Capítulo 7: una apuesta de dados.
En una taberna de Santiago de Cuba había luz encendida a esas horas tardías. No era raro. La ciudad rebosaba siempre vida. El ambiente estaba cargado de humo de las velas y su olor a cera, cargado de humo de tabaco, de alcohol, de sudor de la gran cantidad de clientela que había haciendo ruido y riendo o hablando en voz alta, porque en Santiago de Cuba se sabía un poco de todo, que era como saber mucho de nada, y todos opinaban de lo que sabían.
El dueño de la taberna, Francisco Huerta, estaba a esas horas tan felizmente ebrio como sus compañeros de partida de dados. Eran tres en esa mesa e iba ganando aquella noche el barbero, Javier Barrios, y más o menos perdiendo el carpintero, Daniel López-Serrano, aunque este no había perdido tanta cantidad de monedas como de compostura a esas horas. La alborotada taberna la llevaba la única cabeza a esas horas en orden, Dolores Fernández, la esposa de Francisco, una rubia extremeña de armas tomar que antes de que la engañasen en los precios y los pagos ya había soltado un buen bofetón que no admitía réplica para el osado. La ayudaba en sus tareas su sobrina, María Jesús, que era observada desde una apartada esquina por un joven bachiller llamado Daniel Pizarro, novio suyo en secreto, tan en secreto que aún ella no lo sabía, aunque bien se lo imaginaba. Ella servía vino por las mesas y recibía el apoyo de acaloradas miradas de ira contenida de aquel joven cuando algún viejo marino de barba blanca y cabeza despoblada azotaba el culo de la joven con la carcajada de toda la mesa presente. El panadero, Santiago Cobreces, llegó a esas horas, ya bebido de otra taberna tras una larga jornada en la panadería. Se sentó en la mesa del tabernero, el barbero y el carpintero, con gran recibimiento de los mismos. Francisco Huerta pidió otra jarra de vino alzando la voz por encima de todas las voces para que le oyera su esposa Dolores entre todo el jaleo e incluyeron en la partida de dados a Santiago, que traía las mejillas bien rojas.
-¿Cómo he podido casarme con un hombre tan poco trabajador? –dijo alegre Dolores a modo de recibimiento a Santiago trayendo una jarra grande de barro llena de vino tinto y un vaso nuevo.
-Este gasta más que gana –dijo Javier el barbero.
-Yo y la chica sirviendo las mesas y este venga a jugarse los cuartos con vosotros, que sois unos besugos –seguía jocosa Dolores aprovechando la familiaridad de la clientela habitual mientras servía el vino de la jarra en el vaso de Santiago, ya acomodado, y como mostrando no estar absorto en el generoso escote que Dolores dejaba ver al inclinarse.
-¿Y la Castro? –preguntó Daniel el carpintero con una voz entre este mundo y aquel, embotado de tanto vino.
-Eso, ¿canta hoy aquí la Marta Castro? –dijo Javier.
-¿Queréis que cante la Marta? ¡Marta! ¡Marta, sal! –gritó Francisco bien alegre.
-Este se te va con la Marta, Lola –dijo con sonrisa Javier, que se acompañó de las risitas de todos los presentes.
-No creo, bien sabe que antes le corto el palo de la verga mayor –contestó Dolores con gracia extremeña, y dirigiéndose a su marido dijo-. Anda, botarate, calla, que mira que hay voces y sólo oigo la tuya. Ya llamo yo a Marta Castro para que salga a cantar.
Dolores se retiró de la mesa para buscar a Marta Castro recibiendo una pícara mirada de su esposo.
Soltaron todos sus dineros en la mesa, no sin antes se le cayeran los suyos a Daniel de su bolsa al suelo, y comenzaron a jugar la partida de dados. Javier sacó un seis entre los dos dados y Santiago un ocho cuando entró esta vez a la taberna Julián Vadillo, el alguacil y se les acercó.
-Buenas sean las de Dios –saludó-, bien sabéis que jugar juegos de azar, como son los dados, está prohibido por su Majestad, más apostándoos dinero, y peor si alguno juega de fiado.
-Pues ya lo sabemos, Julián –dijo Francisco tirando sus dados-. Anda coge una silla, ¿Cuánto te fío esta noche?
-Pues con lo habitual me conformo –dijo Julián Vadillo, quitándose el sombrero de ala ancha, al sentarse a la mesa agarrando unas silla y el vaso vacío de una mesa contigua-, que más vale respetar la justicia que las leyes –y todos asintieron en su rojez de mejillas.
