Capítulo 13: pareja de conveniencia.
La pequeña Natalia levantaba el pelo pelirrojo de Patricia de Santamaría con su mano para observarlo mejor cuando ella abrió los ojos dos días después que David el portugués. Patricia observó a la niña india, ella le sonrío soltándole el pelo. Patricia le devolvió la sonrisa. No sabía dónde estaba, ni quién era aquella chiquita, pero era la primera vez en mucho tiempo que alguien le sonreía. Extendió sus brazos desde la hamaca y la abrazó. La niña se dejó acoger por aquella mujer de pelo rojo. Era como si sus cuidados y su permanencia a su lado desde que la encontrase en la playa se vieran recompensados. En esos momentos era la niña más feliz del poblado. La abrazaba la mujer del pelo rojo. Patricia de Santamaría la abrazó porque creyó comprender que estaba sana y salva gracias a aquella niña en cierto modo, gracias a los indios que fuesen los padres y la tribu de esa pequeña. Pero sobre todo, porque al recibir su sonrisa sentía un gran deseo de abrazarla. Desde que cayera presa del corsario Paul Muys, de los piratas ingleses y después aquel portugués no había recibido afecto ninguno. Sólo había sido una mercancía. Había reprimido sus lágrimas mucho tiempo, sobre todo desde que supo que ni por parte de su marido ni por parte de su padre la buscaban… y lo de la lancha, aquel inglés de la lancha, lo que sucedió en la lancha… Aún no podía llorar. Como si todo hubiera hecho una presa en sus ojos, ninguna lágrima salía; sólo un abrazo largo a aquella niña india que la sonrió.
La niña se desprendió de su abrazo con una gran sonrisa que mostraba su infante dentadura de dientes de leche a los que le faltaba uno de ellos, que estaba creciendo. Salió corriendo alborozada de la cabaña. Patricia de Santamaría se incorporó y se levantó de la hamaca. Dio unos pasos por aquella estancia tan sencilla y humilde, llena de olores a Naturaleza. Pronto un gran murmullo de gente se dejó oír por el hueco de la puerta. La dama española miró hacia allí cuando entró David el portugués como un golpe de realidad, de su condenada y triste realidad desde hacía tanto tiempo. No era una mujer libre. No lo era ni en manos de aquel hombre que la sacó de las manos de los piratas para ponerla en las suyas, si acaso más temibles. Verle era recordar aquellas cosas de la lancha. Lo innombrable. Aquello de lo que ella también tenía culpa, aquello que inició él. Su rostro mutó su sonrisa contagiada de la niña india a su rictus serio y melancólico de realidad.
-Al fin has despertado –dijo el portugués entrando del todo-. Los vizcaínos están todos deseando conocerte.
-¿Los vizcaínos? –preguntó Patricia de Santamaría con una débil esperanza de estar cerca de españoles.
-Son estos indios. No temáis de ellos son pacíficos.
-No les he visto y ya sabía que lo eran antes de que me lo dijéseis.
-No seas tan seca conmigo, ya no soy sólo tu rescatador, soy tu esposo –David el portugués lo había dicho con su habitual media sonrisa, que a menudo era una máscara de su alma perturbada-. Me hace gracia tu cara. No te preocupes, no me he casado contigo mientras estabas ahí con medio dormida, medio despierta con fiebres. No me casaría con mi mercancía… Oh, perdona, no sois una esclava… pero cobraré por ti de igual modo… mejor, espero. Estos indios pertenecen a una misión española. Hay dos jesuitas castellanos que te están esperando ahí fuera. Fueron ellos los que nos han salvado de nuestras fiebres. Ellos creen que somos marido y mujer, y más te vale que lo sigan creyendo. Si mantenemos esta farsa quizá pueda llevarte ante tu padre.
La dama española, tan sencilla y modesta en esos momentos, tan relegada de sus títulos y crianza, tan lejos de su felicidad en una vida donde no fuera cautiva, tristemente aceptó las premisas del portugués sin decir una sola palabra. Todo lo que él decía era cierto. Aquel repugnante hombre era su única llave para poder regresar a Veracruz. Aceptar su juego era poder regresar algún día con su padre.
El portugués le tendió la mano para salir de la cabaña. Ella no se la aceptó pero se dirigieron a la puerta juntos. Salieron y bajaron al suelo ante un grupo expectante de indios e indias. Todo el poblado se arremolinó en torno a ella. Todos querían tocar su pelo. Todos extendían su mano para tocarlo. Todos lo tocaban. La situación era un tanto agobiante. Patricia de Santamaría reconoció cerca a la pequeña Natalia y la acercó a ella tocándola la cabeza. La pequeña se abrazó a sus piernas. Los dos jesuitas apartaron un poco a los indios y se presentaron.
