Desde el pasado 14 de enero y sólo
hasta este viernes 30 hay en Alcalá de Henares una exposición fotográfica sobre el
exterminio de armenios durante la I Guerra Mundial. La ha organizado la Sociedad de Armenios de Madrid para recordar este suceso cien años después. La
exposición ha salido en prensa nacional (véase por ejemplo el ABC), pero apenas hay una nota de un párrafo
en la prensa local (yo la leí en el semanario Puerta de Madrid). La exposición es en la Quinta de Cervantes y tiene por título "El campanario incesante, Armenia 1915-1918"). España no ha reconocido jamás ese
genocidio, tal como Turquía tampoco ha hecho nunca. Así que es significativa
esta exposición en Alcalá, una exposición que además es itinerante por diversos municipios de la Comunidad Autónoma de Madrid.
La Quinta de Cervantes, una antigua casa de burgueses ricos del siglo XIX que a finales del siglo XX y principios del XXI se reconvirtió en Concejalía de Medio Ambiente y ahora simplemente es un edificio en su gran mayoría sin uso y en su menor usado parte como sala de exposiciones. Se ubica entre las calles Vía Complutense y la calle Navarro y Ledesma. Su jardín es uno de los más bonitos de la ciudad. Sin embargo, a pesar de que como sala de exposiciones se anuncia que está abierto de lunes a viernes tanto por las mañanas como por las tardes, la realidad es que yo traté de ir el lunes por la tarde y aquello estaba totalmente cerrado, y a través de sus ventanas sólo se veía oscuridad y vacío. Llamar al timbre n o sirivió de nada, allí no había nadie. Tampoco es extraño, la gestión cultural y turística de la ciudad es altamente nefasta desde hace mucho tiempo. No obstante recordemos que por ejemplo la más visitada Casa de Hyppolitus cierra los lunes, lo que es normal, pero de martes a viernes cierra por las tardes, lo que deja con muy mal sabor de boca a quien se traslada hasta mi barrio para ver esa casa junto a los restos de Complutum y se encuentra con un viaje de media sonrisa. Si nos centramos en el asunto de la Quinta de Cervantes, diré que probablemente es la sala de exposiciones menos publicitada, donde menos se invierte y que menos gente conoce su uso y lo que allí se hace. Una auténtica lástima, pero una realidad tremenda. Está altamente desaprovechada, mal usada y mal publicitada.
Como sea, si bien este martes 27 se celebra el 70º aniversario
de la liberación del campo de concentración de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial, en 1945, también es cierto que celebramos esos cien años del comienzo del genocidio armenio durante la Primera Guerra Mundial. El genocidio armenio se extendió de 1915 a 1923, si bien hubo un punto de inflexión en torno al final de la Primera Guerra Mundial en 1918. Está considerado el primer genocidio planificado de la Historia Contemporánea y Actual, la antesala del genocidio judío a manos alemanas de la Segunda Guerra Mundial, junto al exterminio de gitanos, republicanos españoles, comunistas, testigos de Jehová, y otros colectivos. Es curioso que hoy la presencia del presidente de Ucrania en Polonia, en Auschwitz, ha
provocado que el presidente ruso, Putin, no haya ido, ya que Rusia no reconoce al actual gobierno
ucraniano. Polonia y otros países del Este han dicho que no importa, porque las
tropas que lo liberaron eran fundamentalmente ucranianas, cosa discutible. Rusia ha contestado
con razón que las tropas soviéticas estaban compuestas por gentes de diferentes
etnias y diferentes lugares de la antigua URSS, por lo que le parece insultante
el comentario de Polonia. Como sea, este será el último aniversario redondo con
un gran número de supervivientes vivos y presentes en el acto, el próximo serán
los 75º años, pero por cuestiones de edad, es probable que la gran mayoría haya
muerto. Es una pena que los rusos que los liberó no estén presentes. El
primer soldado que entró en el campo de concentración de Auschwitz fue un
soldado soviético de avanzadilla a pie (no a caballo como se ve en La lista de Schindler, -Steven Spielbeg, 1993-). Había tanta niebla que no sabía dónde entraba y cuando vio aparecer
lo que le parecieron esqueletos andando hacia él creyó que había muerto en algún
bombardeo y venían a recogerle, así lo declaró en sus últimos años de vida con motivo de la película citada, unos pocos años después.