-¿Y dónde habéis dejado a Pascual, a Remeseiro y a Villaverde, que venís hoy tan sin ellos? –preguntó Javier, el barbero.
-Pues ahí les he dejado esta noche haciendo la ronda, que están las cosas raras. Y la Lola, ¿dónde está?
-Raro… raro… es que no sé donde está mi dinero –dijo Daniel, el carpintero.
-Lo has dejado ya en la mesa, borracho –le dijo con sonrisa Santiago mientras sacaba un cinco con los dados.
-Pues es verdad –dijo Daniel dándose cuenta y cogiendo los dados.
-Lola ahí viene con la Marta Castro –dijo Francisco mientras Dolores se acercaba a saludar y Marta Castro se disponía a cantar evitando manos largas-. ¿Y cómo es eso de que estén las cosas raras? ¿Que nos asaltan otra vez los piratas?
-Julián, ¿cómo te sientas con estos mandurrianes? Trae dos besos –le dijo Dolores al alguacil para saludarle-. Ale, ahí tenéis a Marta, borrachuzos –y Lola, tras saludar a Julián volvió a su tarea ayudando a María Jesús con unas jarras que traía cargadas para una mesa de calafates.
-“Na” –dijo Julián Vadillo el alguacil tirando sus dados-, tonterías de los mandos. Nos han llegado noticias de que “los Jimis” andan cerca, en Santo Domingo, y que llevan consigo a una dama de Veracruz contra su voluntad.
-¿Es que hay dama que se vaya voluntaria con los piratas? –preguntó con broma Santiago.
-La esposa de este vago por no seguir trabajando –soltó la broma de corazón Javier Barrios y todos carcajearon.
-¿Y qué nosotros si están en Santo Domingo? -dijo Paco recogiendo de nuevo las ganancias que había vuelto a ganar con su doce en los dados, y volviendo a tirar.
-Pues que no se sabe cuando se echarán al mar ni qué pretenden con la dama. Toda la Capitanía de Cuba anda alerta. No es un caso cualquiera. Hablamos de una dama, no de una campesina.
-Para mí la alta alcurnia se puede ir al cuerno –dijo Santiago-, más padecemos la gente de a pie.
-Tened cuidado con las palabras, que no dejo de ser alguacil.
-Alguacil, le anoto lo que a perdido en la primera partida y se lo apunto en su “debe” –le dijo Francisco haciendo palos en un papel.
-Chisst, callad, que va a cantar la Castro –balbuceó Daniel.
Callaron ellos, pero no la taberna hasta que Dolores pegó dos gritos bien fuertes pidiendo silencio y llamándoles zopencos. Todo el bar calló. Marta Castro cantaba bonitas historias de barcos y marineros que llegaban a lugares inexistentes. Algunas eran de amor, y otras de desdichas. Todo el mundo apreciaba su cantar, mas nadie respetaba su condición de mujer, pese a que en toda la taberna nadie hubiera ido más allá de unas groserías y unas manos largas. Aunque Marta Castro lo sabía era algo que la frenaba en su ser, lo que la hacía componer últimamente canciones cada vez más tristes y, alguna vez, canciones cargadas de sarcasmo. La acompañaba con una guitarra un jovencito. Algunas letras eran tan delicadas que hasta el viejo marinero de la barba blanca no podía contener una disimulada lágrima. Terminó justo cuando entró a la taberna una gata estirando sus patas delanteras. Se acercó a Marta, que estaba cantando su última estrofa, y restregó su lomo afectuosamente contra sus faldas. Toda la taberna la dio un buen aplauso y la mesa del tabernero volvió a su partida de dados.
-Vamos a armar un buque para darles caza –dijo el alguacil mirando lo que había sacado en su nueva tirada de dados-. Estamos buscando gente para armarlo, la marinos de guerra andan ocupados en otros asuntos estos días y necesitamos voluntarios.
-Pues aquí tenéis unos cuantos marinos bebiendo –dijo Francisco.
-Se paga bien… tal vez vosotros…
-Nosotros somos gente de tierra –dijo Javier.
-Es lo de menos –insistió el alguacil.
-Algún día, fijaos bien lo que digo, algún día Santo Domingo no será España con tanto pirata francés… -desvarió Daniel el carpintero.