-Nos alegramos mucho que haya despertado, señora Patricia. Hemos rezado mucho por su salud. El Señor nos ha oído. Me llamo Luis Abad y mi compañero es Alejandro García –Patricia los saludó debidamente y aún algo confusa.
-Veo que ya sabe quién es la pequeña Natalia –dijo Alejandro-. No se ha movido de su lado desde que les encontró a usted y su marido. Estos indios son los tequesta, y creo que el color de su pelo los ha cautivado. Los vi el otro día pintando un dibujo de mujer con el pelo rojo, sin duda debía ser usted.
Patricia correspondió con la noticia con un pequeño gesto de agrado con sus labios.
-Estoy un poco aturdida aún. Me he levantado con ánimo, pero me agobia tanta gente alrededor… Les agradezco mucho a estos indios sus cuidados… pero necesito algo de aire… al menos un rato –dijo Patricia de Santamaría.
-Es comprensible –dijo Alejandro-. Tome un poco de aire. Nosotros celebraremos una misa en agradecimiento a su recuperación. Vamos a prepararlo todo mientras se alivia.
Los jesuitas dijeron unas palabras en tequesta a los indios. Todos se apartaron de la dama de pelo rojo y acompañaron a los españoles al centro de la plaza del poblado, donde la cruz de madera. Patricia de Santamaría, cogió de la mano a la pequeña Natalia y paseó mirando los altos árboles de aquel lugar paradisíaco. El portugués la acompañaba. Bordearon las casas del poblado hasta ver la pequeña laguna cercana. Se acercaron a la orilla, ella melancólica agarrada a la niña india, él acompañando sus pasos por detrás de ellas. Patricia de Santamaría se paró al pie del agua. Al otro lado se veían aquellas aves grandes y zancudas de plumaje rosáceo. Nunca había visto unos animales así. Los observó absorta, huyendo de su mundo a través de su visión, a través de aquel otro mundo tan lleno de libertad y complejidad.
-Son flamingos –dijo el portugués colocándose a su lado, Patricia de Santamaría no hizo gran gesto de haber recibido la información-. Fue de lo primero que vi cuando yo desperté.
-¿Cómo saldremos de este poblado? –dijo ella sin estar segura realmente si quería salir. Era la primera vez que tenía cierta paz en mucho tiempo, a pesar de que deseara reencontrarse con su padre.
-Falta más de medio año antes de que venga por aquí un barco de aprovisionamiento para esta misión. No pienso estar aquí tanto tiempo.
-Entonces…
-El jesuita más corpulento, Alejandro, se irá dentro de varias semanas a un fuerte español que hay a orillas de otro río, el Miami. No está muy lejos, pero tampoco cerca de aquí. El fuerte encierra dentro una pequeña población española muy básica, por lo que me han contado estos misioneros. Es un emplazamiento militar, pero su pequeña población civil produce algunos objetos que estos misioneros necesitan para sacar adelante esta misión. Irá, comprará y regresará. Le he convencido para que le acompañemos. Lo han comprendido los dos. Saben que será lo mejor para nosotros intentar llegar a ese fuerte. Pero deberás ponerte ropa de hombre si quieres caminar por estos caminos selváticos.
-Eso no me importa.
-¿Ya no sois hidalga? –bromeó con oscuro e hiriente sarcasmo el portugués.
-¿Alguien me ha tratado como tal en los últimos tiempos? –Patricia de Santamaría, aún con la niña cogida de su mano, se volvió para seguir paseando por aquel lugar.
-En la vida fuera de los palacios la sangre azul es tan roja como todas. En América más. Esto es un nuevo mundo. Hasta tú desciendes de personas que no fueron más que ninguno de los que estamos en este poblado. En este nuevo mundo hay que trabajar la propia vida para tener derecho a ella –dijo el portugués como reflexión aceptada por sí mismo de las experiencias de su vida, sin pasión alguna.
Los jesuitas les llamaron para atender a una nueva misa de gracias a Dios, esta vez en nombre de la recuperación de Patricia de Santamaría. De nuevo los ruegos y gracias al Señor se combinaron con la muestra de la Biblia en alto a todos los indios. Era un libro enorme que no podían leer, pero el mero hecho de saber que contenía en sí las palabras de Dios, como le s habían dicho, les creaba un gran respeto y veneración. No eran capaces de mirarlo directamente. Todos bajaban la cabeza cuando el jesuita Alejandro lo alzaba con las dos manos por encima de su cabeza antes de empezar a leer de él. Ellos no entendían muchas de sus palabras, ni del sentido, pero comprendían que aquel Dios que había sido capaz de traer a aquellas personas desde el otro lado del mar, debía ser un Dios poderoso. Se celebró la comunión y con unos cánticos finales se cerró la ceremonia. Tras esto los jesuitas se fueron a realizar trabajos manuales con los indios barones. No hacían ascos a trabajos duros, como levantar nuevas construcciones de madera. Combinaban su evangelización con tareas del trabajo diario, lo que les hacía más cercanos a los indios. Luego, se dedicaban a intentar enseñar algo de castellano, aunque esta era una tarea constante, sobre todo con los niños del poblado.
