Con motivo de haber terminado de leer Senderos de gloria (1935), de Humphrey Cobb, he querido escribiros otro relato por el primer centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial. Cobb, que estuvo destinado en Europa dentro del ejército canadiense entre 1917 y 1919, se indignó mucho al leer la noticia real de los juicios sumarísimos para dar ejemplo entre la tropa francesa durante la contienda. En concreto en 1934 había leído una noticia en The New York Times donde se informaba de una indemnización simbólica a dos de las viudas y una reparación de honor a otra viuda cuyos maridos habían sido fusilados como resultado de un proceso ejemplar a todo un regimiento de hombres que se habían negado a salir a combatir por la imposibilidad de poder hacerlo ante la potencia del fuego enemigo. La novela no fue muy vendida en un primer momento, pero fue llevada al teatro en torno a 1938, también sin éxito. Cobb se hizo comerciante de acciones de la Marina estadounidense y posteriormente agente de la Oficina de Información de Guerra (la OSS, posterior servicio secreto llamado CIA). Pero quizá se hizo famoso como guionista de películas de Hollywood, entre ellas varias protagonizadas por Humphrey Boggart. Cobb murió en 1944 con 45 años, no pudo ver la adaptación cinematográfica que hizo Stanley Kubrik en 1957 con dinero del actor Kirk Douglas, quien quiso a cambio ser el protagonista. En Francia no se pudo proyectar hasta 1975, y en España hasta 1986. El libro, reeditado en España por la editorial Capitán Swing con una introducción muy inteligentemente escrita por David Simon, cuenta, en esa edición, con un apéndice final que contiene el diario personal anotado del Cobb mientras fue soldado raso combatiente en la guerra. El autor fue antibelicista. Fue un gran descreído de las autoridades militares y los sacrificios que pedían. Precisamente su libro puso en contradicción todo el aparato burocrático y todas las razones de Estado para la guerra. En su escritura se intuye parte de la experimentación de la época al mezclar la narración clásica con cartas, informes, borradores y hasta con las actas del juicio final del proceso sumarísimo a los condenados, pero lo hace ne dosis pequeñas, lo que nos permite leerlo todo del tirón. No hay capítulos, aunque hay zonas acotadas en el texto a modo de tales, y se divide toda la narración en tres partes. El final del libro es diferente al final de la película. Stanley Kubrik añadió en su guión un par de escenas brillantes que posiblemente hubieran sido del gusto de Cobb. Así mismo, no son tres los acusados, como en la película, sino cuatro, merece la pena conocer los porqués del cuarto acusado. Además, a pesar del peso del coronel Dax en la película, interpretado por Douglas, el libro es una historia coral donde todos los personajes cobran importancia ya por sus dotes mezquinas, ya por sus dotes campechanas, ya por sus dotes nihilistas, religiosas, asesinas, ambiciosas u honorables. Si hubiera que hablar de un protagonista en el libro no sería tanto Dax, cuya personalidad es muy atractiva, si no el del soldado raso Langlois, aunque en realidad cada una de las tres partes contiene un personaje diferente más destacado sobre los otros. El lenguaje es directo y conciso. Ataca directamente a toda la burocracia militar y a todo lo que se esconde de ella en forma de intereses personales disimulados en órdenes. El libro es asequible a 18 euros. Merece la pena tenerlo e la bilbioteca. Sin más, os dejo con el relato que os he escrito yo, que no tiene nada que ver con este libro. Saludos y que la cerveza os acompañe.
AÑO
NUEVO DE 1915
El
lago de los cisnes había sonado lento y aburrido. Chaikovski mismo hubiera
bostezado de sueño y aburrimiento. La pequeña banda sinfónica comenzó a
acometer La marcha Radetzky con más entusiasmo. Las notas de Strauss no
sólo despertaron a los músicos de una abulia que habían logrado transmitir, también
el público se reanimó y poco a poco se oían palmas acompañando la música. El
viejo director de orquesta rejuveneció su espíritu aquel día de Año Nuevo de
1915 con una sonrisa que comenzó en las comisuras de sus labios no creyendo aún
haber despertado al público asistente del pequeño teatro. Pronto fue una enorme
sonrisa que incluso pintó un poco de rosa las pálidas mejillas del ya casi
octogenario hombre de la batuta. El público entero al unísono daba palmas
perfectamente sincronizadas con el tempo de la música, había quien daba
pequeños taconazos en el suelo de debajo de su butaca. El director de vez en
cuando, con una sonrisa formidable bien asentada en su cara, se daba la vuelta
y se atrevía a dirigir a aquel público de ciudad pequeña austriaca que tan
vigorosamente tocaban sus palmas al ritmo de La Marcha Radetzky.