-Menudo borracho estás hecho –dijo Francisco el tabernero con autosuficiencia-, ¿cuándo España va a perder una isla tan grande como La Española teniendo una Armada como la nuestra? Anda bebe y tira tus dados. Yo no soy hombre ambicioso Julián, me conformo con mi taberna, mi Lola y mi sobrina. Ahora que si engañas a estos allá ellos.
-Ya quisieras tú perder unos clientes como nosotros –contestó rápido en la broma Javier.
-Pues ¿por qué no? –dijo Julián el alguacil- Apuesto en esta tirada que mañana os presentéis en el puerto para enrolaros contra “los Jimis”, tú, Javier, Santiago y Daniel.
-Daniel no se entera de nada –dijo Francisco-, no seas tramposo.
-Mañana se enterará de todo. ¿Qué decís? ¿Acaso no sois españoles por los cuatro costados? Mirad que se paga bien… y tal vez su padre pague recompensa.
-Yo te digo que ni loco –dijo Santiago.
-¿Y qué ganamos nosotros si pierdes tú? –preguntó Javier.
-Mi paga de un mes.
-¿Pero los funcionarios de su Majestad cobran dinero algún año? –Todos rieron la gracia de Santiago.
-Yo no entro –dijo Francisco-, me quedo en mi mesón, vosotros veréis.
-Ponedlo por escrito –dijo Javier.
-Lo pongo –contestó.
-Si lo ponéis por escrito… yo también juego –dijo Santiago.
-¿Y tú? –le preguntó el alguacil a Daniel el carpintero.
-Este se ha dormido sobre la silla, ¿no lo ves? Deja a este en paz que mañana no sabrá ni donde ha meado –dijo Francisco.
-¿Cómo haréis constar el compromiso? –dijo Javier.
-Allí veo al joven bachiller Daniel –dijo el alguacil-. ¡Daniel, acercaos, Daniel! –el joven se acercó pasando tan cerca de María Jesús que la rozó un brazo, con sonrisa disimulada de esta- Vos sois licenciado…
-No, no lo soy, señor. No acabé mis estudios… quiero acabarlos cuando pueda ir a México y…
-Calla, ¿pero sabes la jerga leguleya?
-Sí, si la sé.
-Pues redacta en este papel –el alguacil cogió el papel y la pluma con la que el tabernero estaba anotando las deudas del juego de la partida de dados- que yo, Julián Vadillo, alguacil de Santiago de Cuba, me comprometo a darles mi sueldo de un mes a Javier Barrios, barbero de esta ciudad y a Santiago Cobreces, panadero de la dicha ciudad, si faltase a mi palabra a tantos de tantos.
-Perdón, señor –dijo el bachiller-, pero para estar totalmente en orden necesito saber cuál es esa palabra dada.
-Mi palabra es mi palabra, que es palabra de alguacil y con eso basta toda razón y explicación –Julián Vadillo sabía que no podía constar en el contrato legal un acto ilegal como era el juego de azar.
El joven escribió confiado y firmó el papel, haciéndoselo firmar luego a ellos. Tras esto, todos tiraron los dados. Javier, el barbero, sacó dos cuatros, lo que no era una mala cifra, si tampoco muy alta. Santiago, el panadero, ante la mirada de Francisco recriminándoles su estupidez, sacó un seis y un tres. Bien podía considerarse Santiago salvado, si no fuera porque el azar hizo que el alguacil sacara dos seises y cerrase la partida.
-¿Quiere que escriba esto, señor? –le preguntó el bachiller al alguacil.
-No, majadero, ¿cómo vas a anotar esto? Anda vete a mirar a la joven –y el bachiller Daniel Pizarro se fue a su esquina-. Esta juventud… ya aprenderá. Y vosotros –dijo Julián levantándose para irse y mirando a Javier y Santiago-, mañana temprano os quiero ver en el puerto en la mesa del escribano del capitán. Una deuda es una deuda, caballeros.
Julián se fue, despidiéndose de ellos.
-Anda, que menudo negocio habéis hecho –dijo Francisco levantándose también.
-¿Qué ocurre? –preguntó Lola acercándose.
-Nada, que mañana juego sólo con Daniel –dijo Francisco yéndose a recoger jarras de vino vacías.
En una taberna de Santiago de Cuba había luz encendida a esas horas tardías. No era raro. La ciudad rebosaba siempre vida. El ambiente estaba cargado de humo de las velas y su olor a cera, cargado de humo de tabaco, de alcohol, de sudor de la gran cantidad de clientela que había haciendo ruido y riendo o hablando en voz alta, porque en Santiago de Cuba se sabía un poco de todo, que era como saber mucho de nada, y todos opinaban de lo que sabían.
