En uno de mis trabajos pasados de archivero me tropecé con un expediente judicial del corrigimiento de Alcalá de Henares en el siglo XVIII que hube de catalogar y describir, ya que dormía el sueño de los justos y desconocidos probablemente desde que se incendió el Archivo Central de la Administración en 1939 y fue salvado del fuego siendo trasladado en bruto al actual edificio del Archivo Arqueológico Regional de Madrid. En aquel inmenso lote de expedientes que me tocó trabajar había algunos expedientes muy llamativos e importantes entre otros más comunes. De algunos simplemente no digo nada, reservo un poco la información, de otros algo he comentado con algunos amigos investigadores, y con otros creo que se podría trabajar alguna cosa. De hecho, la Historia local y social de Alcalá de Henares podría cambiar ligeramente cuando los investigadores se inmersen en ellos. Cuando decidan hacerlo, algún día, de manera seria, no de forma superficial; esto es: invirtiendo varios años de su vida, que esa es la tarea del historiador. Desde la subrogación de la Universidad de Alcalá a finales del siglo XVIII atendiendo a las necesidades económicas despilfarradoras de Carlos IV (auténtico antecedente para su cierre provisional por los acontecimientos revolucionarios europeos y españoles del momento y finalmente estocada letal para su cierre en 1836), a la invasión Napoleónica en 1808 en la ciudad, la presencia de revolucionarios franceses en la ciudad en 1793, las testamentarias de los vecinos, la trayectoria notarial de determinadas familias muy conocidas y de los corregidores de la ciudad desde el siglo XVI al XIX (de la que ya adelanté un listado de corregidores que confeccioné), las costumbres sociales y los delitos que nos indican que había una sociedad no tan religiosa en el XVIII como se nos suele vender, la extensión de la lectura y las simpatías ideológicas a través de los inventarios de bibliotecas familiares (a menudo de una decena de libros), los conflictos de rentas entre Iglesia, Universidad y vecinos, la extensión de la jurisdicción del corregimiento alcalaíno y como se nota ya que la ciudad tiene en el siglo XVIII una importancia regional más judicial y administrativa que universitaria (aunque esta pervivía), los pormenores que ocasionaron los militares del XVIII en la convivencia municipal, los censos de establecimientos de hostelería y las adulteraciones del vino, los escándalos públicos, los conflictos de mercado, las aportaciones de grano en modo de impuesto a los silos y otras muchas cosas están allí. Como sea, yo dije al empezar el párrafo que me tropecé con un expediente concreto, no porque no haya otros que me parezcan mucho más sustaciosos o importantes, sino porque aquel expediente judicial que se cursó por la vía de lo criminal con el reinado de Carlos III dio el caso de que estaba relacionado con otros dos o tres más perdidos en otros lotes que, por casualidad, igualmente me tocaron a mí también, por lo que pude relacionarlos en su descripción para facilitar la tarea a futuros investigadores. A mí me inspira el escribirle un relato literario uniendo todas las partes del proceso que derivó en tres o cuatro casos abiertos. Doy comienzo hoy a ese relato corto basado en hechos reales con el primer capítulo. Espero que os guste.
EL AMANCEBAMIENTO DE BLASI Y VIVIEL
Capítulo
1: El Buhonero.
El
cementerio de Valencia estaba bañado por la llovizna nocturna aquella mañana.
Pedro Viviel y su hija, María, enterraban a su esposa y madre dentro de un
ataúd sobrio y pobre, apenas mal lijado. Antonio Blasi, un alto italiano
piamontés, les acompañaba en el silencio. Sólo las letanías roncas en latín del
sacerdote se dejaban oír. Los dos mozos enterradores habían acabado de bajar el
ataúd y comenzaban a echar tierra sobre él con sus palas. Blasi tenía su
sombrero entre sus manos sin decidirse a tener un gesto con María Viviel de
consolarla pasando su brazo por sus hombros. No lo hizo. Había sido
amorosamente rechazado por ella y no contaba tampoco con la aprobación de su
padre, allí presente, para esa relación. Sin embargo ambos consentían su
presencia. Había sido su dinero ganado como vendedor ambulante el que los había
mantenido prácticamente desde el comienzo de la enfermedad que llevó a la tumba
a aquella mujer. Pedro Viviel ya se sentía muy viejo y fatigado para seguir
trabajando, aunque lo intentaba. No quería que su hija mantuviera la vida de
perdición que había iniciado siendo prostituta, pero no le quedaba más remedio
que aceptar los hechos, no podían vivir sin este trabajo de ella. Últimamente
la aparición por Valencia del buhonero italiano les había sido muy útil para
sobrevivir y para sobrellevar los gastos de la enfermedad y la muerte familiar.
Le valoraban por ello. Pero Pedro Viviel no podía consentir el matrimonio de
María con el italiano. Del mismo modo que ya le dijera ella a Antonio Blasi,
cuando vino a pedirle su mano a su padre, éste le informó que ella estaba
casada.
Antonio
Blasi, que había habituado los servicios de ella casi desde que llegó a aquella
ciudad, no hubiera imaginado entonces que aquella preciosa mujer de la que se
enamoró estaba casada pese a ser prostituta. Pero ya no era sólo la afirmación
de ella, si no también la del padre de ella la que la confirmaban como casada.
Aceptaban su presencia y apreciaban su ayuda en aquellas semanas últimas de la
vida de la que en esos momentos estaba siendo enterrada, pero no podían
consentir añadir a la prostitución la bigamia. Vivían en un pecado profundo que
apesadumbraba a Pedro Viviel.