Volviendo al asunto del genocidio armenio, los turcos siempre han defendido que no hubo genocidio, sino que se trató de la deportación y detención de independentistas que luchaban junto a los rusos. Esto está puesto en entredicho por cuanto se le aplicó tal consideración a toda la etnia armenia en bloque y hubo, además, connotaciones religiosas en determinadas ocasiones. España nunca ha avalado la existencia del genocidio armenio, como he dicho, en consonancia con el gobierno turco. No se cree que hubiera un plan de exterminio, sino que hubo una gran mortandad por la crueldad y condiciones de las deportaciones y el modo como se realizaron los arrestos, cuando los kurdos y las tropas otomanas tuvieron via libre para la represión. Las cifras de muertos armenios varían mucho de historiador en historiador, aunque en general se acepta la cifra de un millón ochocientas mil muertes armenias en tales hechos. Sin entrar en todos estos debates, os escribo otro relato sobre todos estos hechos en recuerdo del primer centenario de la Primera Guerra Mundial. Escojo para ello el caso real de un mercenario de Venezuela que combatió para el Imperio Turco Otomano.Y por supuesto os animo a ir a la exposición fotográfica del genocidio armenio expuesta e la Quinta de Cervantes.
EL
BEY VENEZOLANO
Los
armenios habían sido desarmados apenas unas horas antes. Una fila de doce de
ellos fueron maniatados con mucha fuerza. Tanta fuerza que a alguno se le había
cortado la circulación sanguínea. Notaban el frío en las manos. Pronto pasaría.
Enfrente de ellos un pelotón detonó sus fusiles contra ellos. Ni siquiera les vieron
las caras, habían sido colocados en sus últimos momentos frente al sol. Una
potente luz del astro que les había iluminado en la vida les cegaba, les
forzaba a bajar la mirada o a fruncir el ceño. Cayeron de manera desigual.
Algunos lo hicieron de inmediato hacia atrás, otros cayeron doblándose sobre
sus rodillas, que caían hincadas a la tierra, había quien fue desplomándose
poco a poco hasta caer como recostado sobre un lateral, tocando el cuerpo de al
lado. El oficial turco al cargo del pelotón de fusilamiento se acercó con su
pistola de asalto y buscó uno a uno sus orejas para dispararles el tiro de
gracia allí. Dos de ellos habían recibido impactos en la cara, lo que le
complicaba la búsqueda de sus orejas, simplemente apuntó a algún punto de lo
que era la cabeza de aquellos. Doce disparos secos y la orden de retirar al
pelotón. Quedaron los cuerpos tendidos al sol que ahora les iluminaba en su
primer minuto de muerte.
La
orden del Héroe de la Libertad había sido tajante, había que desarmar y ejecutar
a los armenios que habían portado armas, a todos sin excepción. Daba igual que
realmente hubieran ayudado a los rusos en Sarikamis o no, todos eran culpables.
En Estambul ya se estaba deteniendo a todos los armenios más brillantes
intelectualmente. También ellos irían a la cárcel. Los civiles, mujeres, niños,
ancianos, debían ser deportados de las proximidades del Cáucaso. El bey Enver
Pachá fue claro, ni un armenio podía ser considerado leal al Imperio Turco.
Los
rusos zaristas no habían tenido contemplaciones con los turcos derrotados tras
la batalla de Sarikamis. Los habían perseguido y disparado por la espalda
mientras se retiraban. El bey Enver Pachá no contemplaba la posibilidad de su
derrota. Los armenios y su nacionalismo eran colaboradores necesarios en su
mente. Había que tener disciplina y unidad, como los alemanes. No cabía en su
Imperio la disidencia. Aquellos cristianos eran culpables.
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El
bey Rafael de Nogales Méndez tenía un pequeño bigote negro que dibujaba un
cuadrado negro en su cara, justo respetando los márgenes del espacio de debajo
de su nariz. Tenía una cara como si fuera un niño de ojos tristes y orejas
grandes y separadas de la cabeza. Tenía 35 años formados militarmente en
Venezuela, Alemania, Bélgica y España. Su vida itinerante le había llevado por
diversas guerras del mundo desde finales del pasado siglo. Cuando estalló la
Gran Guerra el año anterior quiso combatir por Francia, pero los franceses le
pidieron renunciar a su nacionalidad. El bey Rafael de Nogales Méndez no quiso
deshacerse de su origen, ofreció sus servicios a Alemania. Alemania le mandó al
frente oriental y los turcos otomanos le emplearon militarmente con tanto éxito
que obtuvo varias medallas que mostraba en su pecho y le ascendieron a bey.