Parecían haber ensayado. Subían el sonido de sus palmas o lo bajaban al ritmo
que les indicaba el viejo director, que se atrevió incluso a dirigirles por
sectores de la sala. Aquella composición de Strauss sonó fuerte, rotunda,
convencida, unísona, bien compenetrada sin que el público se hubiera puesto de
acuerdo previamente, todo funcionaba perfectamente como un artilugio de
relojería austriaca, como una máquina germana.
El
público estaba entusiasmado con aquella marcha a pesar de que el resto del
concierto había sido entre pasable y olvidable. Bien es cierto que para la gran
mayoría de los presentes, si no para todos, un concierto de Año Nuevo sin El
lago de los cisnes y sin La marcha Radetzky hubiera sido un engaño o
una falsa esperanza, como la pasada tregua de Navidad en los frentes de
combate. La ejecución de El lago de los cisnes era un auténtico destrozo
por el carácter patético que le dio el director. Quien no se dormía recordaba a
su hijo muerto o a su esposo muerto, o recordaban a quienes podían morir el día
de mañana o ese mismo día. Los que estaban de permiso pensaban en su propia
muerte. El lago de los cisnes no debería haber conferido esos
pensamientos. Muchos los eludieron pensando en sus pequeñas tareas diarias o en
las vivencias de la celebración de la noche vivida, pero en todos, aunque no se
pensara directamente en ello, tenían en la cabeza el ambiente lóbrego que aquel
director transmitió a Chaikovski. Pero La marcha Radetzky era otra cosa.
Era energía pura. Era golpe de mano con golpe musical dirigiendo a todos unidos
en una revancha emocional que no podía culminar en otra cosa más que en el
convencimiento absoluto de que aquel concierto había merecido la pena, todo lo
demás eran circunstancias de la guerra. La marcha Radetzky hacía que
todos fueran parte de aquel concierto. Palmeaban a la vez con fuerza y
entusiasmo como si a cada palmada amplificada por otros cientos de manos dando
palmadas estuvieran acabando con todos los males de Austria como quien aplasta
una mosca con contundencia marcial. Los corazones se agitaban más deprisa.
Todos se sentían parte de algo. Después de todo, aquel teatro no era tan
pequeño ni la orquesta sinfónica de aquella ciudad lo era tampoco. Estaba
siendo una mañana estupenda justo en ese momento, en aquel tema musical que
daba fin al concierto, cosa que no hubieran dicho un par de temas antes.
Cuando
la música acabó se levantó de su asiento todo el mundo en el patio de butacas y
en los palcos aplaudiendo desbordadamente como si sólo La marcha Radetzky
y su ímpetu imperial hubieran sido todo el concierto. El director de la
orquesta se volvió complacido tras dar la orden para que se levantaran primero
las diferentes secciones de cuerda de su orquesta, luego las diferentes
secciones de vientos y por último su sección de percusión. Se inclinó
ligeramente en señal de respeto al público mientras le llovían los aplausos.
Salió por un lateral hasta en dos ocasiones, pues hubo de salir a escena ante los
aplausos interminables. Sin duda, a fin de cuentas, al final había sido mejor
concierto de lo que él mismo hubiera esperado. Hacía días que el médico le
había dictaminado una enfermedad que en breve le dejaría sin recuerdos hasta el
día de su muerte, pero eso sólo lo sabía él y su médico. Aquel concierto
expresaba su ser. Aquel final era una lucha personal de vitalidad frente a todo
aquello que ahora le parecía una vida rociada de tristeza y ceniza por su
condena al olvido. La marcha Radetzky era para él un estallido de
rebeldía aquella mañana. Tras dejarse llevar por lúgubres pensamientos, la
pasión musical le hizo dar aquel enérgico final que él no terminaba de
comprender cómo había empatizado con el auditorio. Allí estaba la masa nebulosa
compuesta por los diferentes colores de los trajes de gala de la gente,
aplaudiéndole. También sus ojos hacía tiempo que no le mostraban una realidad
nítida.
Poco
a poco fue saliendo la gente del teatro. Algunas personas hacían grupitos en el
recibidor del edificio hablando entre ellos. Otros esperaban o eran recogidos
por coches de caballos. Había parejas que se iban dando un paseo calle abajo o
calle arriba. El sargento Clemens Leisser se fue andando en soledad. Estaba
agotando su tiempo de permiso. Una barrida de ametralladora había matado a
todos los hombres a los que él mandaba en el momento de un intento de asalto a
las posiciones enemigas. Apenas había ocurrido quince días atrás. Los cuerpos
habían caído como muñecos de marioneta a los que les cortaron las cuerdas. Sus
posturas fueron de lo más extrañas. Él había quedado sólo en tierra de nadie.
