lunes, febrero 22, 2010

NOTICIA 753ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (20)

Capítulo 20: una dama española.

Las calles de Veracruz eran frescas. Al fin Patricia de Santamaría podía volver a caminar por ellas libre. José Luis de Cardenete cumplió su palabra de darla la libertad declarándola inocente si era la hidalga que era. Nada más ser reconocida por sus antiguas sirvientas el propio juez la llevó a su casa, donde la dio alojamiento. Allí, la sobrina del juez, Esther Claudio, la dio vestidos. Sus antiguas criadas la ayudaron a asearse después de pasar por aquella infecta mazmorra de la que acababa de ser sacada. Bien comida y descansada en una cama elegante y mullida con dosel, tuvo al día siguiente los propios documentos de su libertad. El juez los redactó mientras dormía. Sin embargo, aún quedaba un asunto, hacerse reconocer en la casa de su padre. Ya nadie podría tirarle verduras y huevos podridos para burlarse de ella por no creerla su palabra, pero mientras su madrastra Alana Chamorro siguiera en su casa no era libre del todo. Nadie es libre si se le niega su existencia. Ella se sabía ser la hija de su padre, hidalga de Veracruz, no podía permitir el robo de su ser. La negación de su existencia era la negación de su ser. Debía imponer su presencia, luchar por ella, pues sólo así restituiría no sólo su honor, si no también la memoria digna de su padre, tan usurpado de su condición de persona al ser manejado por esta mujer en sus últimos años en los que trató en vano de buscar a su hija mayor. La casa de los Santamaría debía ser casa de los Santamaría.

El juez Cardenete y el alcaide Camacho acompañaron a Patricia de Santamaría a la casa de su padre. También les acompañó Laura, que apreciaba en mucho a su Señora. Pero no fueron con ellas aquellas mujeres, Sonia y Sofía, que habían demostrado gran valentía yendo a reconocer a la prisión a la hija de su antiguo señor, contradiciendo así a la declaración de su actual señora, Alana Chamorro. Tenían miedo de perder su empleo si las veían con ella cuando llegaran a la casa. Patricia de Santamaría así lo comprendió y, agradeciéndoles mucho lo que habían hecho por ella, las pidió que marcharan a la casa antes que ellos para que no pudieran ser relacionadas con su libertad.

Alana Chamorro se encontraba en el mismo salón donde en el pasado conjurara para matar a los hermanos Martín, evitando así ayudar a rescatar a su hijastra. Tomaba un chocolate caliente a la taza sentada en una butaca. Hablaba con Javier Oliver cuando entraron sin por la puerta, sin llamada previa, Patricia de Santamaría y su séquito acompañante. Alana Chamorro interrumpió sorprendida su conversación, pero haciendo alarde de demostración de que aún creía que podía controlar la situación, dejó la taza de chocolate en una mesa, sin levantarse de su asiento, y les miró con entereza a sabiendas de que la presencia del juez y de su hijastra no podía significar menos que se sabía de su mentira.

-Bienvenidos, ¿qué les trae por aquí? –saludó Alana Chamorro.
-Creo que lo sabe, Señora –contestó el juez.
-¡Y bien que sí! –gritó Laura, que fue callada con un leve gesto de la mano del juez.
-Hola, Laura, ¿os va bien desde que no trabajáis para mí? –preguntó a su antigua sirvienta.
-Más decentemente –dijo desde su más profundo interior Laura.
-Supongo que en esta sala reconocerá a alguien más que a su antigua criada –dijo el juez.
-Por supuesto –dijo Alana Chamorro levantándose a besar la mejilla de Patricia de Santamaría-. Me alegro de veros de vuelta, querida hija.
-Ya me habíais visto antes –dijo Patricia de Santamaría.
-Ciertamente, Señora –apostilló el alcaide Camacho-, bajo mi prisión.
-¡Ah!, ¿erais la dama de la torre? –dijo falsamente Alana-. Oh, cuanto lo siento, mi pequeña, no os reconocí. Qué fatal error… tanto tiempo… y os creíamos muerta… vuestro pobre padre…
-No ahonde, Señora –dijo el juez poniéndose entre ellas.
-No pretendo hurgar en la herida de esta pobre, seguro que ya la habéis informado del infortunio de su padre, mi esposo, mi amado esposo –Alana cogió con sus manos la dama de su hijastra-. Pequeña mía, siento mucho mi confusión al no reconoceros, gracias a Dios que todo se ha resuelto para vos, al menos felizmente.

Patricia de Santamaría retiró sus manos de las de su madrastra y caminó hacia el asiento donde había estado sentada su madrastra.

