El domingo pasado me regalaron un títere de mí en la actualidad. Me lo regaló una amiga llamada Clara Palencia, que está en el paro y que hace artesanalmente marionetas. Yo, en las mismas circunstancias, hago bolsos con telas vaqueras recicladas y le había cosido uno que le prometí regalárselo en noviembre pasado, con el retraso de que la primera vez que se lo prometí fue en verano. Yo no esperaba este títere de mí, ella tampoco, porque como digo ella hace marionetas para niños y para decorar o para usar, pero la falta de tiempo hizo que dejara mi marioneta en un títere de los de palo por debajo y brazos móviles. Hace mucho tiempo, hace treinta años, otra persona me había regalado ya un títere de los de palo por debajo. Fue mi abuela materna, Antonia García Díaz. Lo hizo en el Hospital del Niño Jesús, en Madrid. Se trataba de un títere del hechicero Gargamel, el malo de la historia de Los Pitufos. Era la primavera de 1985 y yo tenía cinco años a punto de cumplir seis. Esa serie de dibujos animados estaba de moda entre los niños, aunque venía de muchos años atrás en otros países del Norte de Europa. En España eran totalmente innovadores, anteriormente estaban prohibidos. No hace mucho, el año pasado, investigando para otra amiga en el Archivo General de la Administración, encontré expedientes de censura de la dictadura de Franco referente a Los Pitufos como cómic y como cuentos. Estaban prohibidos por incitar a los niños, según los censores, a la magia negra. El único que prácticaba algo así era este Gargamel. Con el paso del tiempo vemos que era una solemne tontería. Sólo se trataba de un cuento más por capítulos en absoluto dañino para un niño. En los primeros años 1980 alcanzaron mucha fama en el país y en el resto del mundo, e incluso tuvieron aquella secuela llamada Los Snorkels, que vivían debajo del agua.
Yo estaba hospitalizado por una meningitis de tipo B, y lo estaría por mucho tiempo. Una fotografía que conservo me muestra con un pijama blanco con dibujos de aviones de la Primera Guerra Mundial en color rosa, con ojos tristes o cansados ya de vuelta en mi casa. Me la hicieron mis padres, mi madre anotó la fecha de mayo de 1985, el mismo mes en el que murió mi abuelo materno, su padre, mi abuelo Félix Páez García. Las fechas así cuadradas me hacen pensar la inmediatez y cercanía de todas las fechas trágicas de aquel 1985 en la familia. Lo cierto es que mi mente guarda muchos recuerdos de aquella hospitalización de varias semanas de duración. Era mi segunda hospitalización, pues uno o dos años antes se me hospitalizó por otra enfermedad en el Hospital del Rey, también tengo recuerdos de aquello, curiosamente. Los tengo incluso bastante claros a pesar de la poca edad que tenía. Dicen que las grandes impresiones de la vida se marcan más en los recuerdos. Deberá ser eso. Yo recuerdo a mi abuela dándome este títere de Gargamel mientras yo estaba en la cama del hospital de la sección de niños afectados de problemas de corazón. No había sitio para mí en el ala de niños infecciosos. Por raro que parezca los médicos no podían trasladarme de habitación y me preguntaban si yo quería moverme de allí. A mí me gustaba la ventana de mi cuarto. Me daba tranquilidad mirar a la carretera, donde por la noche se veían los coches que venían, pensaba que vendrían mis padres, pero mis padres no podían venir. Mi abuela Antonia venía a visitarme todos los días, siempre traía algo. Cuentos, pinturas, cochecitos de metal y otros juguetes. La recuerdo vestida de negro, pero si atiendo a las fechas aún no había muerto el abuelo, o quizá mi enfermedad fue después de esa muerte. Yo recuerdo haber recibido la noticia de la muerte de mi abuelo en casa de mi vecina, que nos cuidaba a mí y a mi hermano aquella noche.