Era el soldado que más había avanzado aquel día. No era de lo que más se
enorgullecía. Se daba a sí mismo por muerto. En poco tiempo una ráfaga de
ametralladora podía seccionarle la cabeza o sacarle las tripas, entonces todo
hubiera acabado. Sólo esperaba que no fuera especialmente doloroso. La muerte
en sí no le importaba tanto como el modo en el que se podría producir. A fin de
cuentas él no era un soldado de chocolate, no era una persona que le gustara
lucir su uniforme y sus medallas delante de los civiles, especialmente delante
de las chicas, para luego derrumbarse y derretirse toda su estampa, como se
derrite el chocolate con el calor, a la hora de enfrentarse a los combates. Se
veía a sí mismo muerto en pocos minutos, quizá en segundos. Incluso si le
acertaran las balas y quedara vivo era probable que muriera desangrado, quizá
incluso viviera lo justo para ver como alguna rata se decidía por empezar a
comérselo sin esperar a que fuera carroña. Empezaría por algún trozo inerte de
su cuerpo aún caliente. Tal vez fue la idea insoportable de morir mientras unos
dientecillos de rata le devoraban aquella cuando anocheciera que se decidió por
quitarle las granadas de mano a un par de los soldados muertos a su lado y
salir lanzándolas hacia delante corriendo hacia aquella ametralladora. Tiró
todos los explosivos que tenía y disparó cuánto pudo. Estaría muerto antes de
llegar a la alambrada enemiga, o quizá llegaría hasta allí justo a tiempo para
quedar enganchado y morir quedando colgado de las púas metálicas. Fue algo
instintivo y pasional. Si lo hubiera reflexionado bien, hubiera retrocedido
arrastrándose y serpenteando hasta sus posiciones. Sin embargo, no pudo tener
más fortuna en el lanzamiento de aquellas bombas de mano. La primera cayó cerca
de la ametralladora enemiga, lo suficiente para aturdir con una lluvia de
tierra a los soldados que la manejaban. La segunda bomba los mató. Las otras
convirtieron aquel nido de ametralladora en un montón de agujeros. Habían caído
todas tan cerca que nadie pudo hacer uso de aquel arma. Desde atrás de él
aquello infundió ánimos al pelotón que les seguía, los cuáles ya se estaban
retirando. Animados por la acción el capitán de aquellos hombres ordenó de
nuevo el avance. No se tomó la posición. En apenas treinta minutos más
volvieron a retroceder. Aquel día nadie avanzó nada en sus posiciones, pero el
cabo Clemens Leisser fue ascendido a sargento y recibió veinte días de permiso.
Así que allí estaba él. Era huérfano, no tenía familia, ni tampoco esposa,
novia o alguien al cargo. Allí estaba él, paseando de vuelta a la habitación
que alquiló en aquella ciudad pequeña del interior de un valle de Austria.
Podría haber ido a Viena, pero prefirió aquel lugar. Le parecía más tranquilo,
un lugar intermedio entre lo urbano y lo rural. Todo lo que había ocurrido esos
días podría no haber ocurrido, pero había ocurrido y seguía vivo, había
aplaudido La marcha Radetzky, se había puesto su gabardina militar y
andaba por la calle cerca de la hora de comer. Comer era el principal motor
para que los soldados se sintieran vivos. Más que una Marcha Radetzky.
Leisser
había pasado el comienzo de la noche de Año Nuevo emborrachándose con cerveza
negra en un bar donde conoció a una prostituta que dijo que se llamaba Nina. El
resto de la noche la había pasado con esa chica en su habitación. Ella era
joven y muy delgada. De pelo moreno. Tal vez era judía de nacimiento y
educación, pero no parecía creyente, simplemente algo se notaba en algunos de
sus modos de comportarse y de hablar, y en su nariz, ligeramente grande,
ligeramente curva. Sus ojos eran grandes y negros. Sus piernas firmes. Sus
pechos pequeños y duros. Su estómago estaba blindado al alcohol, pero sabía disimular.
Sus movimientos tenían la precisión del conocimiento de su trabajo. Sumisa en
apariencia, le había dirigido en todo lo que aquella deseaba aquella noche.