El dueño de la taberna, Francisco Huerta, estaba a esas horas tan felizmente ebrio como sus compañeros de partida de dados. Eran tres en esa mesa e iba ganando aquella noche el barbero, Javier Barrios, y más o menos perdiendo el carpintero, Daniel López-Serrano, aunque este no había perdido tanta cantidad de monedas como de compostura a esas horas. La alborotada taberna la llevaba la única cabeza a esas horas en orden, Dolores Fernández, la esposa de Francisco, una rubia extremeña de armas tomar que antes de que la engañasen en los precios y los pagos ya había soltado un buen bofetón que no admitía réplica para el osado. La ayudaba en sus tareas su sobrina, María Jesús, que era observada desde una apartada esquina por un joven bachiller llamado Daniel Pizarro, novio suyo en secreto, tan en secreto que aún ella no lo sabía, aunque bien se lo imaginaba. Ella servía vino por las mesas y recibía el apoyo de acaloradas miradas de ira contenida de aquel joven cuando algún viejo marino de barba blanca y cabeza despoblada azotaba el culo de la joven con la carcajada de toda la mesa presente. El panadero, Santiago Cobreces, llegó a esas horas, ya bebido de otra taberna tras una larga jornada en la panadería. Se sentó en la mesa del tabernero, el barbero y el carpintero, con gran recibimiento de los mismos. Francisco Huerta pidió otra jarra de vino alzando la voz por encima de todas las voces para que le oyera su esposa Dolores entre todo el jaleo e incluyeron en la partida de dados a Santiago, que traía las mejillas bien rojas.
-¿Cómo he podido casarme con un hombre tan poco trabajador? –dijo alegre Dolores a modo de recibimiento a Santiago trayendo una jarra grande de barro llena de vino tinto y un vaso nuevo.
-Este gasta más que gana –dijo Javier el barbero.
-Yo y la chica sirviendo las mesas y este venga a jugarse los cuartos con vosotros, que sois unos besugos –seguía jocosa Dolores aprovechando la familiaridad de la clientela habitual mientras servía el vino de la jarra en el vaso de Santiago, ya acomodado, y como mostrando no estar absorto en el generoso escote que Dolores dejaba ver al inclinarse.
-¿Y la Castro? –preguntó Daniel el carpintero con una voz entre este mundo y aquel, embotado de tanto vino.
-Eso, ¿canta hoy aquí la Marta Castro? –dijo Javier.
-¿Queréis que cante la Marta? ¡Marta! ¡Marta, sal! –gritó Francisco bien alegre.
-Este se te va con la Marta, Lola –dijo con sonrisa Javier, que se acompañó de las risitas de todos los presentes.
-No creo, bien sabe que antes le corto el palo de la verga mayor –contestó Dolores con gracia extremeña, y dirigiéndose a su marido dijo-. Anda, botarate, calla, que mira que hay voces y sólo oigo la tuya. Ya llamo yo a Marta Castro para que salga a cantar.
Dolores se retiró de la mesa para buscar a Marta Castro recibiendo una pícara mirada de su esposo.
Soltaron todos sus dineros en la mesa, no sin antes se le cayeran los suyos a Daniel de su bolsa al suelo, y comenzaron a jugar la partida de dados. Javier sacó un seis entre los dos dados y Santiago un ocho cuando entró esta vez a la taberna Julián Vadillo, el alguacil y se les acercó.
-Buenas sean las de Dios –saludó-, bien sabéis que jugar juegos de azar, como son los dados, está prohibido por su Majestad, más apostándoos dinero, y peor si alguno juega de fiado.
-Pues ya lo sabemos, Julián –dijo Francisco tirando sus dados-. Anda coge una silla, ¿Cuánto te fío esta noche?
-Pues con lo habitual me conformo –dijo Julián Vadillo, quitándose el sombrero de ala ancha, al sentarse a la mesa agarrando unas silla y el vaso vacío de una mesa contigua-, que más vale respetar la justicia que las leyes –y todos asintieron en su rojez de mejillas.
-¿Y dónde habéis dejado a Pascual, a Remeseiro y a Villaverde, que venís hoy tan sin ellos? –preguntó Javier, el barbero.
-Pues ahí les he dejado esta noche haciendo la ronda, que están las cosas raras. Y la Lola, ¿dónde está?
