viernes, febrero 28, 2014

NOTICIA 1311ª DESDE EL BAR: EL FRÍO QUE NOS ACOGE MIENTRAS LOS ROBOTS CAMINAN ENTRE LOS HUMANOS (capítulo 9)



Capítulo 9: En la ciudad.

Código soñó que un colibrí volaba delante de su cara, estático, mirándole. Aquel pájaro era tan preciso como un robot. Siglos de evolución había transformado la constitución de aquel precioso animal en una perfecta máquina para comer del interior de las flores más altas y más inaccesibles. Sabían buscar aquello que querían. Era una especie misteriosa, por mucho que se sabía de ella. Para él era misteriosa. Allí estuvo, con sus vivos colores, delante de él en su sueño. Era imposible no verle. Su mente se lo mostraba. Era lo que quería ver.

Código se levantó de su cama. El día comenzaba sin ningún encargo ni misión que realizar. Los días en la ciudad galáctica se regulaban por las horas. A falta de gravitar alrededor de una estrella, se veían necesitados de controlar las luces de la ciudad subiendo y bajando su intensidad imitando las horas del día y de la noche del planeta madre, La Tierra. Hasta el punto que incluso imitaban la variación de las horas de luz del día según las estaciones, a pesar de que no imitaban la temperatura variable de las mismas. El cielo siempre era en general oscuro, con las estrellas rodeándoles, como aquel nuevo día en el que salió a la calle, pero la intensidad de las luces en las calles imitaban un día soleado.

El automóvil gravitatorio de la autoescuela del robot Sergio Pérez le pasó cerca sin detenerse. Iba en dirección al ayuntamiento. Código observó como se alejaba. Era temprano, quizá iba a recoger a un alumno. Daba igual, era un robot empático, cualquier cosa podría haberle motivado a empezar a trabajar tan temprano. Quizá ni estuviera trabajando. Puede que simplemente quisiera dar un paseo antes de empezar a dar clases. Aquel robot manumitido era muy curioso. Sus circuitos empáticos habían hecho de él un ciudadano normal y corriente más. Era el mejor amigo de Enrique Bermejo, lo que le hacía pensar a Código en la inmensa soledad del antiguo gestor madrileño. Sabía que también era amigo de don Juan Manuel, pero aquel capo sólo era amigo de sus socios. Por cuestiones de gobierno podría haber sido amigo, o al menos entenderse bien, con la alcaldesa Anna Guillou, sin embargo había un abismo entre ellos lleno de ambiciones personales. Al menos, pese a la soledad de Enrique Bermejo, este tenía un amigo, aunque fuera el robot Sergio Pérez, que había desaparecido con su coche entre las calles que iban al ayuntamiento. Él, Código, apenas podía decir que tuviera un amigo. Mucha gente le conocía por su trabajo, pero nadie era alguien al que pudiera llamar amigo. Lo más parecido fue Grisóstomo. El anuncio de su muerte hace unos días le había borrado de aquel mundo. Fue un accidente. Cuando pulsó el lanzamiento de la cápsula unipersonal no sabía que él estuviera allí.

Código atravesó un par de calles cuando apareció sobre él un carrito gravitatorio con el logotipo “Cafés Álvarez-Dardet”. La chica rubia que lo pilotaba descendió hasta poder estar mirándose ambos a la cara. Todas las mañanas se encontraban en la misma calle a esas horas.

-Hola, Santi –le saludó Código.

-Buenos días, Código –le devolvió el saludo la chica rubia y de pelo ondulado.

-Dame lo de siempre –pidió Código.

Santi, la chica rubia, comenzó a preparar un café en la máquina del carrito mientras calentaba algo de leche. Era un pequeño negocio bastante especial. Era la única vendedora ambulante de cafés de la ciudad flotante. Le había quitado el carrito a su pareja en un divorcio bastante reñido. Ahora su expareja se encontraba muy lejos, rehaciendo su vida en un planeta distante, mientras ella llevaba mucho tiempo feliz con aquella pequeña venta de cafés que le permitía conocer a múltiples personas. Tenía su clientela fija, como Código, gente fiel a un estilo de consumo.

-¿Cómo va tu cuadro? –preguntó Código mientras le dejaba el dinero en una bandeja del carrito. Santi pintaba cuadros desde aquel divorcio, no se le daba mal.