Ganó su sueldo hora tras hora. Leisser gastó en ella la pequeña paga
extraordinaria que le habían dado. Cuando volviera al frente podía morir segado
por una ráfaga de balas, todo el dinero que tuviera daría igual. Mejor para
aquella chica, que le había tratado sin rudezas ni órdenes ni nada que
amenazara su ser. Habían hablado mucho en la madrugada. Él le había contado
cosas de su infancia y los recuerdos borrosos de sus padres. Ella le había
escuchado abrazada a su pecho de hombre en la cama. También ella le contó cosas
de su infancia. Se habían gustado, aunque ambos sabían cómo funcionaba el mundo
para que ellos se hubieran conocido. No había sido casualidad que se eligieran
mutuamente aquel Año Nuevo. El frío unía a las personas, sobre todo a las
personas con vidas amenazadas por lo salvaje. Se despidieron a la hora del
desayuno, pero se habían prometido volver a verse. Leisser se proponía volver a
verla en la próxima ocasión. De momento él había ido a aquel concierto, para el
que había sacado su entrada días antes, y ahora debería buscar un lugar donde
comer antes de partir de nuevo hacia el sector del frente donde estaba su
compañía. Le quedaba muy poco tiempo de permiso. La volvería a ver, se dijo,
ganaría otro permiso y volvería a aquel lugar, la vería, le pediría una
dirección donde escribirla y nunca más se volvería a ir sin besarla, siempre que
ella así lo quisiera. Necesitaba de aquel cobijo en su vida. Necesitaba de
ella, único momento agradable que había vivido en muchos meses. No era un
enamoramiento, sino una sensación de paz. Leisser asociaba la paz al bienestar
junto a ella aquella noche, ni siquiera la relajación del esfuerzo físico era
comparable a la relajación del esfuerzo físico que había vivido en cada
combate. Probablemente si conociera a más chicas, chicas que no pagara y que le
aceptaran, viviría similares o mayores sensaciones, pero hacía tanto tiempo que
sólo recibía horrores de la guerra, que aquella chica era para él la
culminación de la paz en su vida. Se proponía volver a verla, incluso vivir con
ella si ella le aceptara. Pero todo esto eran pensamientos ligeros, cosas que
se pensaban porque igualmente le mantenían lejos de los cañones. Unos cañones
amenazantes, dispuestos a despedazar su cuerpo, a desvertebrarlo, a acabar
aquel cuerpo que tan placenteramente había descansado aquel Año Nuevo en el
lecho con ella.
En
estas cosas pensaba caminando en busca de un lugar donde comer dentro de una o
dos horas, lejos de la marcialidad unísona de los aplausos sincronizados de la
multitud en La marcha Radetzky. Paseó varias calles secundarias hasta
llegar al río que bordeaba la ciudad. Estuvo paseando por allí observando
algunas aves no migratoria saltar de rama en rama de los árboles de la ribera.
Un padre pasó en bicicleta seguido por su hija. Hacía sol y hacía frío. La
nariz se le helaba cuando al fin se decidió por regresar hacia el centro de la
ciudad. Conocía un mesón en el que servían una buena sopa de verduras seguida
de un plato de carne asada que le podía valer como el mejor de los regalos para
su estómago, que en los próximos meses volvería a alimentarse de comidas de rancho
y conservas en escasas porciones. Sólo se comía algo más después de un ataque,
si se lograba regresar de una pieza. Se solía atacar antes de comer, pues se
evitaba así que los estómagos pesados por la digestión impidiera correr u otros
ejercicios propios del combate. Aquellos que morían por la patria hacían un
último acto de amistad a sus compañeros, pues su rancho aumentaba las raciones.
El frente aún estaba lejos, tenía frente a sí un pernil pequeño de cordero que
pagó haciendo un último derroche y reservando un poco más por si encontraba a
Nina. La salsa se había compuesto con pocos ingredientes, pero combinados y
usados con inteligencia. El tiempo que había estado en el horno le había dado a
todo una ternura y un sabor como si fuera el mejor de los manjares del palacio
imperial. Apenas había dos patatas, pero venían al cuerpo como si fueran un
patatal entero. Era Año Nuevo y pese a la guerra, la vida.
Tras
comer fue a su habitación. Se tumbó un poco en la cama, había que aprovechar el
colchón y su recuerdo. Luego escribió un par de cartas a un par de amigos y las
mandó por correo tras ir a sellarlas. Aquellas iban a ser las primeras cartas
que escribía no iban a pasar la censura militar tras muchos meses en el
ejército. Había que aprovechar también el servicio civil de correos. Cuando se
puso a escribir se dio cuenta que tampoco sabía exactamente qué quería contar
que mereciera la pena contar sin aquella censura militar. Se limitó a escribir
sobre la tranquilidad que había recibido en aquella ciudad esos días. Sobre que
tal vez debiera sentar la cabeza cuando se licenciara, pero que, si moría en
combate, como era probable tarde o temprano, dejaba dicho a sus amigos todo
aquello que debía hacerse con sus bienes y que quería que hicieran con el
cuerpo si se recuperaba del campo de batalla. No escribió nada sobre Nina. Tan
sólo cerró las cartas, fue a sellarlas y las envió.
Sobre
las cinco tomó un café en la avenida principal. Habló con algunos clientes de
la mesa de al lado sobre temas intrascendentes. A las seis el frío aumentaba.
El cielo se ponía blanco. La gente comenzó a irse a sus casas poco a poco. Las
chimeneas soltaban el humo de su calor. Para las siete hubo un gran movimiento
en la ciudad, a pesar de que ya era de noche. La gente corría a sus casas.