Los tequesta no estaban del todo convencidos de aquella religión de los hombres blancos, pero iban adoptando varias de sus ceremonias. El jesuita más pequeño, Luis Abad, era bastante duro con ellos cuando les veía realizar alguno de sus rituales. Sabían que el más alto, Alejandro, se las aceptaba si las combinaban con el nombre del Dios de su libro.
Patricia de Santamaría pasó el resto de la tarde con las mujeres y niños del poblado, Natalia no se separaba de ella, estaba embelesada. Todas ellas la tocaban el pelo cuando bajaba la guardia la española. No le importaba que lo hicieran, le hacía incluso cierta gracia y halago. Era la primera vez en mucho tiempo que era el tema de atención de un grupo de gente por motivos agradables. Era como una de sus pasadas reuniones sociales… como cuando estaba con sus damas de compañía… Esther, Sonia, Julia… y con Verónica… Ese recuerdo le producía tristeza. Allí, con las indias tequesta intentaba aprender hacer la comida como ellas cocinaban, para poder seguir en contacto con ellas, con su compañía que tanto le estaba aportando, y mostrarse agradecida.
David el portugués fue a cazar con el indio Borja y otros más. Atraparon unas cuantas aves pequeñas con unas flechas cuya punta de piedra era roma. Era una táctica muy útil. No destrozaban a las pequeñas aves atravesándolas con puntas de piedra, pues sólo conocían el metal por los españoles, ellos no tenían acceso a él de otro modo. Lanzando flechas de punta roma atontaban de un golpe al ave pequeña si la acertaban bien a la altura de la cabeza o las alas. Cuando caían al suelo sólo tenían que cogerlas y retorcerlas el cuello para matarlas sin haberlas destrozado, pudiendo aprovechar toda su carne. El portugués, Borja y otro indio más, atraparon a una gran tortuga. La mataron allí y la trasportaron con cuidado, y teniendo que hacer varios altos en el camino al poblado. Esas cazas, junto a frutas y a algunas verduras que cocinaron las mujeres, fueron el objeto de una gran cena festiva en honor a que habían despertado ya los dos.
Los jesuitas bendijeron los alimentos y cenaron bien todos alrededor de una gran fogata. Pronto los tequesta sacaron rudimentarios instrumentos de percusión para tocar una música muy básica acompañada de cánticos y bailes. Era un sonido casi como de letanía, pero contagioso para bailar. Aquellos indios eran realmente muy activos, incitaban a seguir sus ritmos. Así se prolongó la fiesta varias horas hasta que, por cansancio, todos se fueron retirando a sus cabañas. Los jesuitas dispusieron una en concreto para los que creían un matrimonio. La dama española y el portugués aceptaron por guardar las apariencias. Patricia se retiró antes a intentar dormir, el portugués se quedó dando una vuelta por el poblado a la luz de la Luna llena.
Poco a poco se retiraron todos a dormir. El portugués paseó hasta la pequeña laguna. Aún a esas horas había extraños ruidos desde la selva. En la oscuridad que pretendía iluminar la luz de la Luna le pareció ver en el agua algo moverse, tal vez un caimán. Uno de aquellos enormes cocodrilos capaces de comerse una persona. Explicaba aquello porque las cabañas estaban sobre plataformas. Aquellos indios eran más listos de lo que podían suponer los prejuicios. Ahora que estaba despierta Patricia de Santamaría sólo quedaba esperar la marcha de Alejandro García al fuerte de Miami. Aquel lugar podría ser el único que les ayudara a salir de allí de modo más rápido que esperar el barco de aprovisionamiento de la misión.
Un ruido cercano entre la maleza llamó la atención del portugués. Se acercó al lugar con sigilo. Eran unos gemidos que pretendían ser sordos sin lograrlo. Cada vez eran más profundos, más sentidos. Entre la penumbra de la maleza un culo desnudo se movía hacia delante y hacia atrás sobre otro culo. El jesuita Luis se encontraba sodomizando a uno de los indios jóvenes que había ido a cazar con él aquella tarde. La piel blanca sobre la cobriza se dejaba ver bastante precisa entre los gemidos del sacerdote. No parecía que en esos momentos le molestase entenderse o no con palabras con aquel indio. El portugués observó divertido un rato pequeño hasta que se retiró con cuidado del lugar. Regresó a la cabaña que les habían asignado pensando con mofa en la labor misionera de la que tanto había hablado este hombre que no paraba de celebrar misas y bendecir por las cosas más nimias.
