bien de alguien que está perdido y que termina por encontrar, aunque no sea lo que él busca. ¿Se conforma con lo que ha encontrado?.
ResponderEliminarEl tema de los concursos literarios es algo muy extenso, y siempre depende de quién esté, aunque el reconocimiento de un jurado hay que pasárselo por el arco de triunfo, ya que al fin y al cabo ellos no son los últimos receptores. A veces este espacio es mágico, ya que de otra manera no lo hubiera podido leer, me alegro de que lo hayas mostrado aquí. Besos.
PAREIDOLIA: es mejor tener lectores que no tenerlos. De todos modos un amigo dijo que la principal razón por la que no le convencían mis escritos en prosa últimos era el exceso de poesía en ellos. Bueno, puede ser una razón, respetable, obviamente. Cada uno tiene sus gustos y su estilo. Yo me siento cómodo en este. Un saludo y que la cerveza te acompañe.
ResponderEliminarHe leído hoy tanto las poesías como el relato, y sólo me queda unirme a todos los comentarios que ya te han ido dejando. Felicidades, me han gustado mucho. No es mi intención desmerecer a los ganadores, sobre todo teniendo en cuenta que no he leído sus relatos, pero sin duda tus escritos se merecen un reconocimiento. Aquí no podemos darte premios, pero ya tienes un grupito de seguidores.
ResponderEliminarSí que es verdad, según mi punto de vista, que tus relatos tienen parte de poesía, pero ese es tu estilo, y yo creo que es genial. Yo premiaría ese tipo de cualidades en los escritos, lo de siempre es aburrido. Porque seguro que los ganadores tienen un estilo más "comercial", más de lo mismo. Y yo no soy una buena crítica literaria, y no me las voy a dar de saber de lo que hablo. Yo sólo soy una chica a la que le encanta leer, y que disfruta de una buena lectura. Y creo que la tuya la es.
De nuevo, felicidades.