Algunas madres y padres llevaban casi a rastras a sus hijos. En esa zona del
país no había peligro de que la guerra llegara, así que le parecía raro el
alboroto. Leisser siguió su paseo sin darle gran importancia, pero extrañado.
Habían comenzado a caer algunos copos de nieve, tal vez no querían ser
sorprendidos por una gran nevada en la calle. A él le daba igual. Las
trincheras endurecía los cuerpos de los que allí habían estado.
-¡Sargento!
¡Sargento! –le gritó un soldado que viajaba agarrado al lateral exterior de un
camión que se paró al otro lado de la calle.
-¿Qué
ocurre soldado? –le gritó Clemens Leisser.
-¡Venga
al camión sargento! ¡Ha habido un accidente con el camión que iba al matadero y
se han escapado las vacas, las terneras y los toros!
-¡Pues
que formen una familia! –le gritó Leisser jocoso sin estar dispuesto a
interrumpir su paseo.
Un
coche de policía llegó hasta aquella calle y paró junto al camión militar.
-¡Oigan!,
¿es que no saben lo del matadero? Los animales están asustados y vienen hacia
acá desbocados. Vayan a refugiarse –les ordenó un oficial de policía.
La
puerta delantera del acompañante del conductor del camión militar se abrió y
bajó un capitán.
-¿Y
qué hacen ustedes? –le dijo el capitán al oficial de policía.
-Intentamos
avisar a la población.
-Señores,
ustedes están huyendo. Hagamos frente a los toros.
-No
tenemos medios para atraparlos, queremos que se concentren en una plaza para
poderlos encerrar y meterlos de nuevo en otro camión –dijo el policía.
-Idioteces.
Ustedes están huyendo –contestó el capitán que rápidamente tomó el control de
la situación aunque no estaba dentro de su potestad-. Esos animales iban al
matadero, hagamos el trabajo ahora y será más fácil hacer que monten en el
camión.
-Pero…
-intentó replicar el policía, el capitán le hizo callar con un gesto
autoritario.
-¡Sargento,
venga aquí! –ordenó el capitán a Leisser, que se acercó a desgana-. ¿Está de
permiso?
-Sí,
señor –contestó Leisser saludando militarmente.
-Bueno,
pues una poco de práctica disparando no le vendrá mal. ¿Tiene su pistola?
-Sí,
señor.
-Bien.
Móntela. ¡Soldados, bajen del camión con sus fusiles y cárguenlos! Y ustedes
dos –les dijo a los policías-, sigan avisando a la población y corten las
calles en un perímetro de dos manzanas a la redonda.
Todos
obedecieron las órdenes, aunque los policías lo hicieron disconformes con
obedecer a un mando militar ajeno a la ciudad, sin embargo, pese a todo,
preferían dejar en otras manos aquel asunto.
-Sargento,
esto será rápido, incluso divertido, como unos ejercicios de tiro, o una
cacería. Siento estropearle su permiso pero las circunstancias son las
circunstancias. Mejor esto que los italianos, los serbios o los franceses.
A
continuación el capitán apostó a los soldados en determinados lugares
estratégicos de la calle y dividió en patrullas de a dos a unos pocos hombres
para buscar a los animales y tratar de azuzarlos hacia la zona donde les
esperaba la balacera. Leisser era uno de los exploradores. Sólo tenía su
pistola, en el camión no tenían fusiles de sobra, pero le acompañaba un soldado
con uno. La orden era arriesgada y fuera de toda ordenanza militar. Aquel
capitán tenía fama de dar órdenes controvertidas. Nunca le había salido mal una
jugada, aunque nunca era tarde para que un día alguna de sus osadías tuviera un
mal final y acabara con su brillante carrera. Se había alistado como soldado
raso antes del estallido de la guerra. Había ascendido por méritos corriendo
todo tipo de riesgos que a otras personas, por menos, les había llevado a la
tumba, o a mejor decir, a la sepultura del barro de la tierra de nadie entre
las trincheras. Sus osadías y el uso nulo que hacía a menudo de las ordenanzas
no le habían llevado nunca al calabozo. Corría el rumor de que su apellido
coincidía con el de un conocido diputado, y por su edad había quien juraba sin
saber que ese capitán era sobrino de alguien importante en Austria. Su
temeridad había llevado a la tumba a mucha gente a la que había mandado, pero a
él le había dado muchos honores. Estaba convencido de su predestinación a la
gloria militar de una manera casi levítica. De él, pensaba, dependía el ejemplo
a cundir entre los austriacos que esos días empuñaban las armas. Leisser era
ajeno a esa forma de ser. Para él bien valía ya firmar un armisticio.