Allí estaba él con su alto gorro cilíndrico negro con la insignia de su media
luna y la estrella brillantes. Contrastaba bien con su claro traje militar
turco ceñido, su sable y sus guantes blancos enganchados en su cinturón. Bien
clara entre sus medallas estaba la cruz de hierro alemana, al menos un par de
ellas, entre otras muchas medallas con formas de estrellas metálicas varias. Su
piel de color bronce no paraba de gritar a todo el mundo aquello a lo que él
nunca quiso renunciar: su ser venezolano. Visceral y anticomunista en esencia,
era disciplinado y ordenado en todo lo que se proponía. Llevaba tiempo luchando
en una u otra guerra por dinero, aunque siempre respetando sus ideales
conservadores, que ideaban y ordenaban al mundo y a las sociedades con
jerarquías claras y desigualdades patentes pero debidas, según como él las
pensaba desde su origen. Él concebía el mundo desde lo radical, pues iba a la
radicalidad de los problemas del mundo, o sea, a las raíces, para levantar un
edificio mental de cómo había de ser al cual transportaba a todas y cada una de
las guerras en las que él participaba. Era su paso por el mundo un paso por un
concepto personal de orden a imponer.
La
Guerra Hispano-Norteamericana de 1898 había sido su debut, pero le habían
seguido otras como la Revolución Libertadora de 1904 en su propia Venezuela y,
en aquel mismo año, la Guerra Ruso-Japonesa. Había intentado regresar a su país
en 1908 gracias a un nuevo gobierno dictatorial. La enemistad con el nuevo
gobierno le mandó al exilio, de ahí a su venta mercenaria a Francia y de rebote
a Alemania, que le mandó al Imperio Turco Otomano. Andaban los turcos
combatiendo desde octubre de 1914, con apoyo de los búlgaros, por el Este
Europeo, pero fundamentalmente también en torno al Cáucaso, contra los rusos.
No le faltaban enemigos a los turcos otomanos. Los rusos se habían adentrado en
el Imperio Turco por aquellas zonas con apoyo de algunas etnias. Los armenios
planeaban su independencia como un nuevo estado cristiano o al menos eso
planteaban en diversos medios escritos. Ante la proximidad de los rusos habían
protagonizado una revuelta armada en la ciudad de Van, o al menos eso dijo el
gobierno turco. La violencia contra la población armenia había ido en aumento
como táctica para provocar una revuelta armada de manera evidente para poder
proceder a atacarles, pues, hasta esa fecha, los armenios eran unos ciudadanos
turcos más, si bien todos ellos eran dhimmíes, una de las naciones
turcas consideradas leales por no haber provocado nunca ningún altercado
violento. Los armenios, con su religión cristiana, eran permitidos dentro de
aquellos territorios musulmanes, si bien debían pagar impuestos especiales. En
el tiempo que llevaba el bey Rafael de Nogales allí había visto como les habían
subido tales impuestos sin razón aparente y como habían sufrido innumerables
provocaciones por parte de las autoridades otomanes, temerosas de que entre los
armenios hubiera una fuerza revolucionaria e independentista como las que habían
sufrido a lo largo del siglo XIX en sus territorios europeos que habían
terminado siendo un auténtico avispero de guerras hasta aquella Gran Guerra.
Las
injusticias contra los armenios explotaron en la revuelta de la ciudad de Van y
los rusos lo aprovecharon para avanzar e invadir el lugar. Se llegaron a autoproclamar
como República Democrática de Armenia interesada con asociarse a los
rusos. Los otomanos habían logrado recuperar el territorio, pero por breve
tiempo. Entre medias, lo que menos se sabía fuera del Imperio Turco, llevaban
desde abril deportando por ley a todos los armenios a través de los desiertos
de Anatolia y de Mesopotamia. Una gran cantidad de ellos murieron o fueron
asesinados por el camino, mientras otros llegaban a campos de concentración de
refugiados, que en realidad lo eran de prisioneros, donde los guardias y
custodios del lugar cometían todo tipo de abusos que conducían la mayor parte
de las veces en la muerte por asesinato, tortura, maltrato, enfermedad, hambre
o sed. Caso aparte lo sufrían las mujeres, violadas innumerables veces por
diversos guardias.