Una día por la tarde, al atardecer, la abuela vino a mi cama y sacó este Gargamel, con el que estuvimos jugando. Me preguntó si quería que me cambiaran de habitación, que ella y mis padres sabrían dónde estaría y seguirían viniendo a visitarme cuando pudieran, pero que mi hermano no podía venir, no le dejaban entrar, dije que sí, que si ellos iban a seguir viniendo sí quería que me cambiaran. Me cambiaron de habitación aquel mismo anochecer. Yo no podía tener compañeros de habitación en el ala en el que estaba, pero en la nueva ala sí. Tenía de compañeros a un chico y a una chica. Ella podía doblar su dedo gordo de la mano hasta tocar su anverso. Guardo muchos recuerdos y anécdotas de aquellas semanas. Un intento de fuga, el hijo de un musulmán rico totalmente escayolado, termómetros rotos, fluor de dientes que se comían, un escáner de cerebro, la quema de muchos juguetes míos y la salvación de algunos por cabezonería mía tras aplicarles una enfermera compasiva tratamientos de esterilización, recuerdo la comida... a veces, muy de tarde en tarde, me viene a la nariz y al paladar el olor y el sabor de aquellas comidas, como si fueran espejismos de mis sentidos, vagos recuerdos fantasmales de recuerdos vivos. Me acuerdo de conversaciones, de juegos, de enfermeras... De muchas cosas. La meningitis B era por entonces una enfermedad con una tasa muy alta de mortalidad infantil o bien de dejar afectado al cerebro de por vida. Pero por entonces el régimen cubano de Fidel Castro, su inversión en investigación médica en Cuba, había dado con un medicamento experimental para curar la meningitis en niños. Lo habían probabo muy pocos niños en el mundo y los médicos españoles le ofrecieron a mis padres probar conmigo. Mis padres firmaron los permisos. Y me curé, aunque estuve uno o dos años yendo a revisiones médicas. Fui uno de los primeros niños del mundo curados gracias a aquella medicina, una de tantas que el gobierno ahora pretendía negar con financiación pública, como la de la hepatitis C. Los medicos avisaron de que quizá el sol me afectaría antes que a otras personas a lo largo de mi vida cada vez que estuviera largo tiempo al sol. Nunca me ha pasado tal cosa de dolor de cabeza, mareo, o lo que sea, por estar mucho al sol, cuando me pasó era por problemas de visión. También barajaron otras posibilidades a largo plazo, hacia mi ancianidad. Todo aquello está por verse. Aún quedan muchos años.
Pero volvamos a aquella primavera de 1985. Mi abuela Antonia me regaló el títere de Gargamel y jugamos con él. Recuerdo su tristeza y su traje negro, ahora me cuadra más desde hace mucho tiempo, desde que tengo uso de conocimiento para cuadrar e hilvanar las fechas de aquella fotografía de mi regreso a mi casa y la muerte de mi abuelo. El pasado 8 de marzo de este 2015 Clara Palencia me ha regalado un títere de mí. No sé si algún médico de los que me atendieron hubieran dado algo por mí en 2015. Por lo que sé, alguno debió barajar un "no". Me gustaría verles ahora, darles un gracias, o decirles, "aquí sigo, gracias". Probablemente algunos habrán muerto ya, o se habrán jubilado, o serán muy ancianos. Mi abuela murió el 12 de junio de 2007, muy anciana, apuntando hacia los cien años sin llegarlos a alcanzar. Le dediqué un poema aquel día.
Me ha gustado el títere que me hizo Clara, es un Canichu adulto en un objeto que me recuerda claramente desde el mundo de la infancia. Ahora guardo a los dos títeres, el de Gargamel y el mío en la misma caja que me dio Clara. Hay en los títeres una sinceridad no siempre apreciada por los más adultos, pero todos los adultos asienten positivamente ante los títeres. Son como puentes de unión con un "yo" antiguo, el niño que fuimos, la niña que fuimos. La última vez que vi unos títeres actuando fue en octubre del año pasado, en la celebración del Mercado de Cervantes, en la Plaza de las Bernardas de Alcalá de Henares, mi ciudad, ¿o tal vez era en otro evento? Había toda clase de público. Un montón de personas viéndolos. Sus gracias siempre iguales de cachiporra y complicidad pidiendo ayuda al público, seguían arrancando las mismas risas y sonrisas perennes con tonos de niño, incluso en los acentos adultos. Clara hace bien en seguir dando vida a marionetas y a títeres. Y quien desee tener uno, hace bien en tenerlo y hace bien en pedírselo. Son parte de innumerables vivencias personales que todos tenemos con ellos individualmente. Todos hemos visto títeres y marionetas, incluso en estas épocas, en la calle Mayor y en estas otras fiestas citadas, los niños siguen parándose ante los títeres, pequeños seres cómplices de su mundo interior. Amigos íntimos del infante en un mundo de adultos que no tienen porqué serlo, que reviven, que no paran de revivir, que su vida es un revivir continuo, y el que no revive es porque quizá ya es otra cosa más allá de lo adulto, más allá, más oscuro.
Saludos y que la cerveza os acompañe.
hay otra imagen de los títeres en Diversidad Diacrítica:
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