El
sargento y el soldado avanzaron por la calle por la que habían aparecido el
camión militar y el coche de policía y se desviaron en la primera bocacalle que
encontraron a su izquierda. Se trataba de una pequeña calle que se dividía en
otras dos. Tomaron el camino de la calle más estrecha de esa nueva bifurcación.
El soldado avanzaba pegado a la pared del edificio de la derecha, mientras que
el sargento lo hacía por le de la izquierda. Trataban de no hacer mucho ruido
para no alertar a los animales, por si estuvieran justo al otro lado de la
próxima esquina. La nieve comenzaba a ser más abundante.
Leisser
temía que aquello le fuera a retrasar mucho más tiempo del que esperaba gastar.
No sabía cuánto tardarían en dar con los animales escapados del matadero, pero
temía sobre todo al posible formulismo militar posterior o a los caprichos de
aquel capitán. Con todo, esperaba acabar con suficiente tiempo como para poder
encontrar a Nina y pedirle una dirección postal, si había suerte, para dar un
trago juntos. Tras las esquinas de aquellas calles no había nada. Vieron pasar
a otros dos soldados como ellos al otro extremo de la calle, así que volvieron
y tomaron la calle que habían dejado atrás sin explorar. Ni el soldado ni él
estaban contentos de tener que afrontar aquella misión estúpida. Todos estaban
de permiso. Los soldados habían sufrido un duro bombardeo manteniendo sus
posiciones en Los Alpes, después de aquello los habían mandado al combate sin
darles un tiempo de refresco gracias a aquel capitán de mandíbula cuadrada.
Buena parte de ellos habían muerto. Recibieron algunos hombres nuevos que
renovaran las pérdidas y tras aquello al fin se decidieron los mandos a darles
un descanso. Ninguno de ellos se
imaginaba que incluso en su descanso aquel capitán les iba a seguir manteniendo
en activo, aunque fuera en algo tan estúpido como aquello. Estaban cansados y
su capitán parecía un niño jugando a la guerra.
Avanzar
por las calles con la sensación de que en cualquier momento apareciera alguno
de los animales recordaba en cierto modo al avance por la trinchera enemiga,
donde no se sabe dónde los enemigos. En cualquier momento, de improviso, podía
salir de la nada lo inesperado, a pesar de haberle estado esperando, y acabar
de bruces contigo. Nevaba. Aquellos animales tendrían frío y miedo en el
cuerpo. Se volverían más peligrosos si resbalaban. Se les oía correr y mugir.
Un par de disparos sonaron de lejos. El grito de una mujer asustada cerrando
una ventana de golpe rebotó por cada calle. Un tercer disparó fue seguido de lo
que parecía el desplome de uno de aquellos animales. Unos gritos de los
soldados informaban que habían abatido a uno, pero varios se les habían
escapado rápidamente doblando la calle hacia su izquierda. Leisser y el soldado
se volvieron hacia la calle por donde creyeron que venía el sonido más fuerte.
Leisser le hizo un gesto al soldado
-Pásame
el fúsil –le dijo.
-¿Qué?
-Que
me pases el fúsil -le pidió Leisser.
-Ni
hablar, no pienso hacerlo –contestó el soldado desde el otro lado de la calle
aferrándose más al cañón del fúsil como si así estuviera más seguro en sus
manos.
-Soy
un sargento, dame el fúsil –le ordenó.
-No
voy a pasarle el fúsil, sargento. Usted tiene la pistola.
-Te
estas insubordinando.
-Lo
siento, sargento, pero el capitán me ordenó patrullar con el fúsil.
-El
capitán no está aquí y yo soy un sargento. Dame el fúsil –Lessier se
impacientaba, estaban al lado de la esquina de la calle y el animal se
aproximaba.
-Sargento,
con todos mis respetos, creo que el animal entrará por este lado y me será más
útil a mí.
-Desde
donde estás no tendrás tiempo a apuntar el arma, dame el fúsil y quítate de esa
esquina, estúpido.
-No,
sargento – el soldado se agarró más fuerte, movió la cabeza hacía un lado como
si estuviera pendiente de Leisser y del posible toro a la vez, aunque en
realidad pretendía evitar el enfrentamiento directo con las miradas.
Sonaron
varios disparos en otras calles sucedidos de algunos gritos de euforia. El
animal que se les aproximaba sonaba cada vez más fuerte cuando apareció de
súbito arrollando al soldado. Se trataba de una vaquilla bastante corpulenta
marrón y blanca que levantó por los aires al soldado. El fusil salió por los
aires y cayó bastante lejos de donde estaban, aunque el soldado no lo hubiera
podido recuperar. El soldado no terminó de caer al suelo cuando la vaquilla le
volvió a enganchar por el interior de uno de sus muslos casi a la altura de la
entrepierna. Aquel hombre dio otra voltereta en el aire antes de caer con la
cabeza por delante al suelo. Ya había comenzado a aparecer un reguero de sangre
bastante grande cuando la vaquilla se fue por el otro lado de la calle a toda
velocidad huyendo del matadero.