Los
insurgentes de Van tuvieron aún peor suerte. Su resistencia fue valiente y
ardua, pero fue, como era de esperar, imposible de mantener ante el potente
ejército del sultán. Entre ellos fueron pocos los afortunados en ser presos. La
orden general era la de no tener compasión. La ira de los propios combatientes
hizo el resto.
Frente
a sus ojos negros a juego con su pequeño
bigote negro y cuadrado y su gran gorro de pieles negras con la media luna y la
estrella turcas, un guardia golpeaba con una vara a un hombre que se cayó al
suelo pidiendo algo que quizá fuera comida. Si era insurgente o civil, no lo
sabía. Si fueron lo primero, habían sido combatientes como él. Se merecían un
respeto entre caballeros de armas. Nacionalistas, sediciosos o bien producto de
conflictos religiosos, nada de eso incumbía en esos momentos a su pensamiento.
Los golpes de la vara eran rápidos. La vara subía y bajaba sobre aquel hombre
con desmesurado entusiasmo del guardia, hasta que al fin aquel hombre se
separó. ¿Cuántos habían muerto ya ante semejantes circunstancias? El sultán
negaba que aquello fuera algo planeado.
El
bey Rafael de Nogales estaba muy lejos de sus tierras cálidas y verdes. De sus
montañas y su mar claro. Tal vez era hora de regresar. Mientras, ante sus ojos
los guardias hacían todo tipo de cosas a los prisioneros, pues aquellos no eran
otra cosa más que prisioneros pese al nombre que el sultán quisiera darles para
la tranquilidad de su mente o la ocultación en su política. El bey iba
redactando imaginariamente su solicitud de relevo como oficial de la
gendarmería de Van. Tal vez, se respondió entre medias, había visto más de mil
muertes ya de presos que lo eran por ser simplemente armenios cristianos.
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Bedros
era ya viejo cuando se cubría con una manta tumbado sobre la tierra aquella
noche. Mikael le trajo algo de agua y se sentó a su lado.
-Cuando
Abdul Hamid II les dio permiso a los kurdos para matarnos, aquello era como
esto –le dijo el anciano sorbiendo algo de agua-. Yo estuve en Urfa cuando los
turcos quemaron la catedral. Allí había mucha gente dentro. Los quemaron vivos.
Ahora nos matan caminando por el desierto y encerrándonos en estos sitios.
-Han
hecho cosas peores –le corrigió su joven nieto.
-Sí,
pero también entonces violaban a niños y mujeres. Satisfacían sus bajos
instintos. Pensarás que todo eso queda muy lejos. ¿Qué año fue? ¿1894? ¿1896?
¿1897? No me acuerdo ya, no me acuerdo del año. Pero me acuerdo de la gente.
No, no está tan lejos.
-¿Siempre
ha sido así, abuelo?
-No.
En otras épocas, cuando yo era joven, ellos sabían que éramos un pueblo leal.
Había respeto, había paz. Pero aquellas matanzas de Hamid tuvieron
consecuencias. No nos íbamos a dejar matar. Todo tiene un precio, Mikael.
Cuando los Jóvenes Turcos se hicieron con el gobierno también nos mataron en
Adana, de esa fecha sí me acuerdo, 1909. Yo no estuve en Adana, pero lo viví
como Urfa. Somos un estorbo para los islámicos y sus reformas legales. Creen en
el sultán, pero a este imperio le queda poco para ser una República. Pero eso
no nos incumbe a nosotros. Nosotros estaremos en otro lugar.
-Francia
es un gobierno laico.
El
viejo Bedros miró muy seriamente a su nieto, que no pudo sostener la mirada del
anciano de barba blanca y ojos claros.
-Nosotros
somos cristianos –le dijo seco.
Mikael
recogió el vaso de latón que le devolvía su abuelo y lo mantuvo con las dos
manos contra su estómago.
-Deja
de estar encorvado –le dijo su abuelo más tranquilizador-. Dime, ¿has visto a ardemos
hoy?
-Sí.
-Bien,
esto está bien. Nunca abandones a tu hermana. A mí me queda poco y entonces sólo
os tendréis el uno al otro.
-Abuelo,
he oído que los rusos bombardearon a los otomanos en Van. Quizá, si llegaran
hasta aquí… yo… yo quisiera…
El
abuelo sonrió con amargura sin que le viera su nieto, aún con la mirada hacia
abajo. Le acarició la cabeza y le pidió que se fuera a por otra manta para
acostarse a su lado. Mikael obedeció muy obediente.