La cabaña estaba oscura. Sólo entraba luz por la puerta. Luz de Luna llena. Patricia de Santamaría dormía en su hamaca. Él tenía la suya cercana a la de ella. La observó. Por primera vez que la viera dormida la vio en su rostro un algo apacible, triste, pero apacible. Observó su pelo pelirrojo que tanta atención llamaba a los indios. Se acercó a ella a observarla mejor. Cerca de ella tuvo tentación de tocarla la mejilla de piel tan blanca y, aún con todo lo pasado, de un aspecto que parecía delicada, aunque probablemente ya no lo era a esas alturas. La agarró por la cintura instintivamente y la despertó con violencia arrojándola al suelo. Rápidamente se lanzó sobre ella tapándole la boca con la mano con gran fuerza, mientras con la otra mano la desnudaba. Patricia de Santamaría forcejeaba en vano, ni siquiera le era de ayuda patalear. El cuerpo del portugués la aprisionaba prácticamente por completo. El portugués también logró desnudarse de cintura para abajo en parte y la poseyó sexualmente con violencia. Cuando la penetró ella echó su primera sangre; como hidalga casadera, era virgen.
Cuando hubo acabado él volvió a colocar en su sitio la ropa de ella. Se levantó, se vistió y miró por la puerta. Ella, acurrucada contra una pared, dijo:
-Mi padre os matará por esto.
-¿Cuándo? –dijo él calmado- ¿Antes o después de que vuestra madrastra le limpie el culo?
Patricia de Santamaría calló. No lloró. Aún no podía llorar tras tantas cosas ocurridas. Se levantó y se tumbó en su hamaca. Aquello tampoco había ocurrido. Nunca había ocurrido. Aún era aquel portugués la única llave para llegar de vuelta a su padre. No quería pensar que acababa de ocurrir lo que había ocurrido. No hablaría de ello… le avergonzaba, le hacía daño reconocerlo. No, no podía haber ocurrido, como nunca pudo ocurrir lo de la lancha… aquello de la lancha… lo que ocurrió en la lancha con aquel inglés. Vivía. Y si vivía no debía ser por haber vivido aquellas cosas. No habían ocurrido. Nadie debía saberlo. Si nadie lo sabía, no habían ocurrido. Su despreciable y trastornado compañero de viaje aún era la única persona que prometía llevarle a ella ante su padre. En la hamaca cerró los ojos, no podía dormir, pero trataba de pensar en la sonrisa que aquella mañana le había regalado la pequeña niña Natalia. Sí, aquella sonrisa sí había ocurrido, y el paseo por la laguna con ella, sólo con ella, con nadie más. Había cosas que no habían ocurrido, que no debían haber ocurrido.
David el portugués se tumbó en su hamaca. Una vez que la tuvo ya no tenía más interés en ella. Para él, ella siempre había sido un medio por el que obtener beneficio. Sólo esa noche se había dejado llevar por una pasión. Ya no le interesaba más que como objeto de dinero. Los padecimientos y las alegrías de las personas no solían moverle a sentimiento. Ver a sus esclavos morir de colapso por lipotimia en las bodegas de su barco, o ver a un grupo celebrando una fiesta, no le motivaban por dentro ni más ni menos que la comprensión de esos sucesos como si fueran precisamente meros sucesos. Nunca había tenido empatía. Los otros, todas las personas, los que no eran él, sólo eran eso, otros.
Así pasaron la noche en la cabaña esta extraña pareja de conveniencia, la una por esperanza y lucha por su futuro, el otro por interés económico, dispuestos a seguir juntos, por sus diferentes motivos, a pesar de los padecimientos vitales de ella y el alma tenebrosamente oscura de él. Eran una pareja inconvenientemente de conveniencia.
Afuera, en la pequeña laguna, los flamingos dormían con la cabeza escondida bajo el ala.
La pequeña Natalia levantaba el pelo pelirrojo de Patricia de Santamaría con su mano para observarlo mejor cuando ella abrió los ojos dos días después que David el portugués. Patricia observó a la niña india, ella le sonrío soltándole el pelo. Patricia le devolvió la sonrisa. No sabía dónde estaba, ni quién era aquella chiquita, pero era la primera vez en mucho tiempo que alguien le sonreía. Extendió sus brazos desde la hamaca y la abrazó. La niña se dejó acoger por aquella mujer de pelo rojo. Era como si sus cuidados y su permanencia a su lado desde que la encontrase en la playa se vieran recompensados. En esos momentos era la niña más feliz del poblado. La abrazaba la mujer del pelo rojo. Patricia de Santamaría la abrazó porque creyó comprender que estaba sana y salva gracias a aquella niña en cierto modo, gracias a los indios que fuesen los padres y la tribu de esa pequeña. Pero sobre todo, porque al recibir su sonrisa sentía un gran deseo de abrazarla. Desde que cayera presa del corsario Paul Muys, de los piratas ingleses y después aquel portugués no había recibido afecto ninguno. Sólo había sido una mercancía. Había reprimido sus lágrimas mucho tiempo, sobre todo desde que supo que ni por parte de su marido ni por parte de su padre la buscaban… y lo de la lancha, aquel inglés de la lancha, lo que sucedió en la lancha… Aún no podía llorar. Como si todo hubiera hecho una presa en sus ojos, ninguna lágrima salía; sólo un abrazo largo a aquella niña india que la sonrió.