Leisser
se acercó corriendo al hombre caído. La primera cornada apenas le había rasgado
uno de sus costados. Quizá tuviera alguna costilla rota, prácticamente le había
levantado de un cabezazo. Ni siquiera la vaquilla se había planteado al
aparecer que allí hubiera alguien. Pero la segunda cornada le había atravesado
la pierna, tal vez le había cortado el sartorio, posiblemente también alguna
arteria, que era la que debía estar desangrándose. Cuando le alzó en el aire
por segunda vez el peso del cuerpo del soldado había provocado un desgarro
bastante grande, tanto que uno de sus testículos estaba fuera del escroto. Para
remate, el golpe en la cabeza contra el asfalto parecía grave, también sangraba
por allí, pero Leisser había visto muchas heridas por caídas en la cabeza,
puede que aquello fuera más aparente que lo de la pierna. Trató de taponarle la
salida de sangre usando la tela del propio abrigo del soldado, cuyo faldón en
esos momentos estaba justo al lado de la hemorragia. La sangre no paraba de
salir. Leisser gritó pidiendo auxilio. La vida de aquel hombre se le iba entre
las manos. La sangre le manchó las puñetas de su gabardina, ya había impregnado
toda la superficie de sus manos. Cuando aparecieron los primeros compañeros de
aquel hombre, aquel ya había muerto. Estaba, según el capitán que mandó aquella
operación, en un lugar mejor que en el que ellos estaban.
Leisser
había visto morir a muchos hombres, pero nunca de aquella manera. Aquel capitán
apenas tuvo unas palabras marciales sobre el deber cumplido, ignorando que no
era el deber de aquel hombre de permiso controlar una desbandada de vacas y
toros. Verdaderamente aquel capitán era un niño jugando a la guerra como si
aquellos hombres fueran peones de ajedrez o soldaditos de plomo. Leisser deseó
darle un puñetazo bien fuerte en el mentón. Sólo hubiera servido para meterle
en problemas. Temió que aquel puñetazo pudiera darle muy graves consecuencias.
Se contuvo mucho de no destrozarle a golpes la mandíbula cuando dejó de hacer
presión en la herida abierta. Un río de sangre salió a presión como un
surtidor, para después salir sosegadamente formando un charco junto al hombre
muerto al que aquella sangre apenas unos segundos antes daba vida. Un soldado
le invitó a levantarse con una suave palmada en el hombro. El capitán se agachó
para certificar él mismo la muerte de aquel hombre, a pesar de que ya había
sido corroborada por el propio Leisser y otro soldado. Se levantó y les ordenó
terminar el trabajo iniciado antes de hacerse cargo del cuerpo, como si del
campo de batalla se tratara.
Una
hora más tarde habían abatido a todos los animales. El cuerpo de aquel soldado
había sido envuelto en una manta y montado en el camión. El capitán les ordenó
quitarse las gorras y dijo unas palabras como si fuera el capellán militar. Si
por este hombre hubiera sido, él lo hubiera sido todo en aquella guerra. Pero en
ese gesto que le repugnaba a Leisser, los soldados a su mando encontraban en él
algo respetable, por extraño que pareciera. Como la persona que simpatiza con
su raptor cuando su vida depende del raptor.
Apenas
habían hecho aquello por controlar realmente a cuatro vaquillas.
Era
ya muy tarde, las diez de la noche, cuando Leisser llegó al bar de mala
reputación donde encontró a Nina la noche anterior. No había cenado, pero
quería encontrarla. Un desasosiego le recorría su interior después de lo de
aquel hombre. Tenía las manos limpias, se las había lavado en su habitación. El
capitán le proporcionó una gabardina nueva como recompensa por la que estaba
manchada de sangre, ya que estaba de permiso. Aquello fue extraño, un acto
teatral de cortesía después del trágico suceso. Era como si aquel hombre no
sintiera. En el bar no estaba Nina.
-¿Eres
uno de los militares que ha quitado de la calle a esos toros? –le preguntó el
dueño del local acercándose a la mesa con un plato de comida humeante.
-Sí
–contestó Clemens Leisser sin ningún orgullo ni pasión.
-Muchas
gracias, muchacho, toma esto de parte de la casa –le dijo dejándole el plato
delante suya y dándole una gran palmada en la espalda que le hizo inclinarse
hacia delante.
Leisser
aceptó el plato metiendo la cuchara dentro para comenzar a cenar. No estaba
nada mal cocinado. A fin de cuentas así había sido su vida los últimos meses.