-¿El de la cabra? Bien, a mi me gusta cómo va quedando –contestó-. El otro día conocí a un tipo que insistía en darle una explicación, pero le dije que sólo era una cabra. Creo que no le gustó la explicación. Pero no había nada más detrás. Es muy realista, se parece mucho a las de las imágenes de la Enciclopedia Única. Cuando la acabe te la enseñaré.

-A veces se buscan demasiadas explicaciones –Código cogió su café y le dio un sorbo mientras Santi le devolvía las vueltas de su dinero-. Anoche soñé con un colibrí. Era bonito. Rojo, azul, con el pico amarillo… Estaba volando delante de mi cara. No se apartaba.

-Qué bonito. ¿Lo tocaste?

-No. Sólo lo miraba.

-No hubieras podido tocarlo. Pueden volar estáticos en el aire, pero no creo que se dejen tocar. ¿Has visto alguna vez alguno real?

-No… ni siquiera en los planetas. Tal vez en La Tierra…

-Sí, tal vez –dijo Santi con una sonrisa-. ¿Si quieres te pinto uno?

-No hace falta, gracias –Código de repente recordó a aquel eremita de Indonesia, le había venido a la memoria con el recuerdo de aquel sueño-. Oye, Santi, ¿qué crees que significa que el viento acerque palabras de voces conocidas?

-Aquí no hay viento, salvo cuando se conectan los imitadores de brisas para favorecer a nuestros organismos –dijo Santi algo desprevenida por la pregunta, pero al ver la cara ausente de respuesta de Código añadió-, pero quizá te pueda ayudar Raquel, la escritora… Raquel… ¿cómo era?

-La escritora… Raquel Hernández Luján –resolvió Código.

-Sí. Ella. Dice que puede comunicarse con el pasado –contestó la rubia de pelo ondulado mientras recibía dos clientes nuevos.

-Gracias, Santi. Sólo era una tontería. Adiós –Código se alejó mientras Santi se despedía y recibía a los nuevos clientes.

Código había recordado de la nada las palabras del eremita. No sabía muy bien qué querían decir, pero tampoco parecía que fuera buena idea optar por visitar a una mujer que decía comunicarse con el pasado. Ahora se le mezclaban los pensamientos del sueño del colibrí, con los del recuerdo del eremita. En realidad nunca le había abandonado aquel recuerdo. Poco a poco se acercó a la Calle Mayor. En buena parte, desde que regresó le había entretenido la devolución de la polizonte y la muerte de Grisóstomo. Esta mañana era la primera que había descansado bien y soñando. La Calle Mayor reproducía perfectamente una calle medieval de la región europea del viejo planeta La Tierra. Imitaba un núcleo comercial como se suponía que lo fue en la ciudad madre. A esas horas algunos comercios comenzaban a abrir. Otros ya estaban abiertos. Código terminó su café y entregó su vaso a una de las cajas de reciclado instantáneo que había en una de las innumerables columnas del porticado de ambos lados de la calle. La calle era larga, recta y plana. Reproducía adoquines de piedra en el suelo de su zona central, que dejaba ver el cielo galáctico. A los lados los soportales de columnas al estilo medieval soportaban la reproducción de las casas que se suponía estaban ahí en la ciudad madre. Eran casas de una o dos alturas, no muy altas, con gran variedad de estilos arquitectónicos. A los jóvenes estudiantes les solían llevar allí a pasear para darles clases de arquitectura y Arte. Código paseaba para iniciar una mera ronda mientras esperaba algún encargo de parte del gobierno local. No tardó mucho en encontrarse delante del escaparate de “Especialidades Siglo XX”, una tienda de anticuario que trataba de vender objetos preferentemente del siglo XX. Su dueño se llamaba Juan Manuel Peña. Este hombre, alto y calvo, tenía cierta fijación con ese siglo. En su tienda cabían antigüedades de otra época, pero prácticamente todos sus anaqueles los ocupaban ordenadores, televisores, radios, libros, teléfonos y otros objetos del siglo XX. La gran mayoría no eran antigüedades reales. Eran reproducciones de la más alta gama, de un lujo exclusivo por su fidelidad absoluta. Objetos que se habían fabricado en las mismas condiciones que los originales para garantizar un mercado de coleccionistas. Había otros objetos que imitaban las antigüedades, pero en realidad se adaptaban a las necesidades de su época actual, estos otros eran más zafios, según el vendedor. A esas alturas y en una ciudad galáctica era difícil encontrar auténticas antigüedades del siglo XX, pero alguna había. Eran pocas, pero sin duda las más admiradas, deseadas y caras. Prácticamente no encontraban compradores en la ciudad, cuyos ciudadanos se acercaban a la tienda sólo para verlas como si fuera una sala de exposición. El señor Juan Manuel Peña se contentaba con tenerlas allí porque le gustaba tenerlas, sólo cuando se acercaban a un planeta se vislumbraba la posibilidad de tener nuevos clientes con nuevas capacidades. Precisamente la llegada del señor Yogui a la ciudad podía suponer una oportunidad única. Además, traía una exposición temporal con la exclusiva pieza de Historia que suponía el cuerpo crionizado de Borja Montero. Había colocado ya una guitarra eléctrica y un par de discos en el escaparate. Ahora, al lado de Código, abría la puerta del negocio portando un enorme retrato del músico, del primer Borja Montero, y una caja llena de camisetas de algodón que reproducían un logotipo que sin duda fue de la época de aquel que ahora dormía. Pero no eran los únicos que estaban allí. Código no sólo se detuvo para mirar la guitarra del escaparate. “El Carbonilla” y Liliana Sáez habían madrugado para esperar la llegada de Juan Manuel Peña.

