domingo, octubre 19, 2014

NOTICIA 1399ª DESDE EL BAR: DAME UNA FRASE Y TE DARÉ UN MUNDO



DAME UNA FRASE Y TE DARÉ UN MUNDO


-¿Javier Gil?

-Sí, yo soy.

-Me lo imaginaba más pequeño.

-Pues ya ve que no. Podría tirar de un carro cargado yo sólo.

-Está bien, sígame, pequeño Javito.

Los dos hombres atravesaron el pasillo de la pintura gris en las paredes y las manchas de tabaco en el suelo. La gente de aquel lugar fumaba tanto que una ligera nube de humo cubría los espacios como si fuera una niebla. Las ventanas estaban cerradas. Llovía ligeramente. Afuera los campos verdes olerían a hierba húmeda. Pero eran campos de rugby, nada que ver con los campos de trigo de la meseta castellana. Eran campos de rugby anglosajones que cultivaban hombres altos y fornidos con balones oblongos en las manos, altos y fornidos como el propio Javier Gil, que había sido forjado por el arado y los cultivos, su carne morena tostada por el sol y curtida por otra lluvia, muy lejana de aquel lugar.

Al fondo del pasillo había una única puerta de madera con una pequeña cristalera que no dejaba ver nítidamente el interior, pero dentro de aquella nueva habitación había un despacho iluminado cuya atención central era una gran mesa de madera llena de papeles tras la que se sentaba un hombre obeso de ojos pequeños y un fino bigote negro. Su bombín y su gabardina estaban en un perchero muy por detrás de él. Una secretaria joven y rubia, de cuerpo más bien breve, con una cintura que Javier Gil hubiera podido abarcar con una mano, se sentaba en uno de los lados de aquel lugar, como si no quisiera molestar ni ser percibida, como si fuera un mueble más con su máquina de escribir. El hombre que le acompañó cerró la puerta tras de sí volviendo a su puesto original, abandonando al joven Javier Gil ante aquel hombre a punto de entrar en los años de su otoño más invernal.

-O sea que usted es Javier Gil.

-Sí, yo soy, buenos días.

-Buenos días. Siéntese por favor.

Javier Gil se sentó frente al hombre.

-Llámeme Q –sacó unos papeles y una pluma y se los dejó extendido frente a él-. Firme debajo de donde dice 19 de octubre de 1914.

Javier Gil firmó sin hacer ninguna pregunta. Ya sabía lo que contenía aquel documento. La secretaria se levantó de su sitio casi sin ruido. Le recogió los papeles nada más terminar la rúbrica y los metió en una carpeta que se llevó consigo de nuevo a su puesto junto a la máquina de escribir. Q miró a Javier Gil lentamente antes de volver a romper el silencio.

-Europa se desangra y Barcelona es el gatillo.

Javier Gil escuchaba atentamente.

-Ahora usted es de los nuestros. Su lealtad está con su Graciosa Majestad Jorge V. Seguirá siendo un súbdito español, pero su lealtad está con el Reino Unido. ¿Lo entiende?

-Sí.

-Alfonso XIII es neutral, pero nos preocupa su germanofilia. Afortunadamente muchos compatriotas suyos son aliadófilos. Sabemos que en Barcelona existe un tráfico abundante de alemanes y austriacos. Hombres y mujeres de turismo que esconden oscuras intenciones en realidad –el hombre gordo que se hacía llamar Q sacó un puro de una cajita de madera tallada, le quitó la vitola y le cortó un extremo sin parar de observar a Javier Gil, tras un breve silencio le ofreció la caja, Javier Gil rehusó-. Fume –le ordenó.

Javier Gil cogió uno de aquellos cigarrillos puros. Lo encendió con un elegante encendedor que le pasó Q.

-Son habanos –dijo Q soltando una voluta enorme de humo-. ¿Le gusta Cuba? Cuba fue de ustedes. Podemos conseguirle una mansión allí si todo sale bien cuando acabe toda esta guerra. Y si nos complace su trabajo, por supuesto.

Javier Gil tenía ganas de toser con el humo del puro pasando por su garganta, pero se contuvo. Su mueca le delató, Q ignoró aquello.

-¿Puedo tutearle, señor Gil?

Javier Gil asintió con la cabeza.

-Cuba es un buen lugar que bien vale una lealtad. Dame una frase y te daré un mundo.

-Sí, lo haré.

-¿El qué harás?

-Conoceré al empresario alemán que me han dicho y lo mataré como si fuera un crimen común. Lo mataré con estas manos –dijo Javier Gil mientras enseñaba sus enormes manos que podrían haber abarcado un coco entero-. No habrá problema.

Q sonrió.

-Nosotros nunca te hemos dicho nada.

-Sí.

-Pareces buen chico. Quizá esta guerra sea lo mejor que te haya pasado.

-Una guerra nunca es buena.

-Cierto, pero nosotros somos otra clase de hombres.

Javier Gil estrujó el cigarrillo puro en el cenicero y permaneció callado. Los hombres eran hombres, ante la guerra sólo sabía que ninguno quería morir, ni que mataran a sus padres y hermanos, que ninguno deseaba que violaran a su esposa ni a su novia, ninguno deseaba vivir con la muerte al lado a cada momento, ni tampoco quería ninguno perder su casa o sus campos.

-Piensas –dijo Q-, pero ya tienes tu misión.

-Sí.

-Esperamos mucho de usted. Miles de jóvenes están muriendo en Francia. Los campos se están llenando de sus entrañas. Con una sola muerte, la que tiene usted encomendada, puede usted ayudar a parar esto. Miles de jóvenes tienen su futuro en sus mano, Javier. No les traicione. Cumpla con su deber. Puede irse.

Javier Gil se levantó y cerró la puerta al salir de nuevo al pasillo. Q se quedó con su secretaria y las volutas de humo. El pasillo gris y estrecho como un nicho estaba vacío. El primer hombre estaba al otro extremo. La ventana que daba al campo de rugby mostraba la llegada de los primeros jugadores. Unos jóvenes con uniformes amarillos de franjas negras y cascos de cuero. Se quedó mirándoles un rato. Algunos jóvenes bromeaban entre ellos mientras los organizaba el árbitro. Al fin salieron del campo de juego los que debían esperar su salida en el banquillo. Se colocaron un equipo frente a otro, el silbato sonó y ambos equipos chocaron entre sí. Forcejeaban entre ellos con empujones violentos mientras un lateral recibió de improviso el balón por los aires. Corrió con él todo lo que pudo. Le derribaron dos jugadores contrarios, pronto fue aplastado por otros tantos. Parecía que le habían pisado el gemelo de una de sus piernas. Uno de aquellos tacos de metal de aquellas botas debió atravesarle nada más comenzar el partido. Casi se podía oír el sonido de dolor a través del cristal. Un alarido entre la llovizna y el barro, un alarido entre todos aquellos hombres en disputa, un alarido que ni el árbitro había podido evitar con sus normas, aún con todo el partido recién empezado no podía terminar, uno de aquellos chicos del banquillo salió para sustituir al chico que se llevaban en camilla. La guerra por el balón oblongo prosiguió.

-Me deberás unos cuantos mundos, Q –murmuró Javier Gil mientras abandonaba el lugar para salir a aquella lluvia. 

Afuera se oían los alaridos sin final.

Por Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá de Henares, 19 de octubre de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

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