“Lento,
ve lento”, dijo suavemente. “Claro, era así”, pensó él. La luz empezó a
inundarlo todo, desde dentro de ella. Al comienzo no lo notaron, porque nació
desde muy dentro de su cuerpo, donde el corazón bombeaba rítmicamente la sangre
y la impulsaba con fuerza por las arterias y las venas. Las vísceras
funcionaban todas a la vez gracias a la fuerza de ese corazón, la oscuridad de
su interior fue desapareciendo poco a poco. Ellos abrazados no lo notaron. La
luz al principio se traslució a través de su piel, era como una bella llamarada
que no quemaba y lo abarcaba todo. Salió blanca y brillante por su boca, sus
ojos, su nariz, orejas, ombligo… Una luz blanca y pura que envolvió a la pareja
abrazada hasta hacerles desaparecer dentro de sí misma mientras cobraba tanta
fuerza que los colores de los objetos de la habitación desaparecieron y con
ellos los objetos. Esa luz se filtró por las rendijas de la persiana y por los
resquicios de la puerta. Era tan potente que inundó el pasillo, las
habitaciones contiguas, el edificio, los árboles de alrededor…
“Lento,
ve lento”, dijo suavemente ella. “Claro, era así”, pensó él.
Todo
inundado de luz en su mente, mientras se duchaba. Ella estaría a punto de
llegar mientras él pensaba en aquella enorme luz nacida de ellos que ya cubría
toda la ciudad entera. Una luz donde cabía todo un mundo completo, donde se
movían las hormigas y las personas, donde los planetas orbitaban, donde los
amaneceres y los atardeceres estaban allí, posibles. Fue entonces cuando
sonaron aquellos tres golpecitos en la puerta del baño. No tenían que haber
sonado, pues no había nadie más que él en su propia casas, pero sonaron los
tres golpecitos. Todos sus pensamientos quedaron en suspenso. La puerta se
abrió. Corrieron la cortina de la ducha. Un hombre extraño le miró cara a cara.
Antes de que él pudiera reaccionar aquel hombre alto y enjuto le ordenó:
“duerme”. Sin poderlo contener, obedeció la orden, cayó dormido dándose un
ligero golpe hacia atrás contra la pared rociada de agua, resbaló por los
azulejos y terminó caído sobre sí, como sentado en cuclillas, en una extraña
posición entre infante e inane.
“Lento,
ve lento”, dijo suavemente ella. “Claro, era así”, pensó él cuando abría los
párpados despacio y la luz le hacía doler los ojos. Ella estaba borrosa, pero
cada vez más clara. “Abre los ojos”, dijo, “como en la película”, y sin poder
comprender la oscuridad profunda y fría como la mano de la muerte por la que
acababa de atravesar su vida, abrió los ojos lentamente, inundándolo todo de luz,
viéndola a ella, clara, nítida, donde la luz, siendo ella la luz. Y respiró,
probablemente el mismo aire que respiraba ella. Se sonrieron. Luz.
Por Daniel L.-Serrano "Canichu", noviembre de 2015
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