Bedros
cerró los ojos un poco más recostado mientras esperaba a su nieto. El negro de
la noche a través de sus párpados le hizo sentir algo de descanso. Su nieto se
acurrucó a su lado con la manta al llegar a su lado. El viejo lo atrajo a sí pasándole
el brazo por los hombros. Estuvieron los dos tumbados juntos. Había sido un día
especialmente duro. Los guardias les habían hecho caminar durante demasiadas
horas. Les trataban como a animales a los que golpear con una vara cuando las
fuerzas les hacían vacilar. Aquellos turcos no lo habían pasado bien frente a
los rusos. No habían tenido en cuenta la potencia de su artillería, que los había
desmenuzado como si fueran sacos de plumas elevados al aire y rotos. Tampoco
los caídos aún vivos a tierra habían tenido mucha suerte. Las tropas zaristas
eran concienzudas con sus sables y sus fusiles. Los turcos habían aprendido que
frente a los rusos continuaba una manera antigua y ruda de hacer la guerra. Una
manera vieja. En su retirada aun les dolió más los disparos de simples rifles
en manos de gente del Imperio que cometían actos de sedición a favor del avance
ruso. Armenios, no podían ser menos que armenios. Todas las muertes sufridas en
Sarikamis habrían de ser cobradas. Ojo por ojo, diente por diente, como los
mismos armenios hubieran dicho. No pocos kurdos les ayudarían. Aquellos cristianos
eran potenciales enemigos internos de los otomanos. Los guardias les azotaban y
se les hacían pasar todo tipo de venganza personal e injustificada.
Bedros
comenzaba a dormir junto a su nieto tras un día duro de camino a pie bajo el
sol del desierto de Anatolia. El negro de la noche comenzaba a mostrar en sus párpados
colorines que iban de un lado a otro. Poco a poco formaban formas entre sí.
Caras. Caras del presente y del pasado. Como la de aquel guardia que había
forzado a su hija no hacía muchos días. Sólo estaba ya con su nieto y rezaba
por su nieta, mientras los colorines se mezclaban más allá de la oscuridad de
la noche. Las palabras de su rezo interior se volvían vagas y distantes. El
sopor iba venciéndole. De vez en cuando
se reanimaba, no de todo, y retomaba las frases de su rezo por donde creía
haberlo interrumpido, en segundos volvía a los misterios del sueño. Los
colorines de su cabeza, en su danza por ella, iban formando formas de fuego en
llamaradas largas que nacían de las torres de la catedral de Urfa. Las paredes
se ennegrecían con penachos de humo. Los techos se caían. Las tropas otomanas
habían sellado las puertas y miles de gritos salían junto a las lenguas de
fuego y las columnas de humo. Gritos terribles de mujeres y niños que se habían
refugiado en suelo sagrado. Y las caras de los de dentro, caras del pasado, en
su sueño, eran su hija y su yerno.
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La
guerra estaba terminando cuando en un despacho de Londres dos abogados leían la
prensa en un momento de descanso.
-El
embajador Henry Morgenthau dice cosas nuevas sobre la matanza de armenios.
-Ya
lo vi, Christopher.
-Ha
debido ser terrible la guerra en Turquía. Lo ocurrido con esta gente está fuera
de todo derecho militar o civil.
-Indudablemente,
pero me preocupan más los bolcheviques.
-Alexis,
¿es que no lo ves? Si hemos permitido esto, ¿cómo será la próxima guerra? Y
esos bombardeos sobre Londres. Altamente irregular. Sí, señor, eso es lo que
es, altamente irregular. Y los precedentes… ¡los precedentes!
-Olvida
ese tema. La nueva República Turca lo está controlando, dicen que sólo se trata
de deportaciones. Es normal que quieran eliminar la posibilidad de sediciosos
que permitan que los bolcheviques se expandan a costa suya. Los bolcheviques,
Christopher, los bolcheviques. Ellos sí que son un grave precedente. ¿Dónde
iremos nosotros a parar? Me parece bien que nuestro gobierno y Estados Unidos
intervengan en esa guerra civil.
-Te
preocupan demasiado los bolcheviques. ¡La guerra no fue por los bolcheviques!
-Pero
tampoco por los armenios.