-No sois mi madre –dijo-. Sois la viuda de mi padre… a pesar de todo. Os debo ese respeto. Y la felicidad de este encuentro se debe a la buena gente que se crió con mi padre. Decid al juez, quien soy yo.
-Mi hija querida, por supuesto –dijo Alana.
-Diga su nombre, Señora –dijo el alcaide Camacho.
-No creo que sea necesario, ella es…
-Dígalo –dijo el juez suave pero con autoridad.
-Oh… bien… Mi hija se llama Patricia de Santamaría.
-Mi padre fue Patricio de Santamaría, mi madre Alicia Fajardo. Soy hidalga por fin y muerte de mi padre, hidalga por derecho propio.
-Hija…
-Señora –interrumpió el juez-, ¿es usted la segunda esposa, y viuda, de don Patricio de Santamaría, hidalgo y vecino de esta ciudad de Veracruz?
-Sí… -dijo Alana Chamorro comenzando a descomponer la sonrisa que había mantenido.
-¿Es ella –dijo el juez- Patricia de Santamaría, hijastra de vos?
-Sí…
-Patricia de Santamaría es hidalga de Veracruz, heredera de su padre. Esta casa le pertenece. Habremos de revisa la testamentaría de su difunto esposo, Señora. Se le podrá devolver la dote que aportó al matrimonio, pero la casa, tierras y negocios de los Santamaría son de la Señora que tenéis ante vos –dijo el juez colocándose hombro con hombro a Patricia de Santamaría frente a Alana Chamorro-, doña Patricia de Santamaría, hidalga de esta villa.

Alana Chamorro, sabedora del final de sus pretensiones se acercó a una de las ventanas para ver jugar a su pequeña hija Sara en el jardín con su ama de cría.

-¿Cuándo he de irme? –preguntó fingiendo estar distante, y en realidad casi comenzando a estarlo.
-Señora, vos mintió contra la hija de su esposo, casi muere condenada por mí por ello si no llega a ser por la buena fortuna y la buena gente que la conoció –dijo el juez-. ¿Sabe lo que eso significa?
-Sí…
-Sin embargo, Señora –añadió el juez-, es cierto que al dar testimonio de su mentira no la hice jurar la cruz, como me era obligado. Confié en vuestra sinceridad… equivocadamente. No debí hacerlo. No ha cometido perjurio, aunque haya expuesto a la muerte a la hija de su esposo por intereses propios. Por esa razón creo que la Justicia esta vez residirá en que sea doña Patricia quien me pida cómo debo trataros a vos.

Patricia de Santamaría se acercó a la ventana desde donde miraba Alana Chamorro a su hija pequeña jugar en el jardín. La pequeña Sara reía con Sofía. Corría alrededor de ella y de vez en cuando ella la atrapaba entre sus brazos y la levantaba dándola una vuelta como si volara. Recordó a la pequeña niña india, a la pequeña Natalia, que tan bien la había hecho sentir cuando era presa de aquel siniestro portugués al que quería borrar de sus recuerdos, de modo imposible. Su hermanastra tenía la inocencia de una vida que aún no conocía la maldad y corrupción del mundo adulto.

-Quiero que mi madrastra siga viviendo en esta casa – Patricia se giró hacia el juez para decir esto.

Alana Chamorro se volvió hacia ella. Patricia de Santamaría prosiguió.

-Quiero que siga disponiendo de la misma, de sus tierras y de los negocios de mi padre. La nombro cuidadora de todo ello, pero no en nombre de ella.
-¿En nombre vuestro, Señora? –preguntó el juez.
-No. Será como albacea de mi hermana Sara. Nombro a mi madrastra, Alana Chamorro, albacea de todo lo que he dicho. No sólo albacea de su parte legítima, sino también albacea de mi parte, que deberá usarse en provecho de las dos. Quiero que para que no se vea privada de nada de lo que han disfrutado, sigan siendo consideradas en calidad de la persona hidalga que ha disfrutado hasta ahora.
-Pero, Señora… ¿y vos? –dijo laura acercándosela.
-Yo me iré a España –dijo Patricia tomando una de las manos de Laura entre las suyas-, y vos conmigo, os tomo a mi servicio… Y quiero que nadie que haya trabajado con mi padre y siga trabajando en esta casa pueda ser despedida de ella. De todas las rentas que los negocios y tierras de mi padre den, se me dará una parte para poder mantener mi vida acorde con mi posición, para ello, si no os importa –dijo volviéndose hacia el juez- os pido a vos que veléis por ello.
-Lo acepto, Señora, lo haré –dijo el juez.
-Patricia –dijo Alana- yo… os lo agradezco.
-No me lo agradezcáis a mí, hacedlo a una niña india… que es mi vida que hoy tengo.

Nadie entendió estas últimas palabras. Patricia de Santamaría salió de la casa para montarse en el carruaje del juez acompañada de Laura. Allí esperaron a aquel hombre, que ultimaba aquellos asuntos con Alana Chamorro. El alcaide Camacho paró su paso al ser frenado por Javier Oliver en la puerta.

-Esta mujer –dijo el caballero de fortuna- se merece todos los respetos. Dígale que como serví a su padre la serviré a ella por siempre.
-Esa mujer –contestó el alcaide siguiendo su paso hacia la salida de la casa- es una dama española.

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