Pensaba en aquel chico, pero sobre todo en lo fortuito de la vida. Un vaso de
vino después de comer y después otro y otro. Pasó otra hora antes de que Nina
apareciera en el local. Sin duda venía de haber acompañado a algún cliente un
rato, pero también ella se alegró de verle. Fue directa a sentarse a su lado.
-Nina
–le dijo-, mañana por la mañana vuelvo al frente.
-Aún
tenemos la noche.
-Pero
quiero volver. Volveré en cuanto pueda. Mientras, si tú quieres…
-¿Has
oído lo de los toros? Dicen que se escaparon lo menos diez.
-Si
tú quieres podríamos escribirnos.
Nina
tomó un trago de vino del vaso de Clemens.
-¡Camarero,
trae otro vaso! –ordenó desde su mesa Leisser, lo trajeron rápido y se
sirvieron dos vasos de una jarra nueva de vino-. ¿Qué me dices?
-Hay
que ser muy valientes para enfrentarse a los toros. Dicen que hirieron a uno de
los soldados. Pobrecito, pero ahora quizá pueda ver a su mamá.
-Sólo
nos queda esta noche, Nina. Necesito saber si…
-Sí.
Escríbeme –contestó pasándole el brazo por los hombros, él la besó.
-¿Dónde…?
-¿Sabes
escribir?
-Sí.
-Yo
no. Sólo sé hacer mi marca.
Leisser
sacó una libreta y una pluma estilográfica muy barata y algo vieja. Anotó la
dirección que le dijo Nina y volvieron a beber juntos antes de besarse.
-¿Quieres
pasar esta noche conmigo, es tu última noche? –le preguntó Nina tocándole el
interior de sus muslos.
-Nuestra
última noche.
-Sí.
-Sí,
quiero.
-Entonces
paga y vámonos.
Leisser
sacó su cartera y pidió la cuenta, que pagó de inmediato. Cuando se levantaron
apareció de nuevo el dueño del local dándole de nuevo las gracias por lo de las
vaquillas que él mismo confundía con toros. Estaba notablemente bebido lo justo como
para valorar como algo muy positivo cada cosa que le contaban que le gustaba.
-Entonces,
¿tú estuviste en lo de los toros? –le preguntó Nina con los ojos iluminados de
una forma novedosa y admirativa.
-Sí,
yo estuve allí –le contestó sin orgullo Leisser.
-¡Qué
callado lo has guardado! ¡Bésame, héroe!
Leisser
la besó en un beso más húmedo y más pasional que todos los besos anteriores.
-Hay
otras cosas que no te he contado, cosas vergonzosas –le dijo tras besarla.
-¿Ah,
sí? ¿Cómo qué? Si vas a escribirme no debemos tener secretos, mi héroe.
-Pues
por ejemplo, esta mañana estuve en el concierto de Año Nuevo –dijo Leisser
sonriendo con su broma.
Ella
sonrió con una pequeña risita. El dueño del local, que estaba al lado, estalló
de entusiasmo:
-¿Habéis
oído todos? ¡Este hombre ha estado en el concierto de Año Nuevo!
Todos
los presentes hicieron reverencias mientras Nina reía falsamente llevada por el
vino.
-Cántala,
Jakob –le pidió Nina al dueño del local sujeta al brazo del sargento Clemens
Leisser.
El
dueño del local se sintió animado por todos y comenzó a entonar el comienzo de
las notas más conocidas de La marcha Radetzky. Poco a poco todos los
presentes le acompañaron con sus voces cada vez más altas. Y con sus palmas,
también cada vez más altas. Y con sus tacones en el suelo. Cantaban igualmente
unísonos, casi marciales, como una máquina germana, todos acompasados como
marchando juntos de verdad, como pudiendo hacer frente en ese momento a
cualquier adversidad. Nina reía agarrada a Clemens, y Clemens, con una sonrisa
tiraba de ella hacia la puerta. La marcha Radetzky llenaba todo el
lugar, como lo había llenado la vaquilla al arrollar a aquel soldado. Como lo
había llenado la sangre del desgarro de su pierna. La situación parecía cómica,
pero todo el local parecía pasar del humor de las borracheras a la
compenetración unísona de voces, palmas y taconazos sincronizados. Como una
marcha maquinal y férrea. Como algo imparable. Como si Austria entera se
estuviera movilizando en aquel local entre jarras de vino a medio beber, vasos
vacíos y vasos llenos. Incluso el director de la orquesta de la mañana podría
haberse sumado el tanto de aquella noche sin estar allí, y probablemente con
seguridad sin que allí hubiera alguien que hubiera estado en el concierto,
salvo Leisser. Los austriacos de aquella ciudad parecían encantados con La
marcha Radetzky.
La
noche continuaba. Por la mañana el sargento Clemens Leisser marcharía al
frente.
Por
Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá
de Henares, 22 de enero de 2015. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar,
con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial
(1914-1918).
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