-Buenos días –se saludaron todos.

“El Carbonilla de Alcalá” abrió la conversación con Juan Manuel Peña, que terminó de abrir la puerta.

-Me gusta la guitarra –dijo mirando el escaparate-, deberías poner al lado la del almacén, la española.

-Sí, lo pensé anoche –dijo Juan Manuel Peña-, aún no he traído lo tuyo. Mis proveedores llegan a esta ciudad de tarde en tarde, ya lo sabes. Quizá lo tenga para el próximo mes.

“El Carbonilla de Alcalá” asintió de forma automáticamente. Llevaba tanto tiempo esperando un teléfono móvil original sin recibirlo que tenía asimilada la respuesta. Él no era coleccionista. Simplemente desconfiaba de todos los aparatos transmisores de su época. Creía firmemente que su función que los conectaba con el ciberespacio era una forma más de mantener un control sobre la vida individual por parte de la Federación o de las grandes compañías, como Galaxia Eléctrica, cuyos ejecutivos habían comprado parte importante de esos sistemas hacía apenas unos meses. “El Carbonilla” recibía su apodo de la portada de un viejo disco de un cantante de flamenco; disco que le vendió el propio Juan Manuel Peña. Su parecido era enorme. Piel aceitunada, pelo largo y moreno con unas puntas blancas en el flequillo, ojos penetrantes y oscuros. Se diría que él mismo era el cantante, pero uno de ellos no era del siglo XX. “El Carbonilla” tenía un trabajo modesto y mecánico en la zona mecánica del subsuelo de la ciudad galáctica. Había sido siempre muy celoso con su vida. No tenía actividades comprometedoras, pero recelaba de ser espiado. Había comprado un par de teléfonos móviles  en tiendas de antigüedades para poder comunicarse con su familia. Tenía en su casa incluso una pequeña antena y un equipo moderno que permitía distribuir las señales de los antiguos aparatos. Sin embargo, el suyo había recibido un golpe no hacía mucho. Fue en la calle. Tropezó con una personalidad conocida de la ciudad, el abogado de la alcaldesa y de Galaxia Eléctrica, Juanca López. La caída del aparato supuso su rotura. Desde entonces esperaba que Juan Manuel Peña le consiguiera un nuevo aparato, o al menos piezas para reparar el que tenía averiado. No podía ser difícil, era una tecnología básica para lo que ahora usaban.