-Raro… raro… es que no sé donde está mi dinero –dijo Daniel, el carpintero.
-Lo has dejado ya en la mesa, borracho –le dijo con sonrisa Santiago mientras sacaba un cinco con los dados.
-Pues es verdad –dijo Daniel dándose cuenta y cogiendo los dados.
-Lola ahí viene con la Marta Castro –dijo Francisco mientras Dolores se acercaba a saludar y Marta Castro se disponía a cantar evitando manos largas-. ¿Y cómo es eso de que estén las cosas raras? ¿Que nos asaltan otra vez los piratas?
-Julián, ¿cómo te sientas con estos mandurrianes? Trae dos besos –le dijo Dolores al alguacil para saludarle-. Ale, ahí tenéis a Marta, borrachuzos –y Lola, tras saludar a Julián volvió a su tarea ayudando a María Jesús con unas jarras que traía cargadas para una mesa de calafates.
-“Na” –dijo Julián Vadillo el alguacil tirando sus dados-, tonterías de los mandos. Nos han llegado noticias de que “los Jimis” andan cerca, en Santo Domingo, y que llevan consigo a una dama de Veracruz contra su voluntad.
-¿Es que hay dama que se vaya voluntaria con los piratas? –preguntó con broma Santiago.
-La esposa de este vago por no seguir trabajando –soltó la broma de corazón Javier Barrios y todos carcajearon.
-¿Y qué nosotros si están en Santo Domingo? -dijo Paco recogiendo de nuevo las ganancias que había vuelto a ganar con su doce en los dados, y volviendo a tirar.
-Pues que no se sabe cuando se echarán al mar ni qué pretenden con la dama. Toda la Capitanía de Cuba anda alerta. No es un caso cualquiera. Hablamos de una dama, no de una campesina.
-Para mí la alta alcurnia se puede ir al cuerno –dijo Santiago-, más padecemos la gente de a pie.
-Tened cuidado con las palabras, que no dejo de ser alguacil.
-Alguacil, le anoto lo que a perdido en la primera partida y se lo apunto en su “debe” –le dijo Francisco haciendo palos en un papel.
-Chisst, callad, que va a cantar la Castro –balbuceó Daniel.
Callaron ellos, pero no la taberna hasta que Dolores pegó dos gritos bien fuertes pidiendo silencio y llamándoles zopencos. Todo el bar calló. Marta Castro cantaba bonitas historias de barcos y marineros que llegaban a lugares inexistentes. Algunas eran de amor, y otras de desdichas. Todo el mundo apreciaba su cantar, mas nadie respetaba su condición de mujer, pese a que en toda la taberna nadie hubiera ido más allá de unas groserías y unas manos largas. Aunque Marta Castro lo sabía era algo que la frenaba en su ser, lo que la hacía componer últimamente canciones cada vez más tristes y, alguna vez, canciones cargadas de sarcasmo. La acompañaba con una guitarra un jovencito. Algunas letras eran tan delicadas que hasta el viejo marinero de la barba blanca no podía contener una disimulada lágrima. Terminó justo cuando entró a la taberna una gata estirando sus patas delanteras. Se acercó a Marta, que estaba cantando su última estrofa, y restregó su lomo afectuosamente contra sus faldas. Toda la taberna la dio un buen aplauso y la mesa del tabernero volvió a su partida de dados.
-Vamos a armar un buque para darles caza –dijo el alguacil mirando lo que había sacado en su nueva tirada de dados-. Estamos buscando gente para armarlo, la marinos de guerra andan ocupados en otros asuntos estos días y necesitamos voluntarios.
-Pues aquí tenéis unos cuantos marinos bebiendo –dijo Francisco.
-Se paga bien… tal vez vosotros…
-Nosotros somos gente de tierra –dijo Javier.
-Es lo de menos –insistió el alguacil.
-Algún día, fijaos bien lo que digo, algún día Santo Domingo no será España con tanto pirata francés… -desvarió Daniel el carpintero.
-Menudo borracho estás hecho –dijo Francisco el tabernero con autosuficiencia-, ¿cuándo España va a perder una isla tan grande como La Española teniendo una Armada como la nuestra? Anda bebe y tira tus dados. Yo no soy hombre ambicioso Julián, me conformo con mi taberna, mi Lola y mi sobrina. Ahora que si engañas a estos allá ellos.
-Ya quisieras tú perder unos clientes como nosotros –contestó rápido en la broma Javier.