Los
mozos acabaron de echar toda la tierra que debían echar en la tumba. Se
retiraron a la vez que el sacerdote recibía unas monedas del italiano. Aquella
difunta mujer no supo de la vida de su hija. Hubiese sido un disgusto mayor en
sus últimos días.
El
padre y la hija se dirigieron con el buhonero al carromato de este. Estaba en
la puerta del cementerio. Las mulas que lo llevaban esperaban pacientemente.
Primero subió ella, ayudada por su padre y por Blasi. Su falda larga y sus
enaguas le dificultaban subir por sí sola. Luego subió Pedro Viviel y por
último Antonio Blasi, que cogió las riendas para comenzar un lento camino hacia
la casa de ellos. No había ya lágrimas. La larga y dolorosa enfermedad que
habían padecido en la familia las había secado ya todas a la vista. Aunque
padre e hija llorarían a solas cada uno en sus respectivos cuartos esa noche.
El dolor se compartía mutuamente con el silencio, ya no con los sollozos. El
camino en el carromato era silencioso. El silencio de la muerte. Ni siquiera
leves roces queriendo decir algo, ni miradas en el camino. Sólo el silencio.
-Quiero
que te reformes –dijo lacónicamente Pedro Viviel a su hija sin volver la cabeza
al fondo del carromato, donde ella estaba-. No me encanezcas más perdiendo tu
alma.
María
Viviel levantó la cabeza para mirar a su padre, del cual sólo veía la nuca.
-Lo
haré –dijo ella.
-Antonio
–le dijo ahora él al italiano sin cambiar su postura estática-, nos has ayudado
bastante. Nos pagas hasta los gastos de la casa y vives con nosotros, cuando no
tenías por qué hacerlo. Si mi hija viviera contigo llevaría mala vida, seguiría
siendo una concubina.
El
italiano escuchaba a aquel hombre en silencio mientras llevaba el carromato,
aunque sus palabras eran plenamente atendidas. Aquel no era el momento para
contradecir a un hombre que acababa de enterrar a su esposa.
-Eres
un hombre mayor que mi hija –prosiguió Pedro-. Eres buhonero y eres piamontés.
Mi hija no puede llevar buena vida contigo aunque dejase de ser puta y no
tuviese esposo. Ella es española y joven, y para ser honrada debe tener una
casa.
María
escuchaba a su padre sin interrumpirle, igual que el italiano, pese a que no
creía que necesitase a alguien para valerse por sí misma y ser honrada.
-Su
esposo la abandonó cuando supo que era puta –continuó el padre-. El muy cretino
estuvo siete meses casado con ella sin saberlo. Lo supo cuando la encontró en
la cama con Luis Tesón, ¿y sabes quién era Luis Tesón?
Antonio
Blasi negó ligeramente con la cabeza.
-Su
sargento –prosiguió Pedro Viviel sin haber atendido al gesto del italiano para
contestarle-. El cretino de mi yerno es un soldado de la infantería de Flandes
que se casó con mi hija sin saber que era puta y tuvo que saberlo porque ella
se acostó con su sargento –Pedro Viviel, paró de hablar un instante, tragó
saliva y se volvió a dirigir a su hija-. ¿Quieres reformarte? Pues busca a tu
marido. Hazlo por ti o por tu madre. Busca a tu marido y vuelve a convivir con
él. Deja la mala vida.
-Sí,
padre –dijo ella a media voz.
Pedro
Viviel puso sus manos sobre las manos del italiano, que sujetaba las riendas
del carromato, y parando el viaje le dijo mirándole a la cara.
-Antonio,
has sido bueno con nosotros. No puedes casarte con mi hija, pero consiento en
que vivas con ella como si fuera tu esposa para que busques a su esposo. Eres
buhonero y tienes pasaportes para viajar por las Españas. Contigo le será fácil
–el italiano, mirándole a los ojos, asintió con la cabeza-. Pero cuando le
hayáis encontrado, vete. Desaparece. Sigue tu vida y no molestes en la de
ellos.
Pedro
Viviel puso especial dureza en el tono de su voz de sus últimas frases. Antonio
Blasi volvió a dar movimiento al carromato.
-Así
lo haré –dijo.
Pedro
Viviel no volvió a hablar en el resto del viaje. Todos compartían un silencio
sumido en el dolor familiar que trascendía la reciente muerte vivida. Pedro
Viviel quería acabar sus días con la conciencia de haber encauzado la vida de
su hija. Antonio Blasi tenía la esperanza de conseguir que ella acabara
viviendo con él, pese al encargo de su padre, funesto para sus sentimientos.
María Viviel no creía que necesitara a nadie, ni que la vida errante fuera mala
o deshonrosa, sin embargo, los últimos días de vida de su madre la hicieron
pensar. No quería seguir siendo prostituta. Quería asentarse y volver a comenzar
su vida. Retomarla. Eso implicaba reencontrarse con su esposo y hacerle
comprender que iba a reformarse. Debía pedirle perdón y reconquistarle. No
podía empezar de nuevo divorciada de él. Los divorcios quedaban reservados para
excepcionales nobles de alta cuna. La separación era prácticamente inaccesible,
requería de una Real Cédula del Consejo Real de Castilla, casi nadie la obtenía
y ella no estaba en posición de solicitarla, pues aunque su padre podría mandar
la solicitud al Rey en nombre de ella, por abandono del hogar del cónyuge,
nunca podrían haber explicado ni justificado la profesión de María a Carlos
III. Debía atravesar España en busca de su marido desaparecido y reanudar su
matrimonio. Reencontrarse con él pasaba por convivir con aquel italiano que tan
unido a ella y su padre había estado en esos últimos meses.
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