El caso de Liliana Sáez no era diferente. Ella era escritora, no se fiaba de nada que fuera electrónico. Veía en ellos un espía en su vida. Buscaba denodadamente papel y un lapicero, como si fuera un tesoro reservado sólo para pocos habilidosos en la técnica de escribir a mano, en un mundo donde la electrónica ya había barrido con ello en buena parte. Ella se sentía una especie en extinción, a la que le gustaba escribir su prosa como se acostumbraba “antes”. Lo cierto es que el papel y los instrumentos para escribir en él nunca habían desaparecido de la vida de la Humanidad. En numerosas ocasiones, por catástrofes o conflictos, se había demostrado que la información más importante debía guardarse en soportes físicos, por mucha copia y originales que hubiera en modo electrónico. Aún más, las batallas de las grandes empresas por el control de las ventas de sus productos electrónicos habían provocado entre los siglos XXI y XXII la pérdida de más de la mitad de la producción escrita de las sociedades del momento, ya que los formatos incompatibles para guardar datos habían llegado a alcanzar la desaparición de libros y documentos incluso anteriores a aquellos siglos. En ocasiones parecía que se tenía más información de un siglo tan retrasado como el siglo XIX que del más cercano siglo XXII. Sin embargo, el papel y cualquiera de sus productos de escritura, ya fueran lapiceros, bolígrafos, estilográficas, máquinas de escribir o impresoras de papel, eran productos de lujo. Eran altamente caros. No era común que los tuviera gente ordinaria. Ella los buscaba y gastaba el dinero que fuera necesario, defendía la necesidad de regresar a esa costumbre. Además, el acto de la escritura a mano era un acto íntimo. Leer un texto manuscrito suponía leer el trazo del pulso de alguien. Era lo más cerca que se podía estar de una persona, fuese de la época que fuese ese alguien. Coincidía con “El Carbonilla” en el recelo contra las nuevas tecnologías, que imperaban. No obstante, el precio del papel y la producción de bolígrafos era mayoritariamente propiedad de algunas grandes empresas que en realidad se dedicaban a generar suministros mecánicos para las grandes compañías energéticas. No había una industria papelera específica. Ella y él habían quedado esa mañana para desayunar juntos y aprovechar para visitar “Especialidades Siglo XX”.

-Creo que para ti sí tengo algo –le dijo Juan Manuel Peña a Liliana Sáez-. Aún no se ha agotado la caja de cuadernos que me llegaron cuando éramos área metropolitana de Madrid D.F., si los quieres, los tengo en la tienda. Esta vez te duró algo más el otro cuaderno.

-Sí -dijo ella-. No tenía mucho que escribir. Pero hoy se me ocurrió una historia terrible. ¿Sabes lo de Grisóstomo?

-Sí, ¿cómo no saberlo? –contestó Juan Manuel Peña mientras todos asentían. Código sólo miraba la guitarra, pero les escuchaba como un añadido a la conversación.

-Pues creo que podría escribir una historia de misterio –dijo ella.

-Pues ya la leeremos cuando la acabes… en nuestras pantallas –bromeó Juan Manuel Peña.

-Yo tengo una historia mejor –dijo “El Carbonilla”.

-¿Cuál? –chismoseó Liliana.

-Pat Patri, la botánica –dijo enigmático al parar un segundo-, desde que regresó de Indonesia dicen que no se la ve. Entró en su invernadero, y… ¡zas!

Código se interesó por esto.

-¿Cómo que “zas”? –dijo

-Pues eso, zas –rió “El Carbonilla”.

-Desde luego es inquietante –dijo Liliana.

-Yo le cantaría aquello de:
            “En sus cabellos se enredaron las enredaderas,
              que florearon flores blancas, flores rojas,
              flores llenas de primavera,
              y ahora ella besa, que besa y besa…”

Todos menos Código rieron.

-O sea que está enamorada –dijo sonriendo, Juan Manuel Peña.

-Sus amores rebosan “zas” –bromeó “El Carbonilla”.

-Somos humanos –dijo sonriente Liliana mientras Código se despedía con la mano y ellos entraban en la tienda.

Código tuvo una intuición. Pat Patri pudo haberse envenenado de la misma planta que Grisóstomo. A fin de cuentas, ella era la que más la manipulaba y, como el pobre Grisóstomo, también parece que estaba como desaparecida, abandonada a sí misma, dentro de un espacio. Grisóstomo lo hizo en la bodega de carga y ella, como era lógico, en su invernadero. Se encaminó directamente para allá. Debía comprobar su sospecha. De ser cierta, quizá había que hacer algo con aquella planta. Un enamoramiento, en principio, no era algo peligroso, pero los enamoramientos de aquella planta habían conducido a la muerte a Grisóstomo, y a Pat Patri parece que la encaminaban hacia la dejadez.

