lunes, febrero 08, 2010

NOTICIA 743ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (10)

Capítulo 10: dos realidades.

Santiago Cobreces, el panadero, aún recordaba las palabras de su esposa Mireia cuando el Santa Marta zarpaba de Santiago de Cuba con él y Javier Barrios, el barbero, a bordo. “Patán desagradecido, que no piensas ni en tu esposa ni en tu hijo”, le había gritado desde el puerto con el bebé en brazos. Aquella gallega le quería bien, por eso estaba tremendamente enfadada con aquellas tonterías del honor y de cumplir palabras. Si bien su esposo había dado su palabra de embarcarse en busca de una señora de alta cuna, ¿no le había dado antes su palabra a ella cuando se casaron de que siempre la cuidaría y estarían juntos? Pensaba, como buena gallega, que para él no debía haber más dama que su señora, y su señora era ella, su esposa. Todas aquellas promesas entre hombres empeñados en embarcarse contra los piratas eran pájaros volando, y muy peligrosos. Bien quería que regresara pronto y sano, tanto como quería que nunca hubiera dado su palabra para subir a aquel buque que equiparon como si fuera de guerra, pero que en realidad era un mercante cuya tripulación, además, no eran militares, sino gente de a pie de la ciudad reclutada a falta de gente de armas, ocupada esta en otras misiones.

-¿Aún piensas en lo de Mireia? –le preguntó Javier limpiando la cubierta junto a él.
-Sí –contestó Santiago lacónico-. ¿Y qué te dijo a ti la tuya?
-Carolina me pegó una bofetada. No dijo nada.

Ambos siguieron limpiando la cubierta arrodillados con un cubo de agua y paños. Con un silencio entre ellos se comprendían todas las penas inusitadas. La tormenta de la noche pasada había hecho algunos estragos en el barco. Toda la tripulación estaba poniéndoles reparo. Había mucha actividad en el Santa Marta esa mañana. Había amanecido el día claro y despejado. Simeón, un marino que normalmente estaba al mando del timón, estaba cerca de ellos, mirando el mar.

-Las mujeres son así –dijo sin dejar de mirar el mar allí de pie-. Para un hombre su mujer ha de ser su único mar, pero cuando uno es marino, bien vale que esa mujer comprenda que su hombre nunca se encuentra lejos de ella aunque lo esté. ¿Os he hablado de Naida? Ah, aquella griega… Esa mujer podría haber sido el puerto donde quedarme por siempre… Pero mi mundo está en las olas.
-Pues si yo pudiera no habría salido de Santiago de Cuba, mi mundo es bien sencillo, mi panadería, Mireia, unos dados con los amigos y nada de todas estas tonterías –dijo Santiago.
-Eso es porque no eres marino –repuso Simeón.
-Yo también me hubiera quedado de buena gana con Carolina –apoyó Javi a Santiago.
-Tú tampoco eres marino… este barco está tripulado por gente de tierra… No es buena cosa. Cuando sois marinos toda la vida, como yo, y manejáis el timón, como yo, sentís que el barco y tú sois uno. Ya no comprendéis el mundo sin dejar de viajar de un sitio a otro, siempre conociendo nuevas cosas. Sí, el Santa Marta y yo somos uno. Llevo mucho tiempo guiándolo y a veces pienso que es este barco el que me guía a mí, el que guía mi vida –Simeón hablaba con voz trascendente.

El barco seguía tranquilo su rumbo por unas aguas calmas que nadie hubiera dicho que durante la noche hubieran sido objeto de una gran tormenta. Javi y Santiago pararon de limpiar la cubierta por un momento e irguiéndose sobre sus rodillas miraron como pudieron al mar por donde miraba Simeón.

-¿Crees que encontraremos a esos piratas? –preguntó Javier.
-Sí –contestó Simeón.
-¡Restos de barco a estribor! ¡Restos de barco a estribor!–gritó desde la cofa el vigía-. ¡Cuerpo en el agua a estribor! ¡Cuerpo en el agua a estribor!

Simeón había contestado su “sí” con gran seguridad, él ya había visto aquellos restos del naufragio del barco de “los Jimis” antes de que el vigía diera la voz. Toda la tripulación se acercó a la borda de estribor con ellos a mirar todo aquello. El barco se acercó a unos cada vez más abundantes restos en el agua. El capitán del barco, Miguel Ángel Fernández, se abrió paso entre ellos y miró detenidamente el lugar. Un hombre alto y delgado en extremo, tenía la cara surcada de tantas arrugas como la palma de su mano. Casi se diría de él que estaba enfermo, si no fuera porque allí se encontraba capitaneando un barco con tanta entereza como cansancio vital. Asintió con la cabeza contestándose a sí mismo una pregunta que meditó para él mismo. Se volvió hacia los marinos de su derecha y ordenó subir el cuerpo muerto que flotaba cerca del barco. Pronto unos cuantos marineros dispusieron sogas y ganchos para poder atrapar al inerte flotante boca abajo. El capitán Miguel Ángel Fernández se volvió caminando hacia el centro de la cubierta con las manos a la espalda, para esperar que le trajeran el cuerpo.