La niña se desprendió de su abrazo con una gran sonrisa que mostraba su infante dentadura de dientes de leche a los que le faltaba uno de ellos, que estaba creciendo. Salió corriendo alborozada de la cabaña. Patricia de Santamaría se incorporó y se levantó de la hamaca. Dio unos pasos por aquella estancia tan sencilla y humilde, llena de olores a Naturaleza. Pronto un gran murmullo de gente se dejó oír por el hueco de la puerta. La dama española miró hacia allí cuando entró David el portugués como un golpe de realidad, de su condenada y triste realidad desde hacía tanto tiempo. No era una mujer libre. No lo era ni en manos de aquel hombre que la sacó de las manos de los piratas para ponerla en las suyas, si acaso más temibles. Verle era recordar aquellas cosas de la lancha. Lo innombrable. Aquello de lo que ella también tenía culpa, aquello que inició él. Su rostro mutó su sonrisa contagiada de la niña india a su rictus serio y melancólico de realidad.
-Al fin has despertado –dijo el portugués entrando del todo-. Los vizcaínos están todos deseando conocerte.
-¿Los vizcaínos? –preguntó Patricia de Santamaría con una débil esperanza de estar cerca de españoles.
-Son estos indios. No temáis de ellos son pacíficos.
-No les he visto y ya sabía que lo eran antes de que me lo dijéseis.
-No seas tan seca conmigo, ya no soy sólo tu rescatador, soy tu esposo –David el portugués lo había dicho con su habitual media sonrisa, que a menudo era una máscara de su alma perturbada-. Me hace gracia tu cara. No te preocupes, no me he casado contigo mientras estabas ahí con medio dormida, medio despierta con fiebres. No me casaría con mi mercancía… Oh, perdona, no sois una esclava… pero cobraré por ti de igual modo… mejor, espero. Estos indios pertenecen a una misión española. Hay dos jesuitas castellanos que te están esperando ahí fuera. Fueron ellos los que nos han salvado de nuestras fiebres. Ellos creen que somos marido y mujer, y más te vale que lo sigan creyendo. Si mantenemos esta farsa quizá pueda llevarte ante tu padre.
La dama española, tan sencilla y modesta en esos momentos, tan relegada de sus títulos y crianza, tan lejos de su felicidad en una vida donde no fuera cautiva, tristemente aceptó las premisas del portugués sin decir una sola palabra. Todo lo que él decía era cierto. Aquel repugnante hombre era su única llave para poder regresar a Veracruz. Aceptar su juego era poder regresar algún día con su padre.
El portugués le tendió la mano para salir de la cabaña. Ella no se la aceptó pero se dirigieron a la puerta juntos. Salieron y bajaron al suelo ante un grupo expectante de indios e indias. Todo el poblado se arremolinó en torno a ella. Todos querían tocar su pelo. Todos extendían su mano para tocarlo. Todos lo tocaban. La situación era un tanto agobiante. Patricia de Santamaría reconoció cerca a la pequeña Natalia y la acercó a ella tocándola la cabeza. La pequeña se abrazó a sus piernas. Los dos jesuitas apartaron un poco a los indios y se presentaron.
-Nos alegramos mucho que haya despertado, señora Patricia. Hemos rezado mucho por su salud. El Señor nos ha oído. Me llamo Luis Abad y mi compañero es Alejandro García –Patricia los saludó debidamente y aún algo confusa.
-Veo que ya sabe quién es la pequeña Natalia –dijo Alejandro-. No se ha movido de su lado desde que les encontró a usted y su marido. Estos indios son los tequesta, y creo que el color de su pelo los ha cautivado. Los vi el otro día pintando un dibujo de mujer con el pelo rojo, sin duda debía ser usted.
Patricia correspondió con la noticia con un pequeño gesto de agrado con sus labios.
-Estoy un poco aturdida aún. Me he levantado con ánimo, pero me agobia tanta gente alrededor… Les agradezco mucho a estos indios sus cuidados… pero necesito algo de aire… al menos un rato –dijo Patricia de Santamaría.
-Es comprensible –dijo Alejandro-. Tome un poco de aire. Nosotros celebraremos una misa en agradecimiento a su recuperación. Vamos a prepararlo todo mientras se alivia.