A toda prisa abandonó la Calle Mayor y pasó de largo la Plaza de los Santos Niños. El invernadero estaba a unos quince o veinte minutos andando, justo en la reproducción de un vivero natural de la ciudad madre, por donde también pasaba parte del río artificial. Prefirió no regresar a por su vehículo oficial. A buen paso podría llegar pronto. A la entrada de la llamada calle de Andrés Saborit, en un cruce en cruz de calles, con un precioso parque infantil enfrente suya, encontró un tráfico de vehículos un tanto fluido, y entre el tráfico un taxi gravitatorio. Código lo llamó y subió a él. En menos minutos de los pensados estaba ante el invernadero. Código encontró allí a Pat Patri sentada en la puerta.

-¿Estás bien? –le preguntó.

Pat Patri asintió con la cabeza.

-Me han dicho que no te ven desde hace días. Que no sales de aquí.

-No salgo de aquí.

-¿Por qué no sales, Pat?

-Por si vuelve.

-¿Quién tiene que volver?

-Grisóstomo.

Código la miró pensativo. Cuando Grisóstomo se envenenó ella estaba al lado. Debió envenenarse de amor también, pensó. La mayor parte de aquella especie de polen la respiró él, pero algo debió contagiarla también a ella.

-Grisóstomo no va a volver –le dijo-, no puede volver.

-Lo sé. Se ha ido.

Código se agachó para ponerse a su altura.

-Pat, vuelve a casa. Descansa. Duerme. Date un baño. Creo que estás fatigada –de hecho la bióloga tenía un aspecto algo demacrado.

Pat Patri le miró.

-Pero y si…

-No va a volver, Pat. Sabes que se ha ido. Que se ha ido para siempre.

Pat Patri asintió. Se dejó incorporar por Código. El taxista seguía allí. Código la montó en el taxi gravitatorio y le dio la dirección de la bióloga. El vehículo se alejó de allí. Código le dio dinero extra para que se asegurara que ella entraba en su casa y cerraba la puerta tras de sí, si era necesario para que la acostara. La visitaría más tarde. De momento él tenía que entrar en el invernadero a por la planta que había provocado aquello. El lugar era cálido y húmedo. Había varios pasillos con cultivos y humificadores. La planta que buscaba estaba al fondo, en su campana de aislamiento. Sin duda el envenenamiento debió ser dentro de La Nereida. Código se acercó a observar aquel espécimen de cualidades tan peculiares. Allí estaba aquel ser vivo, con su clorofila dándole la vida, provocando enamoramientos en las otras especies vivas. Sus florecillas eran llamativas. Código no quería abrir la campana de aislamiento, pero tampoco quería dejar allí la planta. Lo mejor era esperar una mejora de la bióloga para tratar el asunto, pero entre tanto, por si algún otro científico o personal de allí entraba, había que hacer algo para que nadie tocara a aquel ser vivo, que no por inmóvil a costa de sus raíces en su maceta era menos inofensivo, como lo había demostrado. Sólo se habían dado dos casos, pero uno de ellos estaba muerto y la bióloga parecía fuera de juego. Lo último que deseaba era una floración de aquellas esporas por todos los jardines de Alcalá de Henares D.F. en vísperas de recibir multitud de turistas y una gran actividad en la ciudad por un encuentro deportivo y una exposición temporal.

Un ligero sonido llamó la atención de Código. Se agachó creyendo que había pisado algo. Un montón  de cristales saltaron encima de él. La campana aislante había saltado brutalmente y la planta había sido en parte destrozada. Una nube de polvillo amarillo se expandía sobre su cabeza. Código reaccionó automáticamente huyendo hacia un extremo del lugar agazapado y cubierto por una mesa en hilera con plantas. Llegó hasta un armario pequeño. Se cubría la boca con la mano. Trataba de no aspirar aquel veneno. Por debajo de las mesas distinguió las botas del motero Paul Helldog avanzando hacia el lugar de la planta destrozada. Sin duda había disparado contra él por la espalda. Sólo la fortuna le había salvaguardado de la muerte. Y ahora la casualidad ponía ante sus ojos un trapo en una de las mesas, lo cogió sin levantarse y se lo anudó tapando su nariz y boca.