-¿Crees que es el barco que buscamos? –le preguntó a media voz Santiago a Simeón.
-Sí. Andábamos cerca según nos informaron en Santo Domingo. Lo intuyo.

Los marineros que bajaron a por el cuerpo ya lo habían subido. Lo colocaron boca arriba sobre la cubierta delante del capitán. Estaba hinchado y azul. Lleno de agua. Tenía aquel muerto un aspecto terrible y deforme. Con venas marcadas de azul y ojos blancos y perdidos, como si hubieran reflejado el horror.
-¿Alguien le reconoce? –preguntó el capitán Miguel Ángel Fernández con las manos a la espalda, nadie contestó- ¿Ven esos rizos negros? ¿Ese aro en la oreja izquierda? ¿Y esa casaca roja? Es Jimi “el Rizos”, señores. Llevo muchos años en el oficio y le reconozco. Reconozco a los rufianes de estos mares como si fuera su madre. Nuestro barco se ha hundido.

Javi se volvió hacia Simeón para hablarle en voz baja.

-¿Dónde buscaremos ahora a doña Patricia de Santamaría?
-No lo haremos –contestó Simeón.
-Pero quizá sigua viva. Puede que la salvasen en un bote.
-“El Chicly” –de aquel modo llamaba a veces Simeón al capitán- no la buscará. Es como si estuviese muerta, aunque esté viva.
-Pero…
-Las Bahamas están llenas de islas donde se ocultan bandidos de todas clases. Acercarnos a cualquiera de las islas podría ser meternos en un fuego cruzado de piratas. “El Chicly” no lo hará. Es ya demasiado viejo.
-Pero nuestra misión… –dijo Santiago.
-Nuestra misión ha terminado –sentenció Simeón-. Haya muerto o no haya muerto, Patricia ha muerto, esa es la realidad. El capitán Fernández desearía estar sentado frente a una chimenea en España, con sus nietas, y abandonar el mar. Son muchos años… ha sido un gran marinero, el mejor, pero ya no… Algunas personas no quieren morir en el mar…

Un marinero llamó al capitán con un vestido de mujer que acababa de rescatar del mar en sus manos. Miguel Ángel Fernández lo cogió con una mano, sin dejar de tener la otra en su espalda, y lo observó.

-Señores, la realidad es que doña Patricia de Santa María ha muerto. Volvemos a Santiago de Cuba –y le entregó el vestido al marinero que se lo dio, caminando lentamente a su camarote, donde podría descansar escribiendo en el diario de a bordo las nuevas noticias.
-Pero… -dijo Javi en protesta.
-Ya lo has oído –dijo Simeón-. Volvemos a Santiago de Cuba. Enhorabuena, podréis regresar con vuestras familias, como el capitán –Simeón se fue hacia popa desentendiéndose ya de toda conversación. Le hubiese gustado, como a otros embarcados, seguir la búsqueda.

… … …

En otro lugar del mar, unos días después de aquello, una lancha vagaba a golpe de remos con dos hombres y una mujer a bordo. La huida del barco inglés en plena batalla, precipitada, sin preparar, les había impedido poder llevarse cartas de navegación o aparatos que les pudieran servir para guiarse. Tenían que haber llegado en poco tiempo al islote donde podrían encontrar ayuda de unos filibusteros que conocían. Pero desde que huyeron sólo habían visto agua. Agua y más agua del océano. El sol caía sobre ellos, sin poder resguardarse de él. Patricia de Santa María había sido maniatada a la espalda. Steinman y David el portugués remaban sin saber muy bien a dónde. Allí sólo había agua.

