Estamos en la antesala del final del relato
conjunto de Luis
Abad conmigo, con los ilustradores Chicha "Excelentísimo Chechu", Ramón
Sánchez y Zia Mei. Hoy Ramón, Ramonadas, nos trae su última ilustración para este proyecto, obra, conjunto. La imaginación onírica y surrealista mezclada con el realismo, dentro de sus grafismos propios de las viñetas, o de la pintura de cultura popular o Arte Pop, nos ha acompañado en sus ilustraciones. Entre tanto, Ruiz, Fabra y un asesino en serie. Que
la cerveza os acompañe en el capítulo penúltimo.
UN MAL BUEN INICIO
Capítulo XII
-Tú
sabes algo que yo debiera saber –sentenció Fabra a modo de saludo al sentarse
en la mesa del bar donde se había sentado Helena Cobeño.
-¿Me
ha seguido? –preguntó Helena Cobeño sorprendida por aquella invasión de su
espacio.
-Creo
que más bien estás siguiéndonos tú. Te he visto en la escena del crimen. Me
pregunto que hacías tú allí. Qué hacías tú en muchos de los sitios de este caso.
Me pregunto por qué nos estás ocultando algo. Pero sobre todo sé que eres algo
más que una víctima. No sé si por tu mente confusa o por otra razón, pero no
creo que fuera una casualidad que estuvieras en ese circo de vísceras de ahí
fuera.
-Déjeme
en paz.
Fabra
sacó un pequeño sobre de papel de uno de sus bolsillos y lo puso sobre la mesa
moviéndolo de vez en cuando con una de sus manos. Lo cogía y lo levantaba dando
pequeños golpecitos con él en la mesa mientras el camarero les servía y ellos
se dejaban servir. Ella pidió una cerveza. Él pidió un café sólo. El café llegó
negro y oscuro dentro de su taza humeante. La cerveza resbalaba finas capas de
hielo sobre el cristal de su vaso. Un pequeño plato de patatas bravas con un
tenedor clavado acompañaba la bebida. Dentro del sobre no había nada, pero Fabra
jugueteaba con él, como si tuviera algo, algo incriminatorio. Helena Cobeño
miraba el sobre intentando hacer que no se notara, cosa difícil cuando alguien
se sienta enfrente de alguien, cara a cara.
-Antes
de estar aquí he estado con tu padre –dijo Fabra con la taza a la altura de una
de sus manos y el sobre bajo los dedos de la otra.
-¿Y?
-Hemos
hablado de Olga Albescu. Conocías a Olga Albescu.
-Sí.
-Lo
sé, no era una pregunta.
-¿Y
qué importa?
-Sabes
que es una de las víctimas. Y creo que sabes las relaciones fraudulentas con tu
padre, tanto como yo –Fabra arriesgó por el todo.
-Hubo
una exoneración de cargos por aquello.
Fabra
dio dos golpecitos a la mesa con el borde inferior del sobre. Helena bajó la
mirada paseándola del sobre a la taza de café del policía.
-Dante. El asesinato de Olga evoca a Dante.
-Muy
literario.
-Las
cuerdas con serpientes son de la Divina Comedia, del foso de los
ladrones. Como las que la ataban a ella.
-Se me
antoja que sabes mucho, Helenita.
Ella
intentó levantarse de la mesa. Él la paró tomándola suave pero firmemente de
una de sus muñecas, como una esposa de carne.
-No
hace falta que desperdicies esa cerveza. Bébetela conmigo. Me sigue apeteciendo
hablar.
-Yo
no quiero.
-Ya
no importa lo que quieras. Y tu salvación depende de lo que yo desee hacer, y
lo que yo desee hacer depende de lo que tú quieras hablar.
-Todo
es una cuestión ética. Hay otro.
-¿Otro?
-Un
capitán del ejército.
-¿Quién?
-No
lo sé.
-¿Dónde
está?
-No
está.
-Has
dicho que había otro, ¿dónde está?
-Ya
no está –repitió Helena casi hablando a su cuello.
-Entiendo
–dijo Fabra recapacitando la trascendencia del ya no estar de aquel capitán.
-Cinco
asesinatos.
-Cuatro.
-Jennifer
Cebrián, Olga Albescu, Manuel Roncallo, el capitán y quien quiera que sea el
del coche, son cinco, más tu secuestro.
-No
sé quién es el del coche, pero no ha sido él. Son cuatro.
-Sabes
mucho. Creo que vas a tener que venir conmigo. Levántate con normalidad y
acompáñame a la salida.
-En
esta ciudad se han desbordado los asesinos.
-De
eso ya hablaremos.
-Señor
Fabra, ¿cree usted en el calentamiento global?
-¿Perdón?
-Ya
sabe, en el cambio climático. Dicen que el mar engullirá islas y playas, que
media España estará dentro del agua del mar, sin embargo dicen que el agua
subirá cuatro centímetros. ¿Qué son cuatro centímetros? Apenas nada. El agua un
poco más cerca de las toallas en verano.
Fabra
se desconcertó con este giro de la conversación, pero no lo externalizó. Siguió
tirando de aquel hilo, quizá fuera algo.
-Para
que todos los océanos y mares de La Tierra aumenten cuatro centímetros de agua,
¿cuántos litros de agua crees que se necesita? ¿Y de dónde crees que salen?