Paul Helldog estaba fastidiado, era la segunda vez consecutiva que fallaba su objetivo a la primera. Ahora tenía que buscar a Código y matarle en un cara a cara. Esperaba que Código no llevara su arma reglamentaria. De hecho no la llevaba. Don Juan Manuel había sentenciado a Código por la muerte de Grisóstomo. Era el único agente de Anna Guillou que podía haber cometido el asesinato. Con su muerte le quería mandar un mensaje a la alcaldesa, antes de su propia muerte. Paul Helldog llegó hasta la planta. La nube amarilla que había desprendido la planta y ahora se expandía por el invernadero le cubría la cabeza. Miró a sus lados buscando a Código. Al fin lo encontró agazapado a un extremo, como un animalito indefenso. Paul Helldog dio unos pasos para terminar aquel asunto mientras cargaba de nuevo su rifle. Código reaccionó rápido. Se escabulló agazapado hacia la entrada y cerró de golpe la puerta. Debía impedir que aquel polvo saliera del invernadero, algo le decía intuitivamente que eso era algo primordial. Rápidamente fue a ocultarse a otro extremo, a la espera de tener una oportunidad para tomar por sorpresa a Paul Helldog, que ahora avanzaba con cautela pero con altivez hacia la entrada, para ver si podía ver por donde se había escabullido. Sabía que no había salido. Paul llegó a la puerta y volvió a mirar lentamente a sus lados. Encontró de nuevo a Código en un rincón, tras una mesa. Se dirigió hacia allí. De repente un mareo comenzó a hacerle titubear en sus pasos. Una sudoración nerviosa empezó a brotar rápidamente de su sien. El corazón de Paul se aceleró. Y justo en ese momento, una bandeja de metal le golpeó con total contundencia en la boca del estómago. Paul se retorció sin poder contestar al golpe. Al mirar hacia arriba encontró a una bella joven de pelo corto y embozada incorporarse de su escondite debajo de otra de las mesas. Paul la miró confuso y recibió otro golpe contundente en la cabeza con una de las macetas del lugar. Paul Helldog se desplomó.

Código se levantó para mirar a la chica que le había ayudado y que hasta ese momento estaba escondida.

-Tú… -dijo Código reconociendo a Marcela, la ahora Esher Claudio.

Esther Claudio tenía polvos amarillos sobre su ropa. Sin duda una buena parte de los depósitos de la nube estaban ahora sobre ella, que continuaba mucho mejor embozada que él, ya que no sólo tenía un trapo, sino que sobre él había una mascarilla.

-Yo –dijo la joven de voz dulce, a pesar de estar resoplando en esos momentos por la acción.

-¿Qué haces aquí? –dijo Código entre sorprendido y agradecido.

Esther Claudio se volvió y se fue corriendo cerrando tras de sí la puerta del invernadero. Código debiera haberla seguido, pero tenía allí a Paul Helldog en el suelo y una emergencia con la planta. Código se inclinó sobre Paul y lo recogió para sacarlo de aquel lugar. Al salir cerró bien la puerta. El lugar iba a permanecer en cuarentena, como mínimo. Afortunadamente nada del polvo parecía haber salido al exterior. Salvo el polvo que Esther Claudio llevaba en su ropa y el que ellos mismos tenían. Código colocó sus dedos en la garganta de Paul Helldog, que permanecía demasiado quieto. Estaba muerto. Lo volvió a meter en la entrada del invernadero. Cuando llegó allí una unidad especial de socorro dictaminaron una muerte por infarto. No había sido por los golpes. Quizá había respirado demasiado de aquel polvo amarillo. Se lo llevaron en una caja sellada. Código dio orden de quemar el cadáver con sus ropas lo antes posible. Él mismo había metido las suyas en la caja con el cadáver, se había puesto otras de la propia unidad de socorro. El sellado del invernadero fue inmediato. Pero en todo esto se había perdido tiempo, mucho tiempo, para encontrar a Esther Claudio, que era tan… bella.

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