-Pues ¿por qué no? –dijo Julián el alguacil- Apuesto en esta tirada que mañana os presentéis en el puerto para enrolaros contra “los Jimis”, tú, Javier, Santiago y Daniel.
-Daniel no se entera de nada –dijo Francisco-, no seas tramposo.
-Mañana se enterará de todo. ¿Qué decís? ¿Acaso no sois españoles por los cuatro costados? Mirad que se paga bien… y tal vez su padre pague recompensa.
-Yo te digo que ni loco –dijo Santiago.
-¿Y qué ganamos nosotros si pierdes tú? –preguntó Javier.
-Mi paga de un mes.
-¿Pero los funcionarios de su Majestad cobran dinero algún año? –Todos rieron la gracia de Santiago.
-Yo no entro –dijo Francisco-, me quedo en mi mesón, vosotros veréis.
-Ponedlo por escrito –dijo Javier.
-Lo pongo –contestó.
-Si lo ponéis por escrito… yo también juego –dijo Santiago.
-¿Y tú? –le preguntó el alguacil a Daniel el carpintero.
-Este se ha dormido sobre la silla, ¿no lo ves? Deja a este en paz que mañana no sabrá ni donde ha meado –dijo Francisco.
-¿Cómo haréis constar el compromiso? –dijo Javier.
-Allí veo al joven bachiller Daniel –dijo el alguacil-. ¡Daniel, acercaos, Daniel! –el joven se acercó pasando tan cerca de María Jesús que la rozó un brazo, con sonrisa disimulada de esta- Vos sois licenciado…
-No, no lo soy, señor. No acabé mis estudios… quiero acabarlos cuando pueda ir a México y…
-Calla, ¿pero sabes la jerga leguleya?
-Sí, si la sé.
-Pues redacta en este papel –el alguacil cogió el papel y la pluma con la que el tabernero estaba anotando las deudas del juego de la partida de dados- que yo, Julián Vadillo, alguacil de Santiago de Cuba, me comprometo a darles mi sueldo de un mes a Javier Barrios, barbero de esta ciudad y a Santiago Cobreces, panadero de la dicha ciudad, si faltase a mi palabra a tantos de tantos.
-Perdón, señor –dijo el bachiller-, pero para estar totalmente en orden necesito saber cuál es esa palabra dada.
-Mi palabra es mi palabra, que es palabra de alguacil y con eso basta toda razón y explicación –Julián Vadillo sabía que no podía constar en el contrato legal un acto ilegal como era el juego de azar.
El joven escribió confiado y firmó el papel, haciéndoselo firmar luego a ellos. Tras esto, todos tiraron los dados. Javier, el barbero, sacó dos cuatros, lo que no era una mala cifra, si tampoco muy alta. Santiago, el panadero, ante la mirada de Francisco recriminándoles su estupidez, sacó un seis y un tres. Bien podía considerarse Santiago salvado, si no fuera porque el azar hizo que el alguacil sacara dos seises y cerrase la partida.
-¿Quiere que escriba esto, señor? –le preguntó el bachiller al alguacil.
-No, majadero, ¿cómo vas a anotar esto? Anda vete a mirar a la joven –y el bachiller Daniel Pizarro se fue a su esquina-. Esta juventud… ya aprenderá. Y vosotros –dijo Julián levantándose para irse y mirando a Javier y Santiago-, mañana temprano os quiero ver en el puerto en la mesa del escribano del capitán. Una deuda es una deuda, caballeros.
Julián se fue, despidiéndose de ellos.
-Anda, que menudo negocio habéis hecho –dijo Francisco levantándose también.
-¿Qué ocurre? –preguntó Lola acercándose.
-Nada, que mañana juego sólo con Daniel –dijo Francisco yéndose a recoger jarras de vino vacías.
Tremendo! Me encanta!
ResponderEliminarVaya, pensaba q a Paco le harías gobernador o algo así... y a Lola bucanera, en plan "La isla de las cabezas cortadas"... XD
ResponderEliminarque aún tienes que salir tú y tu hermana, Aniuska...
ResponderEliminarMuchas gracias por incluirme de extra en su obra, Señor. Nunca había sido ayudante de alguacil. Mola.
ResponderEliminarEso si, si decides matar a mi personaje te rogaría que entre estertores diga algo como "Que mamellas las de esa doncella" o "Tengo 'la manga' como las barbas de Berlanga" XDDD.
Un gran abrazo desde las Indias Orientales.
Reme