-No hay comida –dijo Patricia de Santamaría confirmando una realidad resignadamente, rompiendo un silencio que había durado horas.
-Cállate –le ordenó seco el portugués.
-Ella lleva razón –dijo Steinman dejando de remar-. No tenemos comida ni agua. Mis fuerzas ya empiezan a resentirse. Nos hemos perdido… ¡Mas nos valdría tirarnos a los tiburones!
-Cállate tú también –le ordenó el portugués al pirata dejando de remar él también.
-¿Cuánto tiempo vamos a durar? No hay ninguna isla.
-Tenemos las estrellas y las corrientes marinas –dijo David.
-Las corrientes marinas nos arrastraran al centro del océano, tú lo sabes.
-No, no lo están haciendo.
-¡Pues yo creo que sí! –dijo el inglés enervado.
-No hay comida –dijo triste Patricia de Santamaría.
-¡Qué te calles! –le gritó Steinman-. Ninguno tiene comida.
-Vamos a morir –dijo la dama española con sus ojos tristes, su pelirroja melena ajada y su vestido maltratado.
-No vamos a morir –afirmó David el portugués con serenidad.
-Pues yo creo que sí –dijo el inglés-. Creo que la condenada española lleva razón. Ojalá los españoles la anden buscando y nos encuentren, antes arriesgarme a la horca que a morir sin remedio en esta lancha… a fin de cuentas he ayudado a liberarla… me perdonarían, ¿no? Me perdonarían, ¿verdad, portugués?
-No lo creo. Como mucho te pudrirías en alguna cárcel húmeda de La Habana. Pero no vendrá nadie a buscarla. Su prometido no quiso saber nada de ella, creo que ya tiene nueva prometida –al decir esto David el portugués Patricia levantó la mirada con la noticia con una tristeza realzada que confirmaba los pensamientos que al respecto tenía desde que hacía un poco más de un año la raptara Paul Muys.
-Pero su padre… su padre sí… -dijo el inglés.
-Su padre la quiere de vuelta, pero se rumorea que su madrastra impide que nadie zarpe. Le tiene engañado al viejo, que ha perdido su hombría, está postrado en una silla y no puede ni cagar sin ayuda. Nos pagaría su rescate si nos presentamos con ella en su casa, no esperes que haya ningún barco de su parte –Patricia de Santamaría oyó estas palabras del portugués cerrando los ojos y con un profundo lamento interior como un lloro que nunca nadie escuchó llorar.
-¡La Armada de Indias! –gritó el inglés buscando salvadores desesperadamente, queriendo creer.
-Suficiente tienen con tantas acciones vuestras por ahí.
-¡No quiero morir en esta lancha! -dijo Steinman levantándose y agitando las manos.
-Siéntate y cálmate. Nos vas a volcar.
-¡No quiero calmarme! ¡Vamos a morir! ¡No hay comida! ¡No hay isla! ¡No hay barco! ¡Ni siquiera españoles! ¡Esta mujer sólo trae la muerte por donde pasa! –Steinman no paraba de gritar muy agitado haciendo que la barca se moviera peligrosamente.

David el portugués se levantó de su sitio y se colocó cerca del inglés, que le dio la espalda totalmente ido, gritando, moviendo los brazos, blasfemando. El portugués le agarró por la frente y, echándole la cabeza hacia atrás rápidamente, le cortó la garganta con su machete. Un chorretón de sangre salió propulsada hacia el fondo de la barca. El cuerpo del inglés cayó dentro de la lancha. David le dejó morir. Patricia de Santamaría, que abrió los ojos cuando dejó de oír las blasfemias de acento inglés de Steinman, vio como este se encontraba desangrándose con algún estertor aún en sus extremidades. El portugués se había sentado a observarlo con calma. El horror se apoderó de ella por completo, sin pronunciar ni medio sonido. Cuando el inglés estuvo recién muerto, David el portugués le abrió su camisa y le realizó una escisión en la tripa cortándole un trozo de intestino. Desclavó un clavo de los asientos de la lancha que estaba mal clavado y lo enganchó a una cuerda que había en el bote. Lo tiró al agua tranquilamente y se quedó sentado cogiendo la cuerda, esperando. Patricia de Santamaría estaba inmovilizada de terror en el otro extremo de la lancha. David el portugués, la miró, regresó su mirada al agua y dijo:

-No tenga miedo, señorita. A vos no le voy a hacer nada. Vale demasiado… a fin de cuentas soy su rescatador. Este come mierda me hubiera abandonado en el barco cuando estaba luchando contra sus capitanes. Se hubiera ido con usted y le apuesto lo que quiera a que no hubiera sido muy cortés. Ahora tendremos comida. El señor Steinman, bien usado estos días, nos servirá de cebo. El “sedal” no es lo mejor, pero es lo que tenemos. Esperemos, eso sí, no tener que bregar con un tiburón. No sé si podría con uno. Y no le haga ascos al pescado en cuanto lo tengamos, un español que estuvo en el mar de la China me contó que hay gente en el mundo que come pescado crudo. No seremos nosotros menos… y en cuanto al cebo… bueno, los pescados comen lo que pueden, como nosotros. Relájese, duerma si quiere, le vendrá bien. Creo que podremos llegar a tierra, no sé a cual, creo que nos alejamos de las Bahamas, creo que vamos a Florida. La necesito fuerte. Cuando nos aproximemos a la costa continental la corriente nos arrastrará mar adentro, sólo llegaremos a tierra firme si remamos los dos a la vez con mucha fuerza. La soltaré las manos para hacerlo. Espero que no sea muy sensible al olor. El señor Steinman será una compañía tan útil como desagradable de oler en lo que queda de viaje. Todo saldrá bien. Esta es nuestra realidad.

Patricia de Santamaría no podía esbozar ninguna palabra. Jason Steinman había cubierto el fondo de la lancha de sangre. Le llegaba a sus zapatos. David el portugués pescaba apacible con un trozo de sus tripas. Hacia sol. El mar estaba calmo.

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