-¡Por
el amor de Dios, Alexis, no me seas demagogo! El asunto armenio…
-El
asunto armenio no nos afecta. No tienen pretensiones de un nuevo orden social,
pero la guerra en Rusia sí nos puede alcanzar de nuevo. Es fácil controlar a
militares en los frentes de combate, pero, ¿y a los obreros? Estamos rodeados
de obreros.
-Los
obreros se sienten cómodos con nuestro sistema.
-¿Tú
crees?
-Y
si no lo estuvieran hagamos que lo estén. Sin embargo el asesinato
indiscriminado de armenios…
-¿Ha
habido asesinatos o muertes? Tanto el caído sultán como el actual presidente
turco saben bien cómo están haciendo las cosas. Pensemos que a fin de cuentas
los turcos tienen qué temer. No es mentira que han perdido una gran cantidad de
territorio respecto a lo que fueron en otra época.
-A
veces eres imposible, Alexis.
-Claro.
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Habían
pasado varios años desde el final de la guerra y Rafael de Nogales quiso
rentabilizar su pasado en el ejército turco publicando un libro llamado Cuatro
años bajo la Media Luna. Era 1925, tocaba el turno en aquellas memorias de
explicarse, de buscar un porqué, de justificarse ante el mundo del porqué un
venezolano terminó siendo bey y condecorado por el mismísimo Káiser Guillermo
II. Pero ante todo estaba también aquel asunto de los armenios. Las innumerables
muertes de gente indefensa. El mundo había cambiado. El comunismo le seguía
pareciendo aborrecible, pero no así la justicia social. Se necesitaba justicia
social en un mundo deformado por la guerra. Las persecuciones a intelectuales
por las calles de Estambul, las caminatas por toda Anatolia, los hacinamientos
de gente que ni siquiera había empuñado armas, gente que simplemente era
culpable de ser armenios, todo aquello no se podía volver a repetir.
Cerró uno de los ejemplares que había tomado de la estantería
de la librería a la que había ido sólo por verlo expuesto. El tacto del papel
le había transportado en su recuerdo a aquel papel en el que pidió el relevo de
la gendarmería de Van. Duró más años en la guerra, pero aquel destino le había
marcado. Ni todo el dinero que ganó con sus servicios podía pagar la muerte de
niños y niñas, la violación de jóvenes y viejas, la muerte de adolescentes y
adultos a golpes o fusilados, o acaso con disparos en la cabeza o sablazos.
Todo era válido. La gran mayoría había muerto en las largas caminatas y en la
mala alimentación en los campos de concentración de los deportados. Las
condiciones de salubridad habían sido las peores condiciones que se hubieran
dado nunca a un prisionero. En su vida había visto a muchos prisioneros.
Aquellos armenios… Una vez vio a un armenio muerto junto al que lloraba su
nieto. El anciano sólo había tardado un poco más de lo normal en levantarse.
Suficiente para recibir un disparo, justo en la cabeza.
Era
momento de entrar en una nueva guerra. Una más justa donde compensar todo aquel
mundo injusto al que contribuyó en Van. Hacía mucho tiempo que no entraba en
conflictos. Desde luego no apostó por el mejor de los bandos en la pasada
guerra. El clamor de las armas le llamaba, pero no quería volver a ver
ciudadanos a lo sumo con una escopeta contra ejércitos profesionales con cañones
e instrucción militar. La inactividad bélica no podía compensar lo que él había
hecho dirigiendo soldados. No hubo una guerra tan llena de odios y
resentimientos como la de Anatolia. Debía resarcir las carnicerías contra los
desprotegidos. No estaba en su mano resucitar a los muertos, pero sí
inflingirlos entre los que mataban a los indefensos. En Nicaragua había
escuchado la historia de Sandino, un hombre que se había lanzado a la guerra en
sus selvas contra los grandes hacendados y un gobierno de latifundistas al servicio de
grandes compañías multinacionales norteamericanas. Sí, aquella guerra podía ser
una guerra. Sandino le resultaba un personaje de justicia social lejos del
comunismo y el bolchevismo. Sus armas debían ir a su lado. Los tiempos estaban
cambiando. Nunca más debían existir campos de concentración de civiles por nacer
en una etnia. ¿Acaso él o sus ascendentes no fueron en un pasado de una?
Inchauspe, ¿a quién le importaba su auténtico apellido? A él.
Por
Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá
de Henares, 27 de enero de 2015. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar,
con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial
(1914-1918).
Fuerza daniel, un saludo del portu
ResponderEliminarMuchas gracias, compañero. Un fuerte abrazo.
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