Salen de los casquetes polares, de la fundición de sus hielos. Se libera su
agua y se llenan los mares, ese deshielo provoca un descenso de las
temperaturas y las corrientes de aire buscan nuevos lugares por los que correr.
Todo es una cadena de sucesos. ¿A dónde nos lleva esto?
-¡Aquí!
–gritó la joven clavándose de un solo
golpe seco el tenedor de las patatas bravas justo en un lateral de la garganta.
Fabra
saltó hacia atrás en un acto reflejo, tirando con gran estrépito su silla y
cuánto había en la mesa. El resto de la clientela comenzó a gritar histérica
mientras en otro acto reflejo Fabra recuperaba su frialdad casi
instantáneamente para taponar el chorro de sangre que comenzaba a brotar de la
herida profunda del tenedor retirado del cuello con rapidez por la propia
Cobeño. Ordenó a gritos al camarero que trajera trapos limpios indicando que
era policía. El camarero no reaccionaba. Estaba pálido, tanto como se estaba
poniendo pálida la cara de la bella Helena. La sangre estaba taponada por la
mano de Fabra, sin duda saldría toda si la retiraba. Probablemente el tenedor
alcanzó alguna vena o, peor aún, la arteria. Unos pocos minutos después de
desorden y escándalo, llegaron rápidos los servicios médicos que aún estaban
trabajando en los restos del asesinado del aparcamiento. Helena Cobeño fue
encamillada e introducida en la ambulancia que salía con estruendo hacia el
Hospital Príncipe de Asturias.
Fabra
salió del bar totalmente enfadado. Tampoco esto lo había visto venir. Este caso
estaba escapando a todas sus lógicas. Nada respondía a nada.¿Y si todos eran el
resultado del caos? Pero el asesino respondía a un perfil muy educado, casi un
intelectual o un extraño ser ético con una moral confusa, como la del Diablo,
cuando era un ángel que quería hacer cumplir la voluntad de Dios usando los
caminos prohibidos de Dios.
La
sangre de Helena Cobeño había brotado caliente como quien abre un grifo de agua
y rompe el mando para cerrarlo. Sus manos y su traje estaban manchados de
sangre. Ni siquiera le importó, no pensó en ello, no tenía conciencia de estar
asustando a la gente que le veía caminar rápido hacia su coche. Quizá todo
estuviera unido en una cadena de sucesos trágicos de consecuencias
imprevisibles, como el calentamiento global del planeta, quizá una enfermedad
había provocado otra creando un segundo asesino, o quizá todo fuera un refinado
producto de asesinatos finamente lógicos desde unas ideas intelectuales
deformes. Lo único que sabía mientras conducía su coche a toda velocidad por
las avenidas que le llevaron hasta el otro extremo de la ciudad era que estaba
furioso, aunque externamente parecía estar todo en calma, pese a la sangre que
le manchaba.
Otra
inocente podía morir. Una inocente equivocada, demasiado implicada con el
culpable, en sus emociones o en sus pensamientos, pero una inocente. Una
inocente envenenada del veneno del crimen. El crimen, como una plaga, que se
extendía por la ciudad. Recibió una llamada en el manos libres, los de la
ambulancia decían que había fallecido en el camino. Ahora él estaba allí, en
medio del campo verde del campus universitario de las facultades de
Ciencias. Aún había conejos asustados ocultos tras las matas más salvajes,
mientras algunos estudiantes reían a lo lejos. Su coche aparcado cerca de las
vías de tren, no muy lejos del viejo armazón de hormigón que en un pasado
remoto fue el hangar de aviación militar del aeródromo más moderno de Europa.
Ahora sólo era un esqueleto donde los jóvenes bebían alcohol los fines de
semana y escuchaban música, a pesar de las vallas que la Universidad trató de
poner en aquel lugar. Con los puños apretados, cesó su tensión física para
acercarse a uno de los grupos de jóvenes que bebían no muy lejos. Eran dos chicos y tres chicas. Tenían consigo
un par de botellas de ron, varias más de cerveza y algo de refrescos de cola
para mezclar con el ron en vasos de plástico de un litro, todo con su
inseparable bolsa de hielo. Una compra fácil y barata en una tienda de
ultramarinos regentado por chinos. Daba igual, también los españoles lo
hubieran vendido antes de que esas tiendas fueran mayoritariamente de chinos.
Sin embargo, las bolsas de plástico donde las habían traído tenían claramente
el nombre de un supermercado español que tenía centros por todas las ciudades y
pueblos de España.
Fabra,
sin mediar palabra agarró uno de aquellos vasos recién llenados de ron y cola y
bebió un trago que lo dejó por la mitad. Los jóvenes protestaron. Uno de ellos,
el más vociferante, le había llamado viejo apestoso, parecía que iba a sacar
una navaja. Fabra sacó su pistola reglamentaria de forma rápida y pegó un tiro
que impactó al lado de los pies del joven. Tan cerca que le podría haber
reventado el tobillo. No llevaba ninguna navaja. Fabra regresó a su coche. El
mundo estaba enfermando.
Amanecía perezosamente. En esos momentos recibió un mensaje
de Ruiz. “Los muñecos de barro, numeración azteca”, ponía. De acuerdo, los
aztecas numeraban los muertos con sus puntos, pero ya sabía los que había,
demasiados.
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