Los jesuitas dijeron unas palabras en tequesta a los indios. Todos se apartaron de la dama de pelo rojo y acompañaron a los españoles al centro de la plaza del poblado, donde la cruz de madera. Patricia de Santamaría, cogió de la mano a la pequeña Natalia y paseó mirando los altos árboles de aquel lugar paradisíaco. El portugués la acompañaba. Bordearon las casas del poblado hasta ver la pequeña laguna cercana. Se acercaron a la orilla, ella melancólica agarrada a la niña india, él acompañando sus pasos por detrás de ellas. Patricia de Santamaría se paró al pie del agua. Al otro lado se veían aquellas aves grandes y zancudas de plumaje rosáceo. Nunca había visto unos animales así. Los observó absorta, huyendo de su mundo a través de su visión, a través de aquel otro mundo tan lleno de libertad y complejidad.
-Son flamingos –dijo el portugués colocándose a su lado, Patricia de Santamaría no hizo gran gesto de haber recibido la información-. Fue de lo primero que vi cuando yo desperté.
-¿Cómo saldremos de este poblado? –dijo ella sin estar segura realmente si quería salir. Era la primera vez que tenía cierta paz en mucho tiempo, a pesar de que deseara reencontrarse con su padre.
-Falta más de medio año antes de que venga por aquí un barco de aprovisionamiento para esta misión. No pienso estar aquí tanto tiempo.
-Entonces…
-El jesuita más corpulento, Alejandro, se irá dentro de varias semanas a un fuerte español que hay a orillas de otro río, el Miami. No está muy lejos, pero tampoco cerca de aquí. El fuerte encierra dentro una pequeña población española muy básica, por lo que me han contado estos misioneros. Es un emplazamiento militar, pero su pequeña población civil produce algunos objetos que estos misioneros necesitan para sacar adelante esta misión. Irá, comprará y regresará. Le he convencido para que le acompañemos. Lo han comprendido los dos. Saben que será lo mejor para nosotros intentar llegar a ese fuerte. Pero deberás ponerte ropa de hombre si quieres caminar por estos caminos selváticos.
-Eso no me importa.
-¿Ya no sois hidalga? –bromeó con oscuro e hiriente sarcasmo el portugués.
-¿Alguien me ha tratado como tal en los últimos tiempos? –Patricia de Santamaría, aún con la niña cogida de su mano, se volvió para seguir paseando por aquel lugar.
-En la vida fuera de los palacios la sangre azul es tan roja como todas. En América más. Esto es un nuevo mundo. Hasta tú desciendes de personas que no fueron más que ninguno de los que estamos en este poblado. En este nuevo mundo hay que trabajar la propia vida para tener derecho a ella –dijo el portugués como reflexión aceptada por sí mismo de las experiencias de su vida, sin pasión alguna.
Los jesuitas les llamaron para atender a una nueva misa de gracias a Dios, esta vez en nombre de la recuperación de Patricia de Santamaría. De nuevo los ruegos y gracias al Señor se combinaron con la muestra de la Biblia en alto a todos los indios. Era un libro enorme que no podían leer, pero el mero hecho de saber que contenía en sí las palabras de Dios, como le s habían dicho, les creaba un gran respeto y veneración. No eran capaces de mirarlo directamente. Todos bajaban la cabeza cuando el jesuita Alejandro lo alzaba con las dos manos por encima de su cabeza antes de empezar a leer de él. Ellos no entendían muchas de sus palabras, ni del sentido, pero comprendían que aquel Dios que había sido capaz de traer a aquellas personas desde el otro lado del mar, debía ser un Dios poderoso. Se celebró la comunión y con unos cánticos finales se cerró la ceremonia. Tras esto los jesuitas se fueron a realizar trabajos manuales con los indios barones. No hacían ascos a trabajos duros, como levantar nuevas construcciones de madera. Combinaban su evangelización con tareas del trabajo diario, lo que les hacía más cercanos a los indios. Luego, se dedicaban a intentar enseñar algo de castellano, aunque esta era una tarea constante, sobre todo con los niños del poblado.
Los tequesta no estaban del todo convencidos de aquella religión de los hombres blancos, pero iban adoptando varias de sus ceremonias. El jesuita más pequeño, Luis Abad, era bastante duro con ellos cuando les veía realizar alguno de sus rituales. Sabían que el más alto, Alejandro, se las aceptaba si las combinaban con el nombre del Dios de su libro.
