Al principio pasó por unas puertas de un muro de las que ni se fijó en sus carteles y letreros. Se adentro en lo que parecía un enorme patio o la entrada de camiones de una gran fábrica. Hacía cierto frío y la niebla era tan espesa que apenas se veía a un metro de distancia. Debía andar con cuidado porque no sabía que había allí. No sabía por dónde andaba. De repente, poco a poco aparecieron ante él dos esqueletos andantes, mirándole de forma inexpresiva, o quizá con curiosidad. Los dos esqueletos eran, o habían sido, humanos. Semidesnudos, su piel estaba muy ceñida a su estructura ósea. El soldado, con su fúsil en las manos, estaba confuso. Venía de liberar la Unión Soviética y había atravesado media Europa bajo balas y bombas en dirección a Berlín. Era 1945 y todo apuntaba que la Alemania NAZI de Hitler estaba perdiendo la guerra. Pero para él, la guerra había terminado. Había muerto con alguna bomba o algún francotirador al entrar en aquella ciudad y sin duda ahora entraba en la vida de ultratumba, aunque no tenía claro si aquello era el Cielo o el Infierno. Cada vez se le acercaban más y más esqueletos humanos esperando algo de él que no terminaba de comprender. Uno de ellos parecía un niño. Hasta que al fin comprendió que no había muerto. Seguía vivo, y aquellos esqueletos humanos, eran personas vivas, sorprendentemente vivas, aún.
Más o menos así describía la situación el soldado soviético que entró el primero en el campo de concentración de Auswitz, aquel donde el fanatismo de extrema derecha, racista, xenófobo y homófobo, del régimen NAZI (en el gobierno de Alemania desde 1933 a 1945), mató a miles de personas en hornos crematorios, cámaras de gas, tiros en la nuca, hambre, tortura, trabajos forzados, etcétera. El hombre que esto declaraba era un ruso que llégó a vivir hasta los ochenta o noventa y pico años. Murió hace relativamente poco, hace unos tres o cuatro años. Nunca dijo esta descripción de los hechos que él vivió en tal liberación del campo de concentración hasta, al menos, extinta la Unión Soviética en 1991, y posiblemente no antes de la película estadounidense "La Lista de Schindler", del director Steven Spielberg, probablemente con motivo de 1995, el 50º aniversario de la liberación.
Él era un soldado soviético con algunas medallas ganadas ya en los campos de batalla, pero su rango debía ser muy inferior (no sé si tal vez fuera soldado raso o quizá un cabo). Se le había designado como uno de los exploradores de avanzadilla sobre el terreno para el grueso militar que venía detrás suya. No se le escapa a nadie que tal tarea, importante para las maniobras y operaciones militares, es en muchas ocasiones una invitación a ser matado por el enemigo para que el grupo al que pertenece se ponga en posiciones de combate. Iba a pie y ese panorama escrito más arriba es el panorama que él solía citar a los periodistas acerca de sus recuerdos de tal suceso.
No recuerdo su nombre, y posiblemente nadie lo haga excepto los libros de Historia más especializados y los fanáticos de la Historia de la Segunda Guerra Mundial. El retrato que hizo de él Steven Spielberg desde luego no se atañe a la realidad. En la película se ve a un oficial con rangos distintivos sobre un caballo y que desde luego no parece creer en un primer momento que ha muerto y ha entrado en La Otra Vida. Pero en todo caso lo que me interesa decir con todo esto no es la anécdota histórica, ni remarcar un hecho tan trascendente de descubrir uno de los actos más atroces de la guerra mundial. Sino el hecho de esa distorsión de la realidad. El momento en el que el ambiente del lugar, y todo lo vivido por él anteriormente en las carnicerías de los campos de batalla y las retaguardias, le hicieron creer que había muerto y entraba en un ultramundo lleno de esqueletos humanos andantes y vagabundos entre la niebla. Un hombre que venía de un régimen autoritario, también lleno de campos de concentración, que había hecho imperar el ateísmo a todos sus habitantes. Un hombre que demostraba con sus primeras percepciones al entrar por aquellas puertas que el ser humano es humano, y sus creencias son creencias, en última instancia, de necesidades humanas, y de lo más recóndito de nuestras percepciones más atávicas.
Muchas veces deberíamos hacer limpieza de nuestra propia mente, aparcar lo material por un momento, en cualquiera de sus formas, y recapacitar lo que realmente creémos que nos hará felices. Lo que queremos, lo que deseamos, e intentar experimentarlo. Porque una vez que entras por unas puertas hacia la niebla con los esqueletos andantes, ¿quién sabe si las volverás a pasar en la dirección contraria? ¿Acaso todos somos Ulises? ¿O sólo somos quienes somos? Aunque a veces uno siente ser Ulises y si me apuran hasta Jasón con sus argonautas, siempre en busca... en busca afrontando a los esqueletos andantes.
Creo, Espía, que lo mío son más bien fantasmas; me he dado un plazo para exorcizarlos. Si transcurre y se demuestra que no es posible el exorcismo, tendré que aprender a vivir con ellos. Ulises regresando a Itaca, interesante...
ResponderEliminarGrandes reflexiones las tuyas canichu, pero las respuestas a tan importantes cuestiones me es rotundamente desconocida.
ResponderEliminarMe encanta poder leerte de nuevo.
RAQUEL: aunque Ulises buscaba Ítaca, la referencia en esete post alude a que él, en su búsqueda, descendió al Infierno (al Hades) para encontrar a un profeta del Oráculo muy famoso que había muerto. Por el camino encontró a varios compañeros y amigos de viaje y hasta a su padre. Pero conseguido la información que quería, pudo lograr salir del Hades. Por lo que había entrado estando vivo y había salido vivo aún. Por lo demás, las reflexiones son de cada uno, pues cada uno tiene sus propias experiencias vitales. Lo suyo es poder pensarlas y sacar conclusiones de ellas, o al menos, guías hacia algo.
ResponderEliminarVADE RETRO: Menos mal que vuelves a tener ordenador. Un saludo de vuelta a la blogosfera.
Ah, te referías a ese pasaje, claro, es que lo mío no son los viajes, Espía, son las llegadas. Una tendencia natural que me hizo pensar en el final de la Odisea, no en los vericuetos del recorrido
ResponderEliminarUlises regresa a Itaca, y justamente, por haber descendido a Hades,ya no será el mismo. No se es el mismo cuando se atraviesa esa delgada línea que existe entre la vida y la muerte; entre el odio y el amor; entre él día y la noche; entre la compañía y la soledad; entre la pureza de tus concepciones y el maltrato que a veces te da la vida...
ResponderEliminarIntenso post, Canichu, como cada vez que te pones serio y profundo.