Patricia de Santamaría pasó el resto de la tarde con las mujeres y niños del poblado, Natalia no se separaba de ella, estaba embelesada. Todas ellas la tocaban el pelo cuando bajaba la guardia la española. No le importaba que lo hicieran, le hacía incluso cierta gracia y halago. Era la primera vez en mucho tiempo que era el tema de atención de un grupo de gente por motivos agradables. Era como una de sus pasadas reuniones sociales… como cuando estaba con sus damas de compañía… Esther, Sonia, Julia… y con Verónica… Ese recuerdo le producía tristeza. Allí, con las indias tequesta intentaba aprender hacer la comida como ellas cocinaban, para poder seguir en contacto con ellas, con su compañía que tanto le estaba aportando, y mostrarse agradecida.
David el portugués fue a cazar con el indio Borja y otros más. Atraparon unas cuantas aves pequeñas con unas flechas cuya punta de piedra era roma. Era una táctica muy útil. No destrozaban a las pequeñas aves atravesándolas con puntas de piedra, pues sólo conocían el metal por los españoles, ellos no tenían acceso a él de otro modo. Lanzando flechas de punta roma atontaban de un golpe al ave pequeña si la acertaban bien a la altura de la cabeza o las alas. Cuando caían al suelo sólo tenían que cogerlas y retorcerlas el cuello para matarlas sin haberlas destrozado, pudiendo aprovechar toda su carne. El portugués, Borja y otro indio más, atraparon a una gran tortuga. La mataron allí y la trasportaron con cuidado, y teniendo que hacer varios altos en el camino al poblado. Esas cazas, junto a frutas y a algunas verduras que cocinaron las mujeres, fueron el objeto de una gran cena festiva en honor a que habían despertado ya los dos.
Los jesuitas bendijeron los alimentos y cenaron bien todos alrededor de una gran fogata. Pronto los tequesta sacaron rudimentarios instrumentos de percusión para tocar una música muy básica acompañada de cánticos y bailes. Era un sonido casi como de letanía, pero contagioso para bailar. Aquellos indios eran realmente muy activos, incitaban a seguir sus ritmos. Así se prolongó la fiesta varias horas hasta que, por cansancio, todos se fueron retirando a sus cabañas. Los jesuitas dispusieron una en concreto para los que creían un matrimonio. La dama española y el portugués aceptaron por guardar las apariencias. Patricia se retiró antes a intentar dormir, el portugués se quedó dando una vuelta por el poblado a la luz de la Luna llena.
Poco a poco se retiraron todos a dormir. El portugués paseó hasta la pequeña laguna. Aún a esas horas había extraños ruidos desde la selva. En la oscuridad que pretendía iluminar la luz de la Luna le pareció ver en el agua algo moverse, tal vez un caimán. Uno de aquellos enormes cocodrilos capaces de comerse una persona. Explicaba aquello porque las cabañas estaban sobre plataformas. Aquellos indios eran más listos de lo que podían suponer los prejuicios. Ahora que estaba despierta Patricia de Santamaría sólo quedaba esperar la marcha de Alejandro García al fuerte de Miami. Aquel lugar podría ser el único que les ayudara a salir de allí de modo más rápido que esperar el barco de aprovisionamiento de la misión.
Un ruido cercano entre la maleza llamó la atención del portugués. Se acercó al lugar con sigilo. Eran unos gemidos que pretendían ser sordos sin lograrlo. Cada vez eran más profundos, más sentidos. Entre la penumbra de la maleza un culo desnudo se movía hacia delante y hacia atrás sobre otro culo. El jesuita Luis se encontraba sodomizando a uno de los indios jóvenes que había ido a cazar con él aquella tarde. La piel blanca sobre la cobriza se dejaba ver bastante precisa entre los gemidos del sacerdote. No parecía que en esos momentos le molestase entenderse o no con palabras con aquel indio. El portugués observó divertido un rato pequeño hasta que se retiró con cuidado del lugar. Regresó a la cabaña que les habían asignado pensando con mofa en la labor misionera de la que tanto había hablado este hombre que no paraba de celebrar misas y bendecir por las cosas más nimias.
La cabaña estaba oscura. Sólo entraba luz por la puerta. Luz de Luna llena. Patricia de Santamaría dormía en su hamaca. Él tenía la suya cercana a la de ella. La observó. Por primera vez que la viera dormida la vio en su rostro un algo apacible, triste, pero apacible. Observó su pelo pelirrojo que tanta atención llamaba a los indios. Se acercó a ella a observarla mejor. Cerca de ella tuvo tentación de tocarla la mejilla de piel tan blanca y, aún con todo lo pasado, de un aspecto que parecía delicada, aunque probablemente ya no lo era a esas alturas. La agarró por la cintura instintivamente y la despertó con violencia arrojándola al suelo. Rápidamente se lanzó sobre ella tapándole la boca con la mano con gran fuerza, mientras con la otra mano la desnudaba. Patricia de Santamaría forcejeaba en vano, ni siquiera le era de ayuda patalear. El cuerpo del portugués la aprisionaba prácticamente por completo. El portugués también logró desnudarse de cintura para abajo en parte y la poseyó sexualmente con violencia. Cuando la penetró ella echó su primera sangre; como hidalga casadera, era virgen.
Cuando hubo acabado él volvió a colocar en su sitio la ropa de ella. Se levantó, se vistió y miró por la puerta. Ella, acurrucada contra una pared, dijo:
-Mi padre os matará por esto.
-¿Cuándo? –dijo él calmado- ¿Antes o después de que vuestra madrastra le limpie el culo?
Patricia de Santamaría calló. No lloró. Aún no podía llorar tras tantas cosas ocurridas. Se levantó y se tumbó en su hamaca. Aquello tampoco había ocurrido. Nunca había ocurrido. Aún era aquel portugués la única llave para llegar de vuelta a su padre. No quería pensar que acababa de ocurrir lo que había ocurrido. No hablaría de ello… le avergonzaba, le hacía daño reconocerlo. No, no podía haber ocurrido, como nunca pudo ocurrir lo de la lancha… aquello de la lancha… lo que ocurrió en la lancha con aquel inglés. Vivía. Y si vivía no debía ser por haber vivido aquellas cosas. No habían ocurrido. Nadie debía saberlo. Si nadie lo sabía, no habían ocurrido. Su despreciable y trastornado compañero de viaje aún era la única persona que prometía llevarle a ella ante su padre. En la hamaca cerró los ojos, no podía dormir, pero trataba de pensar en la sonrisa que aquella mañana le había regalado la pequeña niña Natalia. Sí, aquella sonrisa sí había ocurrido, y el paseo por la laguna con ella, sólo con ella, con nadie más. Había cosas que no habían ocurrido, que no debían haber ocurrido.
David el portugués se tumbó en su hamaca. Una vez que la tuvo ya no tenía más interés en ella. Para él, ella siempre había sido un medio por el que obtener beneficio. Sólo esa noche se había dejado llevar por una pasión. Ya no le interesaba más que como objeto de dinero. Los padecimientos y las alegrías de las personas no solían moverle a sentimiento. Ver a sus esclavos morir de colapso por lipotimia en las bodegas de su barco, o ver a un grupo celebrando una fiesta, no le motivaban por dentro ni más ni menos que la comprensión de esos sucesos como si fueran precisamente meros sucesos. Nunca había tenido empatía. Los otros, todas las personas, los que no eran él, sólo eran eso, otros.
Así pasaron la noche en la cabaña esta extraña pareja de conveniencia, la una por esperanza y lucha por su futuro, el otro por interés económico, dispuestos a seguir juntos, por sus diferentes motivos, a pesar de los padecimientos vitales de ella y el alma tenebrosamente oscura de él. Eran una pareja inconvenientemente de conveniencia.
Afuera, en la pequeña laguna, los flamingos dormían con la cabeza escondida bajo el ala.
Sé que este capítulo quizá sea uno de los más duros, y quizá uno de los que puedan suscitar alguna pasión por parte de algunos sectores, ya cristianos o ya ultrafeministas. Sin embargo quiero explicar antes de que se pueda producir tal cosa que es un capítulo de un relato literario. No pretende ir más allá que describir el pasaje de lo que le va ocurriendo a los personajes ficticios. No pretende ir más allá de ello. Condeno total y plenamente todo tipo de violencia sexual, antes de que alguien que lea esto pueda hacer la crítica. Que quede claro, la violencia sexual me produce gran repulsa y condena. Lo aquí escrito sólo es un pasaje de un relato ficticio aún por terminar, nada más.
ResponderEliminarDe hecho, de fondo, más allá de lo descrito, y a lo largo de todo lo que va de relato, aunque no lo vea quien no haya sabido leer entre lineas, en el fondo he tratado de expresar el drama de algunas mujeres que sufrieron desdichas y dramas personales en estas épocas doradas de la piratería. De hecho, en unos tiempos donde la literatura presentan al pirata como algo romántico, donde incluso la doncella es su pareja, me parecía de justicia describir con aspereza lo que en realidad se debía producir, tanto en la salvajada de la violencia en sí, como dentro del mundo interior de las mujeres que lo padecieron, las cuales son objeto de todo mi apoyo y respeto aunque hayan pasado 400 años. Sus historias debían ser escritas, incluso desde la ficción, de un modo más ajustado a la realidad, no creo que a la gran mayoría de ellas les agradase ver sus historias como algo bonito y de color de rosa, tipo "Piratas del Caribe". Esas historias románticas están bien, son entretenidas, yo mismo las he disfrutado, pero no responderían a la realidad... Hasta el clásico por excelencia del género, LA isla del tesoro, menciona, sutilmente, las violaciones de mujeres como algo horrible. Esa es la via que he querido mostrar siendo explícitamente duro. Como condena, no como apoyo. Que no se confunda. Para mí es condenable.